José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, marzo 21, 2022

Acerca de la poesía

                                                                            La esperanza sobrevive en el corazón del poeta

[…]

La esperanza sobrevive al corazón del poeta

                     escribir es hablar con los ausentes

 

Siomara España[1]

 

 

 

Siempre me ha parecido una situación poco poética aquello de tener que escribir acerca de la poesía, más aún cuando se trata de articular algo coherente para conmemorar un evento tan primaveral y festivo como el Día Mundial de la Poesía, que fuera establecido para el 21 de marzo por la UNESCO, en 1999. Quiero decir, esto de encontrar definiciones más o menos aceptables para ustedes —lectores inteligentes que toman la poesía en su insondable y estremecedora belleza— es, de antemano, una tarea que supera las fuerzas de quien la emprende. Jorge Dávila Vázquez apela a la tradición bíblica para encontrar la simiente de la poesía que vendrá:

 

Ella es

tan antigua como Dios: el primer poema

fue la luz,

salida de la nada, por Su Palabra.[2]

 

La poesía es un quehacer que esencialmente rehúye a las definiciones; un trabajo estético que escapa a los encapsulamientos en frases para ser subrayadas o reproducidas en un exergo. Los conceptos con los que podríamos definirla radican en la escritura misma de poesía y, por tanto, en las infinitas posibilidades de cada poeta. En estos casos, urgido por lo indefinible, prefiero cantar como Alejandra Pizarnik:

 

el centro

de un poema

                        es otro poema

el centro del centro

                        es la ausencia

 

en el centro de la ausencia

mi sombra es el centro

del centro del poema[3]

 

La famosa rima XXI de Gustavo Adolfo Bécquer —que tan buen resultado ha dado a los enamorados que aún estiman el valor de la palabra— sitúa la belleza en el objeto poético, según la mirada romántica: «¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú»[4]. Un siglo después, Gabriela Mistral, heredera de simbolistas y modernistas, también traslada esa belleza del mundo a la palabra del poema y sus múltiples posibilidades para hablar al espíritu del ser humano:

 

¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,

que deshechas en polvo me seguís consolando,

y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,

junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos![5]

 

            Con el traslado de la belleza poética del objeto que la inspira a la palabra del poema, según nos enseñaron Baudelaire y Darío, es esta la que embellece dicho objeto más allá de la condición real de aquel porque si para el espíritu humano fuera suficiente la emoción provocada por la belleza intrínseca de dicho objeto, entonces, ya no tendría sentido la palabra poética que lo asume. Heredero de la tradición del romanticismo de Bécquer, Juan Ramón Jiménez indaga la esencia misma de la belleza anclada en el espíritu del objeto, cuyo camino propio debe llevar a la desnudez de la poesía, con este díptico de 1918: «¡No le toques ya más / que así es la rosa!»[6]. Y, sin embargo, Ida Vitale, evoca el peso de la palabra poética que ya ha sido dicha y la necesidad de reinventar la expresión poética en sí misma:

 

Tanto haría falta la inocencia total,

como en la rosa,

que viene con su olor, sus destellos,

sus dormidos rocíos repetidos,

del centro de jardines vueltos polvo

y de nuevo innumerablemente levantados.[7]

 

La poesía requiere de un espacio de silencio, una mirada hacia adentro y un proceso de reelaboración del lenguaje. Y ese silencio es, a su vez, una confrontación con el abismo no solo del alma humana, en general, sino, en particular, del alma propia: es una confrontación que nos envuelve y nos arroja desnudos hacia la desnudez del espíritu. Recuerdo la honda resonancia frente al abismo sin ropaje del espíritu humano que emerge desgarrada del soneto de Miguel Hernández, «Umbrío por la pena, casi bruno», cuyos primer cuarteto y segundo terceto dicen:

 

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

                        […]

No podrá con la pena mi persona

rodeada de penas y de cardos:

¡cuánto penar para morirse uno![8]

 

Tal vez por eso la gente tiene un inconfesable temor a la lectura de poesía: nadie desea esa tremenda, temible, terrible confrontación consigo mismo porque aquello nos convierte en huérfanos y en transeúntes: así, todas nuestras seguridades quedan en entredicho. Además, la poesía implica la elaboración de un lenguaje cuyo objetivo es la ruptura de la convención comunicacional. El lenguaje de la poesía, atravesado por la metáfora y la metonimia, no sirve para la transmisión de mensajes directos; eso es una tarea del periodismo. El lenguaje poético permite nominar, dar sentido, crear el mundo desde la realidad del propio lenguaje. En esos afanes, Yuliana Ortiz Ruano busca la manera de llegar al territorio de origen en su palabra poética:

 

¿Cómo nombrar lo nunca antes visto?

¿La obsesión del decir de dónde viene?

[…]

Nombrar es hacerse isla:

Limones es la repetición infinita del exceso

[…]

Tal vez la urgencia del arribo

extienda mi lenguaje.

[…]

Tal vez la necesidad de la llegada

desconfigure mi lenguaje.[9]

 

Así, el lenguaje poético es, en un sentido general, la explosión de una imagen que sugiere significados que transgreden las definiciones de diccionario, el florecimiento de una palabra que lleva en sí, agazapados, sentidos múltiples y nuevos, la revelación que emana del espíritu del lector en orgiástica simultaneidad con la omnipresencia de la voz poética. La poesía es la escritura que intensifica el sentido de la experiencia vital, según Aleyda Quevedo:

 

Versos de versos de versos,

bandadas de voces. Pájaros

de todos los tiempos.

Imágenes de imágenes de imágenes.

Piedras y los mismos misterios

a los que me declaro fiel.[10]

    

De ahí que los medios de comunicación, y particularmente la televisión, sean reacios a hablar de la poesía. Su negocio se asienta sobre la corrupción del lenguaje y la exaltación de lo banal, sobre esa capacidad para entregarle a cada protagonista, escogido de manera aleatoria, su cuarto de hora de fama, sobre esa habilidad para reproducirse y repetirse a sí mismos creando mundos para la chismografía sobre los famosillos locales. Y, por supuesto, como la poesía implica la construcción permanente de un lenguaje metafórico y, al mismo tiempo, la poesía no es un espectáculo mediático sino una manera íntima de acercarse al espíritu a través de la palabra, la poesía no tiene cabida en la propuesta de felicidad con la que la dictadura mediática ha obnubilado a la humanidad. En todo caso, Sonia Manzano me ayuda a quitarle solemnidad a estas reflexiones, cuando plantea que al poeta no hay que llevarlo a las mesas redondas:

 

No le pregunten

para qué sirve la poesía

por qué y para quién escribe,

quién lo lee, quién medio lo lee

y quién no lo lee nunca,

cualquier respuesta que él dé

será para escabullirse

por debajo de las velludas piernas

de los connotativos,

aparenciales,

estructurales,

denotativos

idiotas circunstanciales.[11]

 

Finalmente, es bueno entender que la poesía es una fiesta; y cada fiesta tiene su propia música. La seriedad para trabajar la poesía tiene que ver con la manera cómo uno asume la escritura, no solo del poema sino de todo tipo de texto estético. En la escritura hay que buscar, como decía el cubanísimo Lezama Lima, la dificultad: «Solo lo difícil es estimulante; solo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento…»[12]. Con ello no quiero plantear que hay que volverse críptico; me parece que se trata de buscar esa forma poética en que lo contextual sea olvidado por quien se acerca al texto y en su lugar permanezca sólo el hálito de la palabra poética. Más allá de la arqueología, Jorgenrique Adoum transforma a dos esqueletos abrazados, con diez mil años de historia encima, en un símbolo de la permanencia del amor a través del tiempo —como en el famoso soneto de Quevedo[13]—:

 

 

la primera pareja como dos palabras juntas

como un breve vacío donde estuvo un día el guion varonil

(hembra la conjunción copulativa),

anudados hasta hoy, amor fosilizado, estatua viva encajonada.

mientras nosotros, voyeurs del siglo XX, viejos a cualquier edad, con nuestro

            muerto amor a cuestas,

removiendo tablones, telas de nilón, piedras que las sostienen,

y acostándonos junto a ellos para atisbar la inmodesta y duradera amarra

que no acaba jamás en estallido, 

nos hundimos el corazón para que no se avergüence

frente a ese amor que existe todavía

en estos esqueletos de anteayer en los que yace

igual que la ternura que cayó de la caricia al hueso.[14]

 

Más que ninguna otra, la lectura de poesía requiere de un momento especial. Si el poeta se ha mirado para adentro, el lector debe hacer lo mismo: olvidarse del mundo que lo rodea, concentrarse en la repercusión del lenguaje, saborear la profundidad de la imagen, asumir la metáfora como la realidad de la palabra. Buscar la manera de decir lo ya dicho, de hacer de la página en blanco una realidad de afectos; una cascada de sentidos que conmuevan a quien espera la palabra poética para que invada ese indecible vacío en el alma que solo la poesía llena con la resonancia de su belleza conmovedora, tremenda y de vértigo, como en estos versos de Luz Mary Giraldo:

 

Se levantan las palabras del fondo del cuaderno

y llegan a la página en blanco

con su letra viva

para decir:

¿existe, acaso, una habitación sin el dios del amor?

 

Dios traduce su silencio

mientras escucho la canción de un pájaro solitario

que ruega para no morir.[15]

 

La lectura de poesía es lenta e íntima y se encuentra a contracorriente de un mundo que todo lo devora con el omnipresente ruido del mercado y la predecible uniformidad a la que nos somete el algoritmo de las redes sociales. La poesía es esa utopía que no ofrece nada más que la contemplación del ser humano en el espejo de su propia finitud.

 

Santa Ana de Nayón, Quito,

Versión del 21 de marzo de 2022.

Este ensayo sale de manera simultánea en

Nueva York Poetry Review 



[1] Siomara España, «Sueños (Memoria inexistente)», Celebración de la memoria (Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2018), 87.

[2] Jorge Dávila Vázquez, «Memoria de la poesía», en Memoria de la poesía y otros textos (Cuenca: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, núcleo del Azuay, 1999), 33.

[3] Alejandra Pizarnik, «Los pequeños cantos, III», de Los pequeños cantos (1971), en Poesía completa, edición a cargo de Ana Becciú (Barcelona: Editorial Lumen, 2001), 381.

[4] Gustavo Adolfo Bécquer, «Rima XXI», en Rimas. Leyendas. Carta desde mi celda (Barcelona: RBA Editores, 1999), 13.

[5] Gabriela Mistral, «Mis libros», de Desolación (1922), en Poesías completas, estudio preliminar y cronología de Jaime Quezada (Santiago de Chile, Editorial Andrés Bellos, 2001), 57.

[6] Juan Ramón Jiménez, «El poema. 1», de Piedra y cielo (1917-1918), en Segunda antolojía poética. 1898-1918 (Madrid: Espasa-Calpe, 1981), 252,

[7] Ida Vitale, «Canon», de Palabra dada (1953), en Poesía reunida, edición de Aurelio Major (Montevideo: Tusquet Editores, 2017), 443.

[8] Miguel Hernández, «Umbrío por la pena, casi bruno», de El rayo que no cesa (1934-1935), en Poesía esencial (Madrid: Alianza Editorial, 2010), 47.  

[9] Yuliana Ortiz Ruano, Cuaderno del imposible retorno a Pangea (Valparaíso: Ediciones Libro del Cardo, 2021), 19, 21, 26, y 29.

[10] Aleyda Quevedo Rojas, Jardín de dagas (Ciudad de México: Editorial Praxis, 2013), 14.

[11] Sonia Manzano, «El poeta no debe ir a las mesas redondas», de El ave que todo lo atropella (1980), en El ave que todo lo atropella. Antología poética (Quito: Centro de Publicaciones PUCE, 2018), 90.

[12] José Lezama Lima, La expresión americana (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2017), 57.

[13] Me refiero al soneto «Amor constante más allá de la muerte», cuyo primer cuarteto dice: «Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, / y podrá desatar esta alma mía, / hora a su afán ansioso lisonjera;», en Francisco de Quevedo, Antología poética (Barcelona: RBA Editores, 1999), 112.

[14] Jorgenrique Adoum, «El amor desenterrado», en Claudicación intermitente. Antología (Monterrey: Universidad Autónoma de Nuevo León / Alforja Arte y Literatura, 2008), 77.

[15] Luz Mary Giraldo, «Página en blanco», en De artes y oficios (Bogotá: Taller de Edición Rocca, 2015), 36.


lunes, noviembre 20, 2023

XVI Festival de Poesía Ileana Espinel Cedeño: el mundo compartido en la poesía

           

Johanna Carvajal, Shiva Prakash, Rafael Courtoisie, Paula Andrea Pérez y Khédija Gadhoum, en el museo Presley Norton, el 13 de noviembre. (Foto: R. Vallejo)

¿Qué es un festival de poesía sino el espacio para compartir la palabra de la vida y sus afectos? A un festival de poesía acuden voces maduras y las que emergen, voces de palabra exacta y las que tantean, pero todas, las experimentadas y aquellas que lo serán, son voces que están en búsqueda de la poesía, que es un instante que perdura huella en el verso, que es memoria. Un festival de poesía es un espacio de encuentro de versos de diversas latitudes, de distintas maneras de entender el mundo y el uso de la palabra que permite nominarlo.

            El XVI Festival de Poesía Ileana Espinel Cedeño, que tuvo lugar, en su versión presencial, del 13 al 17 de noviembre, estampó su camiseta emblemática con un verso de Maritza Cino Alvear (Guayaquil, 1957): «Habitarme es un placer que me reservo», porque la voz de la poeta protege su intimidad, ese lugar vedado para los demás, ese lugar tan solo del yo. Ese yo de la poesía que es, al mismo tiempo, uno y comunidad que comparte la palabra poética, como lo hicieron algunos de los poetas invitados que en esta crónica breve menciono.

Así, intimidad y voz comunitaria, es la poesía de Marwan Makhoul (Boquai’a, Palestina, 1979) que, en «Wajd» (Éxtasis religioso), nos comparte su íntima felicidad por el hijo que ha nacido: «¡Qué inútil fue todo antes de ti / y después de ti, qué hermoso se volvió todo, / hijo mío! / ¡Qué insensato fue que yo postergara tu vida / y mis dos hoyuelos iguales a dos brazos abiertos / para darte la bienvenida!» y, también, como un profeta, nos habla en su verso acerca del dolor de su patria ocupada y en guerra: «Para escribir una poesía que no sea política / debo escuchar los pájaros / pero para escuchar los pájaros / hace falta que cese el bombardeo».

HS Shiva Prakash (Bangalore, India, 1954), compartió sus canciones de cuna, sus cánticos rituales, su visión espiritual del mundo, como en «Despedida»: «La gran ciudad —la guarida de los insomnes— / estaba en la cama / con la diosa del sueño oscuro / Medio cubierta por el sari / de las farolas encendidas / Me despedí de mi amada prisión / para entrar / en la impenetrable jungla de / rugientes torrentes de lluvia / donde me encontré / con las flores relampagueantes / y los frutos del trueno». Shiva supo llegar a los más pequeños, en los recitales que se dieron en las instituciones educativas, con su cántico teatral.

Con su capacidad de convertir a los clavos y su parentela (la aguja, el tornillo y otros) y con su hacer del verso una erótica de la palabra, Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958) nos entregó también una poesía desnuda: «En la erótica del espacio el espejo es la piel del “otro lado”, del lado imposible de las cosas. Las palabras son apenas un gesto de las cosas, pero el espejo ignora ese gesto y desnuda la mirada de toda adyacencia, de todo ese estar vestigial para establecer un ser absoluto en la razón del deseo, en su carne»[1]. Además, él compartió esa palabra agridulce del sur, que sabe que «la poesía no está hecha solamente con palabras, / está hecha con sangre humana. / Sangre viva».

Políglota y especialista en literatura latinoamericana, la poeta tunecina-norteamericana Khédija Gadhoum (1959), no solo contribuyó con la interpretación de algunos poetas extranjeros, sino que, también, desde su palabra transeúnte nos convocó a interpretar la experiencia del ser humano que es peregrino del mundo de afuera y artífice de su mundo más íntimo. Ella sabe cómo conjugar ese peregrinaje y esa necesidad de mirarse hacia adentro: «tierra mía de ayer. hoy reducida a un puro destierro. / ¿habrá algún terruño mañana? / enseña la agridulce lección, / sin extraviarme fuera de las sabias palabras»[2].

Y, claro, también hay una poesía que confronta la racionalidad de quien la lee y lo lleva a meditar sobre diversos momentos de la existencia a partir de un verso que va hilando una filosofía poética capaz de interpelarnos. Para Juan Carlos Abril (Los Villares, Jaén, 1974), en cuya poesía anota que «nos hacen únicos las imperfecciones», un consejo es una manera de ser ante la vida: «No te conviene / la rara habilidad de la nostalgia, / ni distinguir debilidad de orgullo, / si es que se tipifica / la suma de sus partes. / En ti / de muchos modos se acordó el futuro. // Y cuando nos enrojecemos, al menos no lo lamentamos. / En eso puede consistir la vida: aprender a soñar, a despedirse»[3].

Desde Polonia, nos acompañó Sergiuz Adam Myszograj (Wroclaw, 1974). No solo hizo gala de un enorme sentido del humor, sino, y sobre todo, de una poesía que embellece la cotidianidad de los afectos y la contemplación del prójimo. En «Señorita Mayumi», la voz del deseo y su sublimación se entreteje en el verso que da cuenta de lo extraordinario: «Cada mañana / la señorita Mayumi alimenta sus peces / con monedad […] Hoy / la señorita Mayumi está bailando / Las mariposas la rodean y las pequeñas aves también. / Saltaré al alféizar de la ventana / con la esperanza de que ella me note escondido entre las flores…». [En la foto, Sergiuz con el poeta ecuatoriano Augusto Rodríguez, quien es el fundador del festival de poesía Ileana Espinel Cedeño] 

Poeta, historiadora y saxofonista: así se define Johanna Carvajal (Medellín, 1993). De su investigación acerca de las mujeres condenadas por la Inquisición, surge un poemario que es memoria del horror y también memoria del valor. Ella ha convertido en poesía, el espíritu de las mujeres que expandieron formas distintas del conocimiento y fueron sacrificadas por ello: «Navego por el mundo / solo usando las estrellas […] por cada noche de desvelo / que paso entre jardines lánguidos / ofrendo mis ojos a la oquedad / para nunca salir de este sueño»[4].

Ella es una abogada defensora de los derechos humanos, con enfoque en las víctimas del conflicto armado colombiano. La poesía de Paula Andrea Pérez Reyes (Medellín, 1983) nos entrega una mirada lúcida sobre los hechos problemáticos que acontecen al ser humano, con un verso de palabra conmovedora: «No padecen la muerte de Otro / Los amantes sufren el olvido más que la muerte / Ellos sienten el frío al descender al infierno de pasar la próxima página […] No es la pobreza / es el hambre que no se sacia / No son los gritos / Son las palabras que se callan».

También estuvo en el festival, invitado por la valía del conjunto de su obra, el novelista colombiano Jorge Franco (Medellín, 1962), conocido, entre otros textos, por Rosario Tijeras (1999), Melodrama (2006) y El mundo de afuera (2014, Premio Alfaguara). Franco habló acerca de su quehacer literario y, dada su formación de guionista, sobre la relación entre cine y literatura y de qué manera su lenguaje literario tiene cercanía con el lenguaje del cinematográfico. En todo caso, Franco dijo que él escribe sus obras concentrado, básicamente, en la expresión literaria como tal, sin pensar en una posible adaptación al cine; de hecho, comentó, se asombró cuando le propusieron adaptar Rosario Tijeras. ¿Cómo adaptar la paradoja vital que encierra el comienzo de la novela en una escena sangrienta?: «Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte»[5]. [En la foto: el autor de esta crónica con la poeta Siomara España, el cineasta David Grijalva y Jorge Franco]

Obviamente, el festival de poesía Ileana Espinel Cedeño, también reunió a decenas de poetas ecuatorianos que participamos en él compartiendo nuestro quehacer hecho de diversos tonos. Al final de la jornada, la poesía nos convocó sin acartonamientos: en la sencillez de las lecturas, los versos de distinta índole fueron el alimento comunitario de un público que asume la poesía como una fiesta del espíritu.

 

Retrato de familia en casa de la poeta Siomara España.


[1] Rafael Courtoisie, La palabra desnuda (Montevideo: Yaugurú, 2021), 9.

[2] Khédija Gadhoum, «Viñetas para soñar», Más allá del mar (bibènes) (Madrid: Editorial Cuadernos del Laberinto, 2016), 79.

[3] Juan Carlos Abril, «Consejo», En busca de una pausa (Madrid: Editorial Pre-Textos, 2020), 69 y 71.

[4] Johanna Carvajal, «Paula de Eguiluz», El llanto de las sibilas (Medellín: InkSide Ediciones, 2023), 41. Paula de Eguiluz, mujer negra y esclava, natural de Santo Domingo, fue condenada, en 1624, por el Tribunal del Santo Oficio de Cartagena de Indias, acusada de practicar la brujería.

[5] Jorge Franco, Rosario Tijeras [1999] (Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 2004), 11.


lunes, julio 21, 2025

La edición prínceps de «La victoria de Junín. Canto a Bolívar» y las cuitas del poeta

 

En esta segunda entrega sobre La victoria a Junín. Canto a Bolívar, en su bicentenario, les ofrezco una noticia sobre la edición prínceps de 1825, cuya edición facsimilar, en 1975, se la debemos a la Academia Ecuatoriana de la Lengua. De igual manera, a partir de su correspondencia, comparto una reflexión acerca de las vicisitudes literarias y vitales que padeció J. J. Olmedo durante el proceso de escritura del poema y, en general, sobre el oficio de la poesía en medio de las tareas políticas de los poetas civiles.

 

 

 

 

La edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar

           

            «Consta el Canto a Bolívar en su edición primera de 28 páginas, no numeradas las 4 primeras ni las 3 últimas. Mide con los márgenes muy anchos 28,5 cm x 18.5. Lleva 22 notas, impresas al pie de las páginas, y al fin del Canto la Advertencia [que es una nota de cuarenta líneas en letra cursiva en la que Olmedo justifica el extenso vaticinio del Inca]»[1]. Así describió Aurelio Espinosa Pólit, S.I., la edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín de Olmedo, que carece de portada, que está firmada como J. J. Olmedo y que, debajo de la Advertencia, lleva el siguiente colofón: «Guayaquil: Imprenta de la Ciudad, por M. I. Murillo, 1825».

            La edición no señala el mes de su impresión, pero deducimos que apareció en mayo por una carta a Bolívar, del 15 de mayo de 1825, en la que Olmedo le confiesa que unos amigos lo han convencido para que imprima el poema a pesar de su reticencia: «Como esta composición es toda de usted, yo no he querido tomarme la libertad de imprimirla. Pero me han asaltado varios amigos […] y todos me repusieron que usted no tiene propiedad alguna, porque todas sus cosas son comunes entre sus amigos y entre los buenos ciudadanos […] Me han convencido y queda bajo prensa».[2]

            El 4 de mayo de 1975, la Academia Ecuatoriana de la Lengua, AEL, conmemoró el primer centenario de vida institucional y con ese motivo, en colaboración con la Biblioteca Ecuatoriana Aurelio Espinosa Pólit, BEAEP, publicó una edición facsimilar de la edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, que también en aquel año cumplió el sesquicentenario de su aparición.[3] La publicación de la AEL de 1975 utilizó «el único ejemplar conocido en el Ecuador de la Edición Princeps» del Canto que resposa en la BEAEP, según su director de entonces, Julián Bravo, S.I., que escribió la introducción de la publicación que estoy comentando.

Asimismo, esta edición fascimilar tiene una presentación de Julio Tobar Donoso, director de la AEL de aquellos años, titulada «Iniciativa patriótica», en la que señala: «Unánimemente resolvió la Academia la edición facsímil de esa joya que tanto honra la feliz impaciencia con que los amigos de Olmedo anhelaron que el épico canto se vistiese de las escasas galas que podría ofrecerle la misma gloriosa ciudad en que había nacido la sublime inspiración», y dedica una página para la cita de la descripción de la edición prínceps que hizo Aurelio Espinosa Pólit, S.I.

Además, esta publicación reproduce una selección de versos del Canto aparecida en 1826, seguramente, antes de las ediciones de París y Londres, que reproduce el texto según la edición de 1825, en La flor colombiana. Biblioteca escogida de las patriotas americanas o Colección de los trozos más selectos de prosa y verso, tomo primero, publicado en París, en Casa de Bossange padre, Calle de Richelieu, No. 60. La selección en La flor colombiana lleva el título «Fragmentos de un canto a la victoria de Junín por Olmedo».

Finalmente, resulta fascinante que la Advertencia que incluye Olmedo al final de la edición de 1825 tenga que ver exclusivamente con el que será uno de los elementos más controvertidos del Canto, que es la extensa presencia del Inca en el poema, motivo que el propio Bolívar cuestionó al conocer el plan del poeta. Olmedo, invocando el poder de la imaginación y la libertad —asuntos de índole romántica que no le eran extraños a nuestro poeta neoclásico—, concluye:

 

Se dirá en fin que el Inca de este canto sabe más de lo que pudo saber en su tiempo—Pero adviértase que ese es un Inca dotado de espíritu profético, y que según las antiguas tradiciones predijo la invasión de los españoles, la suerte del imperio y el establecimiento de una nueva religión que mandó abrazar á su Pueblo. Sobre todo no debe estrañarse que tenga ideas de religión, de lejislación, de historia de ciencias y de literatura del siglo quien habita la región de la luz y de la verdad. [He corregido la total ausencia de tildes del original, pero mantengo la ortografía de la época]

En el marco de las celebraciones del bicentenario de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín Olmedo, es un acierto que contribuye a la preservación de nuestro patrimonio cultural bibliográfico que el Municipio de Guayaquil haya postulado el manuscrito original del Canto al programa Memoria del Mundo, de Unesco. Sería loable que también publicase una edición facsimilar de la edición guayaquileña de 1825 y, además para el estudio de las nuevas generaciones, complementarla con la edición londinense de 1826, e incluir una selección de estudios realizados en diferentes épocas así como de textos académicos contemporáneos.

La Academia Ecuatoriana de la Lengua, que en este año está celebrando el sesquicentenario de su vida institucional, ha contribuido a la conmemoración del bicentenario de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín Olmedo, con el acceso libre a la versión digital de la edición facsimilar de este poema fundacional de la tradición literaria ecuatoriana e hispanoamericana publicada por la Academia en 1975.

            

 

Las cuitas del poeta ante su poema

 

            Las cartas de Olmedo durante la escritura del Canto nos proveen de un material exquisito para testimoniar la angustia creativa que consume al poeta en situaciones que, desde la teoría literaria, serían más propias de un romántico que de un neoclásico. La primera carta en la que tenemos noticia de que está escribiendo el Canto, o por lo menos que está comenzando a escribirlo, es la que dirige «A Simón Gótico», el 31 de enero de 1825. En ella, Olmedo le confiesa a Bolívar que se sintió conmocionado por la victoria de Junín y que aquella lo motivó a plantearse la escritura de un canto celebratorio de la misma.

El poeta revela, como punto inicial del proceso de creación, su entusiasmo para escribir acerca de un suceso histórico que lo conmueve; frente a ese entusiasmo, sin embargo, la prosaica cotidianidad le impide la escritura. Este es tal vez el problema que más agobia a los escritores: la confrontación del espacio de aislamiento que requiere toda escritura frente a las urgencias de lo cotidiano. En Olmedo, aquello será un queja permanente: no solo las “ocupacioncillas”, sino también las tareas cívicas que asumió durante su vida pública conspiraron contra su escritura; y él lo sentía y lo resentía.

 

…Mucho tiempo ha, mucho tiempo ha que revuelvo en la mente este pensamiento. Vino Junín, y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes. Ocupacioncillas que, sin ser de importancia, distraen, atencioncillas de subsistencia, cuidadillos domésticos, ruidillos de ciudad, todo contribuyó a tener la musa estacionaria. Vino Aya­cucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mis­mo me aturdí con él, y he avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora. (Epistolario, 244)

 

En Olmedo también existe de manera constante el descontento con lo que produce su escritura. Es como si la idea que tiene de lo que quiere conseguir con el poema no se compadeciera de aquello que finalmente logra en el texto; como si el poeta, a pesar de todo el trabajo y la entrega que pone en él, estuviera agobiado por la imposibilidad de concretar en el poema la esperanza de realización de lo sublime, de la poesía que lo consume. Esta insatisfacción con el resultado de lo producido parecería ser una manifestación generalizada de los escritores y artistas y radica en el hecho de que todo artista concibe el sentido del arte en una esfera de lo utópico que, por ello, resulta una imposibilidad de realización en sí misma, según lo dice en la carta citada:

 

Por otra parte, aseguro a usted que todo lo que voy pro­duciendo me parece malo y profundísimamente inferior al objeto. Borro, rompo, enmiendo, y siempre malo. He llegado a persuadirme de que no puede mi Musa medir sus fuerzas con ese gigante. Esta persuasión me desalien­ta y resfría. Antes de llegar el caso estaba muy ufano, y creí hacer una composición que me llevase con usted a la inmortalidad; pero venido el tiempo me confieso no sólo batido sino abatido. ¡Qué fragosa es esta sierra de Parnaso, y qué resbaladizo el monte de la Gloria! (Epistolario, 244)

 

            Las dudas, los temores, el abatimiento; los interrogantes, los desconciertos, la incertidumbre; en su proceso de trabajo poético, Olmedo tiene consciencia plena de la magnitud de la tarea en la que se encuentra y, al mismo tiempo, siente que le fallan las fuerzas para lograr su cometido con éxito. No es solamente el pánico frente a la página en blanco, es, más que nada, la lucidez para saber, además de lo que es bueno o malo en poesía, aquello que es sublime. ¡Y cuando se conoce o, incluso, se intuye qué es lo sublime, la escritura se convierte en una tarea cargada de frustraciones por cuanto el poeta se da cuenta de cuán lejos está del ideal que imagina! El 28 de febrero confía sus penurias a su amigo Joaquín Araujo:

 

Me tiene Ud. embarcado en un mar tempestuoso. Las Musas debían cantar las últimas victorias, y yo que sue­lo hacer versos me he creído comprometido con la patria a cantar en un tono que no he de poder desempeñar debidamente. El objeto es grande y sublime y yo me encuentro muy inferior a él. Además, he tenido la des­graciada felicidad de haber concebido un plan grande y magnífico, y éste es otro motivo que me tiene lleno de cobardía y timidez. Las Musas requieren una especie de confianza, que da libertad para emprender el vuelo con alas extendidas; pero cuando un poeta llega a ser avasallado por la desconfianza, como lo estoy yo, el vuelo es rastrero, interrumpido, y las alas parecen mojadas y encogidas. Nada bueno puede esperarse de la situa­cn: así todo lo que voy haciendo me parece fo y vul­gar. (Epistolario, 247)

 

            Durante la escritura del Canto, por la carta del 15 de abril a Bolívar, nos enteramos de qué manera el proyecto se le había ido de las manos a Olmedo. Suele pasar que las Musas — «…mozas voluntariosas, desobedientes, rebeldes, despóticas (como buenas hembras), libres hasta ser licenciosas, indepen­dientes hasta ser sediciosas», según el propio Olmedo— conducen las intenciones del poeta por sus particulares y secretos caminos. Al 31 de enero, el poeta confesaba: «apenas tengo compuestos 50 versos»; dos meses y medio después, esto es lo que le cuenta a Bolívar:

 

Mi canto se ha prolongado más de lo que pensé. Creí hacer una cosa como de 300 versos, y seguramente pasará de 600. Ya estamos 520; y aunque ya me estoy precipitando al fin, no sé si en el camino ocurra dar un salto, o un vuelo a alguna región desconocida. No era posible, mi querido señor, dejar en silencio tantas cosas memorables, especialmente cuando no han sido cantadas por otra musa. (Epistolario, 250)

 

            La versión final del Canto tiene 906 versos y si estuvo terminado para el 30 de abril, según la fecha de la carta con la que el poeta envía el poema manuscrito por él mismo al Libertador, quiere decir que ¡Olmedo escribió más de la tercera parte del poema en menos de quince días y en ese mismo tiempo corrigió el Canto en su totalidad! En esta carta, Olmedo vuelve a expresar su descontento frente al resultado y, sin embargo, con qué satisfacción y modestia, abriendo el paraguas antes de que lluevan las críticas, le envía una copia del poema a su héroe:

 

Pensé que esta carta fuese tan larga como mi canto; pero no puede ser, porque ya el correo apura, y todo el tiempo lo he gastado en copiar mis versos por cum­plir la promesa que hice a usted de remitírselos en este correo. En el que viene haré todas las observaciones que me ocurran contra mí mismo. Porque yo no estoy con­tento con mi composición. Pensaba dejarla dormir un mes para limarla y podarle siquiera trescientos versos, porque su longitud es uno de sus vicios capitales. ¡Cómo va usted a fastidiarse! (Epistolario, 251)

 

La respuesta a las observaciones que hiciera Bolívar en su carta de julio de 1825 llegó recién el 19 de abril de 1926, cuando Olmedo ya estaba en Londres preparando la edición londinense del Canto. Olmedo no responde a Bolívar sino con la reafirmación de la idea que sostiene a su plan, excusándose por los errores de impresión del poema y explicando que ha realizado algunas correcciones: «Después se ha corregido más y se han hecho adiciones considerables [al poema]; pero como no ha se variado el plan, en caso de ser imperfecto, imperfecto se queda» (Epistolario, 263). Pero lo más interesante de la respuesta de Olmedo es la asunción de su parte de la idea romántica de la libertad del poeta sobre la escritura de poesía abiertamente en contra de las reglas de las poéticas clásicas esgrimidas por Bolívar para criticar el plan del Canto:

 

Todos los capítulos de las cartas de usted merecerían una seria contestación; pero no puede ser ahora. Sin embargo, ya que usted me da tanto con Horacio y con su Boileau, que quieren y mandan que los principios de los poemas sean modestos, le responderé que eso de reglas y de pautas es para los que escriben didácticamente, o para la exposición del argumento en un poema épico. ¿Pero quién es el osado que pretenda encadenar el genio y dirigir los raptos de un poeta lírico? Toda la naturaleza es suya; ¿qué hablo yo de naturaleza? Toda la esfera del bello ideal es suya. El bello desorden es el alma de la oda como dice su mismo Boileau de usted. Si el poeta se remonta, dejarlo; no se exige de él, sino que no caiga. Si se sostiene, llenó su papel, y los críticos más severos se quedan atónitos con tanta boca abierta, y se les cae la pluma de la mano. (Epistolario, 264)[4]

 

La preocupación por la obra que habrá de publicar es permanente en Olmedo. El poeta es consciente de lo trascendente y de lo menor en su producción literaria. A su amigo Bello le escamotea textos cuando éste se los pide —París, 12 de junio de 1827: «No puedo prometer versos para El Repertorio. Ya me parece que he perdido esta gracia» (Epistolario, 273)— y, casi al final de su vida, cuando se entera de que Juan María Gutiérrez está preparando una edición de sus poemas, Olmedo, en la misma carta del 31 de diciembre de 1846 en la que le da indicaciones acerca de una última corrección a unos versos del Canto, advierte con preocupación:

 

Mucho me ha asustado Ud. diciéndome que a más de Junín, Miñarica, Epístola de Pope, tiene otras cositas mías para publicarlas. Cuidado amigo. ¿Qué serán esas cositas? No se desacredite Ud. ni me desacredite. Ni mi edad ni mi nombre de Ud., ni el mérito de su empresa, ni el tiempo es de cositas. (Epistolario, 297)

 

            La carta revela, más allá de las quejas constantes acerca de que hubiesen podido ser mejores poemas, aquellos textos poéticos de los que el poeta Olmedo está satisfecho, al menos medianamente: el Canto a Bolívar, la Oda al general Flores, vencedor de Miñarica, y sus traducciones de las tres epístolas del Ensayo sobre el hombre, de Alexander Pope.

Portada de la edición facsimilar (AEL, 1975)
Ante la oda de Miñarica, Olmedo tiene sentimientos encontrados: por un lado, sabe que la Musa, como él dice, volvió a visitarlo con sus mejores versos por causa de un suceso histórico —Al General Flores, el 1 de abril de 1835: «Después de diez años de sueño me despertó la victoria de Miñarica, lo que me sorprendió en términos que me creía poeta o versificador por la primera vez» (Epistolario, 281)—  y está, más que probable, consciente de que este poema es un texto que se acerca en mucho a lo sublime poético que él imaginaba. Al mismo tiempo, pasado los años y desarrollados los acontecimientos históricos en la peor dirección que hubiera podido esperar, se da cuenta de que, políticamente, el poema al general Flores resultó un fiasco. En carta del 18 de noviembre de 1840, dirigida al doctor José Fernández Salvador, al tiempo que le envía dos ejemplares del poema le explica: «La oda a Miñarica… El argumento no es favorable. No es bueno cantar guerras civiles: el elogio de los vencedores no puede hacerse sin mengua de los vencidos; y vencidos y vencedores, todos son nuestros hermanos. Con todo mi corazón quisiera borrar algunos versos de esa composición». (Epistolario, 293)

            Parecería que Olmedo conoce y asume que el trabajo literario es un encuentro incesante con la dificultad para la realización plena del proyecto estético que ha sido concebido en el marco de un ideal de belleza; sabe que la tarea del poeta está confrontada de manera permanente con la cotidianidad doméstica, y, en el caso de los poetas civiles como él, con las ocupaciones derivadas de los deberes políticos; y reconoce que, a medida en que se crece en lecturas y en la propia experiencia poética, se vuelve mucho más complicada la escritura puesto que la insatisfacción con lo escrito siempre será mayor. En carta al general Flores, del 8 de abril de 1836, durante el proceso de escritura de la oda de Miñarica, Olmedo desarrolla su concepción de la dificultad del oficio:

 

Cuando yo era niño componía con facilidad extrema, ya porque la niñez es una estación mágica, ya porque no emprendía composiciones serias y elevadas, ya en fin porque, conociendo menos el arte, me aterraba menos el espectro de la perfección. Después avanzando más en edad y un poco más en el arte, he tenido siempre la desgracia de no componer en la situación que me convenía. Necesito de tantos accidentes que no es fácil reunirlo; y por esto compongo rarísimas veces. Necesito estar perfectamente libre de toda clase de ocupación; necesito de un lugar cómodo, agradable, con vista a los campos, a los ríos, a los montes; necesito de amigos que me critiquen, de jueces que me aplaudan, y aun de porfiados que disputen sobre cada palabra, frase o pensamiento; porque he observado que la disputa me despierta más las ideas y me calienta más que el vino. […] La idea sola de que puedo ser Diputado a la Convención me tiene en inquietud, será más cuando lo sea, y la pobre oda a Miñarica no aparecerá, como el gracioso yaraví de la cieguecita. (Epistolario, 283-284)

 

            El poeta es muy cuidadoso acerca de lo que estima poesía de buena ley; muy exigente con aquello que quiere que se publique; muy avaro con lo que considera digno de mostrarse al público. Y, no obstante, fallecido el poeta, aparecen los académicos que se empeñan en publicar cualquier papelillo que encuentran garabateado en el escritorio del poeta, ya indefenso, con la excusa de que así la posteridad conocerá mejor la obra del poeta cuando el mismo académico es el primero en desdecir de la calidad literaria del inédito encontrado. A Olmedo le sucedió lo dicho con poemas de ocasión y versos familiares que, junto a su obra trascendente, fueron reunidos como libro —algunos inéditos, otros publicados para la ocasión— después de su muerte. Las cuitas y los pudores del poeta fueron, como en el caso del héroe de su Canto, un arar en el mar.

 

Publicación de 1826, en formato in-16, donde aparecieron fragmentos del Canto de la versión de 1825.
 


[1] José Joaquín Olmedo, Poesía - Prosa, edición de Aurelio Espinosa Pólit, S.I. (Puebla: Editorial Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960), 92. Esta descripción está reproducida en la edición facsimilar de la edición prínceps de la que estamos hablando. Las negritas están marcadas en el original.

[2] José Joaquín Olmedo, Epistolario, edición de Aurelio Espinosa Pólit, S.I. (Puebla: Editorial Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960), 255.

[3] José Joaquín Olmedo, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, edición facsimilar de la edición prínceps de 1825 (Quito: Academia Ecuatoriana de la Lengua, 1975). Agradezco a Alejandro Casares por la digitalización de esta publicación que reposa en la Biblioteca Carlos Joaquín Córdova, de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y que se puede descargar en la página web de la AEL.

[4] El 30 de septiembre de 2024, en este blog, publiqué una entrada acerca de la correspondencia entre Bolívar y Olmedo con el título «Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar y Olmedo sobre La victoria de Junín».