José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, octubre 24, 2021

Liturgia de poesía, vida y fe

           


«¿Qué es la poesía / sino un estado de gracia?»[1], se interroga la voz del poeta y nos entrega la imagen de Adán, en el gesto de aquel que emerge al mundo, en el fresco celestial de la Capilla Sixtina, y del que, en ese nacimiento, del cuerpo frágil y fugaz, está tocando la gracia divina y se vuelve inmortal en la eternidad del arte. Ese estado de gracia se sostiene en la mirada del mundo y sus cosas sencillas, en la contemplación de la naturaleza como la obra de Dios, en la aceptación del ser finito y trascendente a la vez; en la escritura poética como don y ofrenda: «…lo mejor de la vida / lo iluminó / un estado de gracia / que emergía de nuestra propia NADA»[2]. Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es liturgia de la poesía, celebración de la vida y de la fe de su autor. Un poemario para meditar sobre el arte, la finitud del cuerpo y la trascendencia del espíritu.

            El libro se abre con la «Poética 1», cuya voz lírica interpela el sentido de lo fugaz y de lo eterno a partir de imágenes de lo natural cotidiano como el gusano y la mariposa, la estrella y la luciérnaga. El poema trabaja la paradoja de la existencia de la fugacidad y lo eterno en la naturaleza misma que envuelve la existencia humana: «Fugaces las palabras, pero también eternas, / Eterno el vuelo de la gloria y, sin embargo, efímero»[3]. Así, la fuente de Narciso se empaña un instante por la muerte, que es eterna, y el aleteo de la mariposa, que es fugaz, condensa en su vuelo el sentido de toda una vida. El poemario es una liturgia de la poesía atravesada por la memoria que perdura en la palabra de quien es efímero en el tiempo y en la noción paradójica del ser eterno y fugaz.

            Hay un verso en esta sección que es el testimonio de la eternidad del amor del hijo en el tiempo finito de la existencia física de la madre: «la imagen de la madre vuelve siempre, no importan ni los años, ni la muerte»[4]. La línea poética, de intenso lirismo, nos lleva a los dolidos versos de «Fragmento del libro de la madre» (2005), elegía que comienza con una imagen que da cuenta de la intensidad de la pena: «La vida, madre, como una espada / me ha partido en dos» y, termina, en el abrazo dolido del hijo y la madre que se enfrentan a la separación definitiva: «Porque la vida en este golpe, madre, / nos ha cortado, en dos, como una espada»[5]. Esta permanencia de la madre en la vida del poeta se halla también en el «Introito», de la Misa, en donde su presencia es fuente de gratitud y espacio en el que cabe el transcurrir del hijo: «Ana, tres letras, apenas, / y todo un universo vivo en ellas»[6].      

            Estamos, asimismo, ante un libro que celebra la vida del ser humano, pletórica de arte, en el tiempo de su ocaso y expone la condición precaria del cuerpo frente a su propia fragilidad. En «Gripe», los síntomas convierten al cuerpo en un amasijo de carne en indefensión; la metamorfosis que ocasiona la fiebre lleva al cuerpo a un estado de postración en el que la condición humana parece devenir monstruoso insecto vapuleado por el peso de la existencia:

 

Larvado, orugado, envuelto en mi propia fiebre y mis pequeños

dolores absurdos,

siento que viene la metamorfosis, llega:

nunca crisálida, mariposa jamás,

talvez solo transformación de la parentela de Gregorio Samsa.[7]

   

            No obstante, esa angustia que se concentra en los silencios nocturnos de un hospital, como un claroscuro de la vida misma, se transforma en esperanza con la claridad del día siguiente. Hay una reminiscencia romántica que, con nostalgia, expresa su fe en la vivacidad de la naturaleza. Los elementos de un mundo bucólico emergen de las sombras nocturnas e irrumpen en la urbe y el hospital, esa institución que democratiza el dolor y la enfermedad, para instaurar la esperanza vital: «Pero el amanecer se llena de sonidos de pájaros. / Llegadas son la luz y la armonía»[8].

            El arte atraviesa la vida del poeta. La danza es añorada desde la imposibilidad del cuerpo propio para desplazarse en el vuelo, la gracia y la fuerza del sublime movimiento de las bailarinas, de los bailarines; arte del cuerpo estilizado que provoca la admiración y la envidia retórica del poeta con su cuerpo sedentario a la espera del milagro de la belleza en movimiento:

 

Yo, tan terreno, mi Dios, tan afincado en este mundo

de polvo y de raíces, he sufrido el gozo

de estas envidias, como codicié la magia de Nureyev

y su princesa Aurora, la señora Fontayn,

como miraba boquiabierto

el aleteo de la inmortal Alicia Alonso

y me deleitaba con la menuda figura voladora

de Barishnikov en El Cascanueces.[9]

 

            Es también en el canto operático en donde sucede el milagro. Yo soy el humilde servidor del Genio creador. ¿Quién que anhela el arte no sacrifica su propia libertad en el ara de la creación artística? El poeta rememora la romanza de Adriana Lecouvreur —el hablante lírico nombra a Mirella Freni como intérprete— como punto de partida de la palabra poética que conjuga la música, el canto, la poesía y sus artistas: «seres fugaces / como todo lo humano / seres eternos, hacedores del arte»[10]. Y, asimismo, es la música la que todo lo llena con su belleza pura. En la búsqueda ansiosa del poeta de un concepto que defina el amor, aquel ensaya múltiples aproximaciones; una de ellas enlaza al amor con la música, creando un vínculo esencial: «Esa emoción que te inunda / y te quita la palabra, pero te llena de música por dentro»[11].

            Finalmente, la poesía de Dávila Vázquez es una conmemoración de la fe de su autor a través de la palabra poética, que es también la palabra profética que agradece la presencia de Dios en la vida y en la trascendencia del ser humano. La sección central del poemario, «Misa del cuerpo en el ocaso», nos remite al prefacio de La palabra, el silencio (2004), de cuyos poemas Jorge dijo: «Son un público acto de fe, y también un conjunto de mínimas plegarias y meditaciones»[12]. En dicho poemario, el poeta se entrega a Dios, en culto poético, desde un comienzo: «Señor: / No soy Moisés, / sin embargo / la zarza ardiente / aún crepita / en mi sangre»[13]. Recorre la vida de Jesús y nos ofrece unas imágenes de la pasión que terminan con el reconocimiento del sentido que tiene el santo sepulcro, esa tumba vacía que «es nuestro signo, / nuestra fe inconmovible / nuestra esperanza / de resucitar / también / con Él un día»[14]. Es, justamente, esta certeza de la fe, la que va a estar presente en la ceremonia del cuerpo, en decadencia física, confrontado con su final.

            La misa poética se abre con una invocación. El poeta presiente la cercanía inevitable del fin del cuerpo, la voz habla desde la aceptación de esta realidad que nos iguala a todos, con palabras que estremecen por el eco moral que generan en quien las lee: «Hay luz, todavía, es verdad, / pero ya nunca más ese esplendor de la mañana»[15]. El cuerpo y sus males físicos, la memoria del dolor y esa parte oscura de nosotros mismos que es inconfesable. Esta certeza de finitud demanda una estancia final de la palabra, una manera de meditar sobre la vida, de cara a la muerte: «¿Tendré la fuerza para entonar mi cántico, / quizás el último, antes de acogerme al silencio, / que me tienta y persigue, persigue y tienta, / desde hace tiempo?»[16]. Pero, el poeta cree en la trascendencia del ser humano, cree en la redención del espíritu luego de que la vida terrenal se haya consumado. Por eso, su voz se eleva en los versos finales del «Introito», como se elevaban las plegarias de los profetas atormentados:

 

Y en el todo y la nada,

en el sonido y el silencio,

revelándose sutil, perennemente,

Tú, mi Señor,

mi sostén en la caída,

mi secreta llama

en medio de las sombras… ¡Tú![17]

 

            En la liturgia, en el momento de aceptar nuestra condición de pecadores podemos reconocer que en el milagro de la cruz reside la redención del género humano. El poema «Confiteor» es un texto hermoso por la estremecedora verdad de sus versos. La palabra poética desnuda el alma del poeta contemplando la vida desde el ayer en un instante en que el cuerpo mira a la muerte en el mañana: «Confieso que he sido / siempre débil ante todo / lo hermoso». Confesión tremenda, en términos de la ortodoxia católica, que cuestiona el sentido mismo de la moral del catecismo y la vuelve ancilar de la estética, que descree de aquella. El poeta, además, reconoce lo que guarda, inconfesable, en sí mismo: «me atrincheré en silencios / duros e indomables, / de los que ya no lograré / salir jamás»[18]. Por eso, su fe en la redención lo lleva a invocar al Único capaz de perdonar esa condición de pecador que se confiesa, que se arrepiente, con humildad y recogimiento: «y tiéndeme tus brazos / para que no caiga en lo oscuro / sino me llene de la luz inmortal / en la hora última»[19].

            Pero en medio de la decadencia de la carne que clama por la piedad divina, existe un cántico a la naturaleza, lo humano y el arte en el «Gloria». Las pequeñas manifestaciones de la naturaleza: una flor, un arroyo, el trino de las aves; la sencillez de la vida del ser humano: su infancia y la esperanza; y en la belleza, que todo lo envuelve, del arte en sus variadas expresiones: las piedras del gótico, los frescos de Miguel Ángel, la música sacra, toda la música, siempre, la poesía mística y la letra del ingenio literario del mundo. Al final, el poeta glorifica a Dios en lo bello, ese concepto que encierra su condición de pecador y que, al mismo tiempo, lo redime, expandido en la plenitud del arte:

 

en todo cuanto habiendo sido

sueño, imaginación,

se encarnó en obra de arte. ¡Gloria a Ti, Señor,

Uno y Trino,

Tú, que iluminas

la mente y el corazón del hombre,

desde siempre

hasta siempre, Gloria![20]

 

            El poema es un cántico de gratitud del poeta que da en ofrenda su palabra, que alaba la obra del Creador y llega al éxtasis en el momento esencial de la fe, que es la consagración. Esta liturgia poética es una reafirmación de una fe que se ha construido en la belleza del arte, en la contemplación de la naturaleza, en la vivencia de las cosas sencillas del mundo y en los afectos del amor cotidiano. El poeta vislumbra al universo en su eternidad como el espacio infinito en donde se realiza el sacramento de la fe:

 

Cuando, desde la eternidad

se escucha la fórmula sagrada:

«¡Este es mi Cuerpo, mi Sangre es esta!»,

se estremecen las galaxias,

tiemblan los siglos

y, sin embargo, el milagro se repite

a cada instante y en los lugares

más remotos que imaginarse pueda.[21]

 

            Hacia el final de la liturgia, luego del sacrificio del cordero pascual, que en el poema es la ratificación de la inocencia que carga en sí la culpa del mundo para la redención de ese mismo mundo, nuevamente aparece el cuerpo cercado por la enfermedad, abrumado por su propia decadencia física, enfrentado a la única verdad sin atenuantes que es la muerte. Pero la fe en Dios es lo único que conduce a la trascendencia del espíritu. La belleza de lo tremendo, que es una de las posibilidades del arte, se magnifica en esta estrofa de «Ite, Missa Est» con la imagen del cuerpo desvaneciéndose, convirtiendo su llama en humo:

 

Y, lentamente, el cuerpo

se irá consumiendo como un cirio,

desaparecerá en el aire

como una nube de incienso,

como un puñado de sal en el mar,

como unas lágrimas

en medio del desierto.[22]

 

            Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es un testimonio de la perenne búsqueda de la poesía a través de la palabra, de la necesidad del poeta en decir lo suyo, a pesar de todo el arte que existe, a pesar de toda la poesía que ya nos ha sido revelada: «¿Para qué escribir si todo ya está dicho: / en tu presencia, en tu ausencia, / tu palabra y también, dolorosamente, tu silencio»[23]. El poeta no se resigna a la mudez e interpela a la poesía y a las posibilidades del verbo, a las bellas resonancias de esa palabra que, en este poemario, ha sido consagración, plegaria, instante fugaz del poema en la eternidad de la poesía.



[1] Jorge Dávila Vázquez, Misa del cuerpo (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2021), 113.

[2] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 125.

[3] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 28.

[4] Dávila Vázquez, Misa…, 29.

[5] Jorge Dávila Vázquez, Río de la memoria (Cuenca: Sínsula Editores, 2005), 97 y 101.

[6] Dávila Vázquez, Misa…, 82.

[7] Dávila Vázquez, Misa…, 37.

[8] Dávila Vázquez, Misa…, 39.

[9] Dávila Vázquez, Misa…, 48.

[10] Dávila Vázquez, Misa…, 73.

[11] Dávila Vázquez, Misa…, 61.

[12] Jorge Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», en Temblor de la palabra. Antología poética (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2009), 279.

[13] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 281.

[14] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 309.

[15] Dávila Vázquez, Misa…, 81.

[16] Dávila Vázquez, Misa…, 79.

[17] Dávila Vázquez, Misa…, 84.

[18] Dávila Vázquez, Misa…, 86.

[19] Dávila Vázquez, Misa…, 87.

[20] Dávila Vázquez, Misa…, 93.

[21] Dávila Vázquez, Misa…, 104.

[22] Dávila Vázquez, Misa…, 109.

[23] Dávila Vázquez, Misa…, 71.


domingo, octubre 10, 2021

"El pinar de Segismundo", de Eliécer Cárdenas: una ucronía del indigenismo

          

Eliécer Cárdenas (Cañar, 10 de diciembre de 1950 - Cuenca, 26 de spetiembre de 2021). Leer su obra es una manera de rendirle homenaje. Publico este texto sobre El pinar de Segismundo (2008), en su memoria.

 
¿Una conspiración política y literaria de tres escritores y un pintor que se dan aire de revolucionarios en contra de un viejo escritor conservador? ¿El robo de una novela para evitar su publicación e impedir que el autor, deprimido por la pérdida de su obra, acepte la candidatura a vicepresidente de la República? ¿La transformación de un personaje literario en una persona que reclama al autor del texto por darle existencia como producto de la violencia sexual de la que eran objeto las indias por parte de sus patrones en las haciendas?

            Eliécer Cárdenas (1950-2021) ha logrado con El Pinar de Segismundo (2008) una extraordinaria novela construida desde un singular diálogo intertextual, protagonizada por escritores y artistas, algunos de ellos convertidos por circunstancias anecdóticas en ladrones aficionados; contada con el espíritu picaresco de una prosa que derrocha humor inteligente; transformada en un artefacto lúdico que se alimenta de personajes e historias del mundillo cultural de una época. Literatura hecha con literatura para la construcción de la ficción literaria.

            Gonzalo Zaldumbide escribió su Égloga trágica entre 1910 y 1911 y la publicó completa, por primera vez, en 1956; Cárdenas detiene el tiempo en ese año y convoca un complot hilarante urdido por artistas. Zaldumbide es un posible candidato a la vicepresidencia en fórmula con Camilo Ponce Enríquez para presidente. Zaldumbide, por consejo de un personaje de ficción llamado Ricardo Arellano, que luego adoptará la identidad de Grijalva, esconde las cuatro partes de su novela en sendos lugares, tan disímiles, como la leprosería de Verde Cruz, la biblioteca jesuita de Cotocollao, un antiguo obraje en la hacienda El Pinar, del propio Zaldumbide, y la casa parroquial de Malacatos.

            Los complotados —por convocatoria de Grijalva para llevar a cabo el hurto de la novela de Zaldumbide, supuestamente a nombre del maestro Benjamín Carrión— son nada menos que Jorge Icaza, G. h. Mata, César Dávila Andrade y Oswaldo Guayasamín. En medio de los hurtos, llegan a Quito José María Pemán, Lola Flores y una caravana de artistas en representación del régimen de Francisco Franco; al mismo tiempo, llega, desde su exilio en México, el poeta León Felipe. Semejante concurrencia de personalidades y sucesos genera una hilarante comedia poblada de referencias intertextuales y metaliterarias. Acerca de los complotados, Zaldumbide tiene su propia opinión y sus palabras no dejan de causar una cierta sonrisa:

 

A ese poeta César tampoco lo he oído mencionar. Guayasamín, sé que es un pintor que pinta grotescos indios en posturas tremendistas. Icaza, claro, el autor de una monstruosidad literaria por desgracia famosa a nivel internacional. A ese Huasipungo no conseguí leerlo, por sus repugnantes y tediosas escenas y su estilo contrahecho. Ah, G. h., un sujeto de buena familia pero de pésimas ideas, suele visitarme a veces. Dice que me admira pero yo sé que escribe opúsculos groseros en mi contra.[1]

           

            El personaje de G. h. Mata se convierte, desde un comienzo, en una figura desopilante. Apenas se topa con Icaza, momentos antes de entrar a la casa de Benjamín Carrión, lo saluda con un «Señor Huasipungo, ¡qué sorpresa!»[2], y cuando, ya adentro de la casa, saluda con Guayasamín, le dice con venenosa intención: «¿Por qué pintas a todo el mundo como si fueran indios borrachos?»[3]. Inmediatamente nos enteramos de las andanzas anti-Montalvo de Mata, a quien Juan Montalvo le parecía «un malparto del diccionario». Dado que a sus diecisiete años lo habían obligado a leer los Siete tratados, y de esa lectura había terminado enfermo, Mata había jurado vengarse del polemista ambateño: «todos los años, de ser posible, iría hasta la Casa Museo de Montalvo, célebre monumento en la ciudad nativa del “Cervantes americano”, para mearse al pie del túmulo severo sobre el cual se exponía a la reverencia pública la mal conservada momia de Don Juan»[4]. En este episodio anti-Montalvo, la irreverencia de un parricida generacional está llevada, juguetonamente, a un extremo escatológico: orinarse encima del padre, hacer aguas menores, dejar algo de sí mismo, un rastro de reconocimiento y rechazo al mismo tiempo como todo parricidio.

            El juego intertextual combina de entrada los paradigmas literarios de dos siglos. La referencia a Montalvo y su prosa castiza y la referencia a la prosa preciosista de Égloga trágica, de Gonzalo Zaldumbide, hijo de Julio, que fue amigo y luego se enemistó con Montalvo, multiplica sus sentidos con la presencia de Icaza y el resto de los complotados. En el acto de planificar la desaparición de Égloga trágica, novela más ligada al romanticismo tardío que al modernismo del tiempo cuando fue escrita y completamente anacrónica para el año en que fue publicada, está la de la confrontación del indianismo del siglo diecinueve contra el indigenismo vanguardista. Égloga trágica es la mirada del latifundista, los indios son parte natural del paisaje y está ubicada, en términos estéticos, en las antípodas de Huasipungo.

            El motivo de la intriga no es, únicamente, un asunto anecdótico. Simbólicamente, es el anhelo de impedir que el pasado feudal continúe existiendo en un presente que se vislumbra como revolucionario en las formas y los conceptos estéticos. Icaza, en aquel 1956, está escribiendo El chulla Romero y Flores, mientras que César Dávila Andrade está haciendo lo propio con su Boletín y elegía de las mitas. Guayasamín ya ha asombrado —y también ha causado la envidia de tantos como le sucedió en cada momento renovador de su vida artística— con su monumental exposición Huacayñán. Las nombradas, en sus respectivos géneros, son obras que superan en todo sentido la pertinencia de publicar, en 1956, Égloga trágica, una novela que, en 1911, cuando fue escrita, ya pertenecía al pasado.

            Las acciones de G. h. Mata, Guayasamín y la de Tíber, que cumple el encargo del poeta Dávila Andrade, para llevar a cabo el hurto que les corresponde son representaciones hilarantes, embebidas de la tradición picaresca. Mata organiza un recital poético para los leprosos; Guayasamín se disfraza de fraile dominico; y Tíber, un personaje cañarejo que disfruta embromando al prójimo, viaja en su camioneta desde Quito hasta Loja para engañar al cura de Malacatos. Icaza, por su lado, se disfraza de campesino para ingresar a la hacienda de Zaldumbide. La narración de estos episodios hace gala de una narrativa lúdica: la imaginación no escatima peripecias para convertir a quienes leen la novela en cómplices de aquellos ladrones aficionados.

            Zaldumbide es el representante de la colonia, de la sociedad señorial y de los modos feudales de la dominación que, aunque agonizantes, aún conservaban poder político en el país de entonces: la recepción que organiza en su hacienda para José María Pemán, que le ha prometido un prólogo para su Égloga, y la compañía de artistas, incluida Lola Flores, que han llegado a Ecuador como parte de la propaganda cultural del franquismo, se contrapone, en términos simbólicos, a la llegada del poeta León Felipe, exiliado en México, que arriba en el mismo avión que Pemán y compañía. Aquí la literatura, afincada en poderosos elementos intertextuales, desarrolla un juego simbólico que permite asumir, desde el humor, la confrontación política e ideológica que plantea la propia novela.

            Cárdenas, en este sentido, hace uso de una libertad sin límites para construir situaciones anecdóticas y desarrollar giros inesperados de la intriga. El paseo por las calles del Quito colonial de Jorge Icaza con Lola Flores —quienes se encuentran por primera vez en El Pinar, la hacienda de Zaldumbide, mientras Icaza lleva a cabo el hurto de la tercera parte del manuscrito de la Égloga—, es una joya de la narrativa picaresca. Asimismo, la invención sobre el porqué el chulla de la novela de Icaza se llama Romero y Flores nos ubica en la especulación libre: Romero, por el poeta Remigio Romero y Cordero que una mañana visita la librería del escritor, y Flores, en recuerdo de su entrañable noche con Lola.

            El poeta Romero y Cordero le pregunta a Icaza si se habían vendido ejemplares de su poemario y este le responde: «Ninguno, don Remigio —Icaza sintió pena al responder aquella simple verdad—. La poesía no se vende, a excepción de las obras de Neruda»[5]. Este espíritu de chanza atraviesa la novela. Cuando se reúnen para recibir las instrucciones de Grijalva y este les dice que nadie debe ingerir alcohol para evitar que César Dávila lo haga, Guayasamín responde: «César es un poeta, y a estos se les debe perdonar todo […] a los que hay que prohibirles la bebida es a los novelistas, porque de borrachos escriben pendejadas»[6]. Y borracho es como termina Icaza la noche de su cita con Lola Flores, quien a la mañana siguiente le dice con espíritu libre: «—¡Josú! Empinaste el codo más de la cuenta y dormiste la mona como un bendito […] No tengas pena, aventurero, que entre nosotros no ha pasado ná de ná. Mejor para mi honor, el de mi hombre y el de mi churumbela»[7].

            La novela reedita una disputa política de nuestro canon literario: el enfrentamiento del indigenismo como denuncia de la situación del indio en una nación mestiza que, en su afán por integrarlo, intentó despojarlo de su cultura, es decir, de su humanidad; contra el indianismo como representación del indio en tanto una figura natural del paisaje, que por su condición arcaica habrá de desaparecer con la llegada del progreso. Lo paradójico es que, en ambos proyectos de nación, aparentemente opuestos, el indio resulta un sujeto manipulado en función de un mestizaje excluyente de la diversidad. Y, no obstante, con ambas propuestas estéticas se edifica la tradición canónica. Como ha señalado la crítica Alicia Ortega: 

 

Esta rica interacción dialógica, en la que varias narraciones se encuentran, nos devuelve, en tanto lectores, a una biblioteca original que no deja de reinventarse: aquella que pervive en nuestra memoria y hace posible el juego intertextual que revitaliza y desempolva los textos canonizados. Los escritores del pasado nos interpelan desde la lúdica, y lúcida, carnalidad de una escritura que los reinventa y actualiza.[8]

 

            La resolución de la intriga novelesca nos plantea una reflexión sobre la verdad de la literatura versus la verdad relativa del mundo real. Los niveles de la realidad se fusionan como en la novela de Cervantes, al final, cuando tenemos a Alonso Quijano hablando, como la persona que es, acerca del personaje del Quijote que aquel ha dejado de representar, puesto que dice haber recobrado la cordura. El diálogo entre Zaldumbide y Arellano es una conversación entre un personaje y su autor, en la que el personaje le reclama que el origen de su existencia sea el resultado de la violación de una indígena por parte de su patrón:

 

            —Arellano (con rudeza): Yo soy el hijo de aquella infeliz india sierva de la hacienda El Pinar.

            —Don Gonzalo (con extrañeza): Continúo sin comprender, señor, Mariucha es el producto de mi imaginación de narrador. Careció de existencia real.

            —Arellano (irónico): ¿Ha leído usted a Freud? Él dice que las acciones que el nivel consciente reprime son olvidadas o convertidas en sueños, en ficción.

            […]

            —Don Gonzalo (con la voz trémula): ¿Eres hijo mío entonces?

            —Arellano (brusco): Soy hijo de Segismundo, el personaje de la novela. (Pausa). En cuanto a la infeliz Mariucha, murió, por lo que sé, hace bastantes años, víctima de alguna de las epidemias causadas por el abandono y la desventura que acaban con los indios.[9]

           

            Zaldumbide se queda intrigado sobre qué es verdad y qué es ficción luego del diálogo con Arellano. En las últimas páginas de la novela, Zaldumbide conversa con un Benjamín Carrión, próximo a su exilio, prolongando los cuestionamientos que le generara su conversación con aquel que aseguraba ser hijo de Segismundo, el personaje de Égloga trágica, convertido por efectos de la novela de Cárdenas en un hijo del personaje literario de Zaldumbide: «—¿Cree usted que un autor pueda engendrar hijos de carne y hueso con su literatura?»[10].

            El Pinar de Segismundo, de Eliécer Cárdenas, logra inventar personajes que actúan como las personas del mundillo literario y artístico que representan, en un escenario teatral signado por el humor. Hay pequeños guiños que muestran a los escritores Raúl Pérez Torres y Carlos Carrión cuando eran adolescentes: el primero, comprando en la librería de Icaza los dos tomos de Los miserables; el segundo, como mensajero para engañar al cura de Malacatos; y hasta el propio autor se cuela en la trama como el niño Huguito, ayudante de ese ejemplar de nuestra picaresca que es el personaje de Tíber. La novela de Zaldumbide se podría entender como un hipotexto de presencia tácita en la novela de Cárdenas, cuya estrategia narrativa consiste en el permanente desarrollo de un juego de contrapunteo intertextual: se trata de una ucronía de amplio espectro lúdico en nuestra novelística.

 

 

PS: Este texto sobre El pinar de Segismundo es un fragmento de mi trabajo de investigación La novela como juego hipertextual, base de mi discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Eliércer Cárdenas se incorporó como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua el 30 de noviembre de 2016 con el discurso "Escribir es una vida".



[1] Eliécer Cárdenas Espinosa, El Pinar de Segismundo (Quito: Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008), 52. Esta novela obtuvo el segundo lugar, en el género novela, del Premio Proyectos Literarios Nacionales, del Ministerio de Cultura, en 2008.

[2] Cárdenas, El Pinar…, 9.

[3] Cárdenas, El Pinar…, 11.

[4] Cárdenas, El Pinar…, 12.

[5] Cárdenas, El Pinar…, 80.

[6] Cárdenas, El Pinar…, 38.

[7] Cárdenas, El Pinar…, 150.

[8] Alicia Ortega Caicedo, «La novela ecuatoriana del siglo XXI. Nuevos proyectos de escritura II: Filiaciones literarias, conexiones, reescrituras», Informe de investigación para el Comité de Investigaciones de la Universidad Andina Simón Bolìvar, sede Ecuador (Quito: Repositorio Institucional UASB-Digital, 2017), 7. 

[9] Cárdenas, El Pinar…, 158.

[10] Cárdenas, El Pinar…, 165.


domingo, octubre 03, 2021

La escritura tatuada del búho de Matavilela

           

Jorge Velasco Mackenzie (1948-2021) escribiendo El búho frente al espejo, novela que quedó inconclusa. (Foto: Cristina Velasco Cabrera, 27-09-2020)

Él creía que quien escribe es un indomesticable ser de la noche como el búho. Habitó la soledad esencial que acompaña a toda escritura. Y, para él, el acto de la escritura fue el sentido medular de una vida plena: «… escribo en cualquier lugar, escribo en el bus, haciendo cola para pagar la luz, viajando a la Universidad de Babahoyo, donde trabajo; de noche, de día, vestido, desvestido, a veces me escapo de los lugares sociales para escribir una frase que me parece importante …»[1]. Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 16 de enero de 1948 – 24 de septiembre de 2021) fundó en su escritura el barrio de Matavilela y perennizó una imagen de Guayaquil como la ciudad de los manglares; indagó en la historia y nos mostró un país que se entiende mejor anclado en la realidad de la ficción; creó una conflictuada visión literaria del mundo de la marginalidad y lo popular; e hizo de la escritura, concebida como urgencia cotidiana, la permanente búsqueda de nuevas rutas de la imaginación y del lenguaje poético. «El búho, ave voraz, al ser envuelto por la nocturna, busca sus presas vivas o muertas, el hambre perpetua que lo acosa requiere a cada instante ser calmada. El escritor, en afanes parecidos, noche tras noche, busca el alimento del verbo encarnado y lo devora para convertirlo en texto»[2]. El búho y él: las criaturas extrañas de la familia y el mundo. Él, el más hermoso maromero de la palabra, con el alma tatuada de literatura.

           

El rincón de los justos (1983) es la novela de la cultura marginal del Guayaquil que, entre finales de los 70 y comienzos de los 80, se convirtió en una ciudad de desplazamientos humanos. Matavilela, barrio enclavado en el centro, es la representación literaria de lo popular, de ese otro orden que la ciudad aceptaba, vergonzante, como parte de su espíritu y al que, al mismo tiempo, expulsó de sí hacia el sur. La novela es un testimonio crítico sobre la vida de personajes de la marginalidad que son la identidad de Matavilela, así como ejemplo de la invención de una deslumbrante narrativa que transforma el habla popular en lenguaje literario.

            Velasco Mackenzie completó su imagen de Guayaquil con la apocalíptica Río de sombras (2003) y la nostálgica Tatuaje de náufragos (2008). «Nadie nunca es la ciudad, señor Basilio, ni siquiera las calles ni los monumentos, la ciudad es el tiempo que tardamos en vivirla; el tiempo de las palabras con que podemos inventarla»[3], le dice un personaje al cronista de Río de sombras, perseverando en la idea de la necesidad de la escritura para inventar el mundo. En Tatuaje de náufragos, a partir del cierre del simbólico bar Montreal, nos entrega la disección de una generación de artistas y escritores; el doctor Zacarías Lima Paladines, médico legista, es el encargado de esta autopsia de seres vivos y de ser parte de una investigación criminal. Lima es un lector cultivado que piensa que «escribir era también el arte de ocultar»[4], y, a ratos alter ego del autor, devela la más descarnada autocrítica de lo que fue Sicoseo, considerado un grupo insurgente ante el mundo de la cultura oficial de Guayaquil, «… cuando solo fue una liga de parvos y borrachos, por eso nunca salió nada bueno de ahí, de aquellos seres doblegados por el alcohol y la marihuana, que se reunían cada sábado para beber y fumar …»[5].  

   

            Su novelística no se agota en Guayaquil, sino que se extiende a otros ámbitos ficcionales. Tambores para una canción perdida (1986) es la historia de José Margarito, el Cantador, contada desde la invención mítica y en tono mágico. El Cantador es un esclavo negro que huye durante cien años, sin conocer que Urbina ya había decretado la manumisión de los esclavos. Ochumare, el dios que se humaniza como Arco, abre y cierra el relato: «Cuento lo que el Cantador no recordó al momento de su muerte […] Y, ¿quién soy yo? El Cantador ya no me oía cuando se lo dije, por eso me nombro Iris, como antes fui Arco, Ochumare, el dueño de su primeriza luz, el que le quitó la última»[6]. En nombre de un amor imaginario (1996) se desarrolla en el siglo XVIII, en el marco del arribo de la Misión Geodésica francesa a la Real Audiencia de Quito. Una cartografía literaria del país, atravesada por el amor contrariado de Isabel y Jean Pierre Godin. La novela es un collage documental: crónicas, diarios, actas, etc., que se entretejen, en medio del viaje de los amantes como metáfora de las vicisitudes de una nación que aún necesita armarse frente al espejo y luchar contra el peso de la cruz colonial encima: «Los espejos son ríos imaginarios que no se mueven ni van al mar […] Los ríos son los espejos de la muerte»[7], dice Isabel de Godin cuando inicia la travesía en busca de su esposo Jean Pierre navegando el río Amazonas.

            Complementan su novelística, una de personaje, El ladrón de levita (1990), monologada por el ladrón y asesino Enrique Mora Martínez, en su periplo final hacia la muerte: el criminal se humaniza desde su propia voz, mostrándose atormentado y sociópata. Otra de aventuras, Hallado en la grieta (2011), bajo la invocación de Melville; su escenario es Galápagos y sus personajes Valdemar Ventura, el viejo marino, y Aylin, su mujer, protagonizan una historia de pasión y violencia anclada en el recuerdo de Hiroshima. Y La casa del fabulante (2014), novela de dolorosa resonancia autobiográfica, que empata con el «El ebrio inmortal», el poema de autor anónimo que es leído en el Montreal: «He bebido enfermo para no morirme del todo / Para que este mío humano que soy no me abandone a la resaca. / Mientras confieso que he bebido, he bebido, días tras días, siempre»[8].

            Velasco Mackenzie también nos lega una obra excepcional en el cuento. Él es un maestro en el manejo de la tensión, la creación de atmósferas, diálogos precisos y personajes llenos de vida y literatura. Piezas memorables como «Clown», que sostiene la anécdota desde la voz narrativa de un traje de payaso, convertido en trotamundos; «La mejor edad para morir», sobre un suicida en Nueva York agobiado por su inmanente soledad; «Gótico», incursión en el terror de un teatro abandonado de Barcelona; «Último inning», estampa que mezcla magistralmente una confrontación deportiva y la lucha de clases; «Llamarada en mitad de la noche», relato en el que expone su amor por lo popular y su dimensión trágica; «Como gato en tempestad», que retrata a Allan Baby, el gato conductor de una historia de amor y muerte; «Aeropuerto», retrato de la migración y la cultura neocolonial; o esa poética que es «El fantasma y el cuento imposible», que nos habla del escritor frente a la página en blanco y la consunción de su alma en la propia escritura.

 


            Menos conocida es su obra poética, dramatúrgica y ensayística en la que Velasco Mackenzie mantiene sus obsesiones estéticas. Así, el trabajo creativo del escritor, su conflictiva relación con la ética, la estética y la política, y las tensiones entre realidad y ficción están presentes en la pieza En esta casa de enfermos (1985)[9] cuyos protagonistas son Joaquín Gallegos Lara y Pablo Palacio y en la que, además, en un giro de teatro dentro del teatro, encontramos las versiones teatrales de los cuentos «La doble y única mujer» y «Mataburro», de Palacio y Gallegos Lara, respectivamente. Tatuajes para el alma (2011), dialoga con Tatuaje de náufragos extendiendo protagonismo a Trista y su madre La Mina, en un texto de dolorosa tensión afectiva y de vuelo, a ratos surreal, a ratos absurdo. Algunos tambores que suenen así (1980) y el conjunto «Manual de acción imaginaria» (1978) son muestrarios de una poesía anclada en la anécdota, de aliento desencantado y sarcástico. Finalmente, Lecturas tatuadas (2009) recoge sus ensayos escritos con un fino sentido para la lectura luminosa de la literatura, la apreciación plástica y la reflexión teórica sobre el acto de la escritura.     

            Él, que ganó numerosos premios literarios, siempre fue un maestro y amigo generoso con su saber y modesto con la apreciación de su propia obra. Él hizo las veces de editor de Cuento a cuento cuento, mi primer libro: yo había escrito treinta cuentos y él los redujo a quince, que eran los menos malos; además, diseñó la portada y firmó la nota de contratapa. La ilustración de la portada se la pidió al artista León Ricaurte y, a cambio, le compró una cajetilla de Chesterfield. ¿Qué más podía pedir yo a los diecisiete años? Desde siempre, nos enseñó, siguiendo a Lezama Lima, que toda escritura debe ser problematizada en su enfrentamiento con la dificultad: «… siempre me han gustado las cosas difíciles: cuando jugaba béisbol, lo hacía en tercera base, donde la pelota va como fuego; no fui tan bueno, pero, por lo menos, yo escogí jugar ahí»[10]. Estas palabras de duelo son mi elegía por Jorge Velasco Mackenzie y el testimonio de mi amorosa admiración por la escritura tatuada del búho del Matavilela.

 

P.S.: Este artículo apareció en el número 156 de la revista Rocinante (octubre 2021), dedicado a la memoria de Jorge Velasco Mackenzie y Eliecer Cárdenas, fallecidos el 24 y el 26 de septiembre de 2021, respectivamente. Aquí el enlace de la edición digital de la revista:


Rocinante # 156

 



[1] Jorge Velasco Mackenzie, «Tatuaje de náufragos es la única novela en la que me he divertido escribiendo», entrevistado por Raúl Vallejo, Kipus. Revista Andina de Letras, No. 26 (2009): 154.

[2] Jorge Velasco Mackenzie, «El búho en el espejo», en Lecturas tatuadas: letras, plástica, música, (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009), 12.

[3] Jorge Velasco Mackenzie, Río de sombras (Quito: Alfaguara, 2003), 172.

[4] Jorge Velasco Mackenzie, Tatuaje de náufragos (Quito: Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008), 194.

[5] Velasco Mackenzie, Tatuaje de náufragos, 296.

[6] Jorge Velasco Mackenzie, Tambores para una canción perdida (Quito: Editorial El Conejo, 1986), 9.

[7] Jorge Velasco Mackenzie, En nombre de un amor imaginario (Quito: Editorial El Conejo, 1996), 52 y 55.

[8] Velasco Mackenzie, Tatuaje de náufragos, 199.

[9] «En esta casa de enfermos» apareció en la revista Cuadernos, No. 13 (1985): 25-28, precedida de un riguroso estudio de Cecilia Ansaldo: «Jorge Velasco Mackenzie: esta vez dramaturgo»: 22-24.

[10] Velasco Mackenzie, «Tatuaje de náufragos es la única novela…», 157.