De pie, junto al pupitre de
madera, con el libro en la mano, empecé a leer en voz alta: “¿No me has visto
nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico al mismo tiempo?”. Era
un lunes y yo cumplía doce años; estábamos en clase de Castellano y,
como todos los días, cada chico tenía que leer algún capítulo de Platero y
yo. En esa época aún no existían los ruidos del entretenimiento de las
redes sociales y todavía alguien podía leer en voz alta y el resto seguir con
atención la lectura, sin desconcentrarse. Aquella mañana, la luz del sol de
junio entraba por los ventanales del aula y las cabelleras de mis compañeros,
domeñadas con glostora, relucían; y yo me imaginaba que así debía
brillar el lomo, plata de luna, del asno: “Y yo estoy cierto, Platero, de que
ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba, ya
muerto, sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con
un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…”.
El 12 de diciembre de 2014 se
cumplieron cien años de la primera edición de Platero y yo y volví a
tener entre mis manos el libro de aquellos años colegiales. En las primeras
horas de aquel viernes revisé sus páginas y me topé con la bella caligrafía de
mi madre, quien escribía mi nombre en la portadilla de mis textos escolares: César R. Vallejo
Corral, I Curso “C”. Mi madre —cuya vida silenciosa se apagó, silenciosamente
también, hace once años, el sábado 10 de enero— solía escuchar en las noches la
lectura que yo le hacía de algunos capítulos del libro y suspiraba con esa
tristeza que siempre llevó convertida en una luz tenue que alumbraba al prójimo
desde sus ojos de cielo despejado. La melancolía de las páginas de Platero caía
como un manto nocturno y mi madre y yo sonreíamos como dos huérfanos que comparten
un mendrugo a hurtadillas.
El viernes 12 empecé de inmediato
la relectura del libro y, a medida que iba avanzando en ella, fui compartiendo
el mundo rural que la voz narrativa contempla en esa búsqueda juanramoniana de
la esencia de las cosas, que está presente, por ejemplo en Piedra y cielo
(1919): “¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!”, y esa visión elegíaca
del mundo que ya estaba en Arias tristes (1905): “Estrellas, estrellas
dulces, / tristes, distantes estrellas, / ¿sois ojos de amigos muertos? / —¡miráis
con una fijeza!—”. Entre 1914 y 1915, JRJ escribe Sonetos espirituales,
y en “Nada”, parecería yacer el espíritu de aquella contemplación desde esa
colina roja, clásica y romántica, que le permite al hablante lírico
interrogarse por lo esencial del yo: “Que tú eres tú, la humana primavera, / la
tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo! / … ¡y soy yo sólo el pensamiento
mío”. La prosa poética de Platero y yo es, asimismo, premonitoria
respecto a esa desnudez de la poesía, por cuya búsqueda padeció el poeta, y se
expresa en la visión íntima del mundo que el yo lírico comparte con el asno,
como si la cadencia de esa voz desvistiera a la rosa de su belleza literaria para
convertirla en alma desnuda.
Platero y yo es un libro “en
donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero”, según el
propio JRJ; un libro en donde la contemplación de la vida de la gente de los
pueblos de la Andalucía de comienzos del siglo veinte y del paisaje rural parte
de un sujeto que se sabe algo distante y distinto de aquel mundo, pues él anda
tras la belleza pura; un libro en donde Platero y el lector somos los compañeros
de aquel andante que nos permite escuchar su profundo soliloquio sobre la vida
y el arte. La moraleja de la fábula no existe en este libro pues no es fábula y
su autor confiesa que tiene “un horro instintivo” hacia los moralismo
literarios: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni
ésta el del ruiseñor”, le dice a Platero mientras le promete que jamás hará de
él un “héroe charlatán de una fabulilla”.
En el capítulo LX, “El sello”, JRJ
narra cuánto soñaba de niño con tener un sello igual al de un amigo del colegio:
“Aquel tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y
aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido”. Cuando
llega un viajante de escritorio a su casa, rompe la alcancía y con un duro que
se encuentra encarga el sello. Con pueril angustia espera la llegada del objeto
soñado hasta que, finalmente, cuando el correo trae el aparatico, nada queda
sin sellar en la casa: “Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al
colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez, Moguer”. Hoy,
yo también pongo mi sello a los libros de mi biblioteca. Es un sello que tiene
una figura que combina el rostro de un mono, una pata de cangrejo y el látigo
de la mantarraya, ya que soy originario de la cultura manteño-huancavilca;
debajo de la figura dice: Biblioteca
Raúl Vallejo.
La relectura de Platero y yo
ha sido una regocijante experiencia de mirarme para dentro y revivir, tras cada
breve capítulo, los rostros que poblaron mi adolescencia y aquellas pequeñas
experiencias que me fueron haciendo el lector que soy ahora. Yo sugiero la relectura
—o, llegado el caso, la lectura— de esta “elegía andaluza” como una manera de
olvidarse de tanto ruido mediático: hay que disfrutar de esa mirada
juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos, hay que saborear
esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin
japonerías ni cisnes, una escritura poética que invoca tanto a Bécquer como a
Darío. Al final del libro, me di cuenta de que algunos recuerdos de mis
lecturas adolescentes viven en mí como las mariposas blancas que revolotean alrededor
de las alforjas que carga Platero, detenido su vuelo en el cielo de Moguer.
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