José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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martes, marzo 08, 2022

Plus-forma añade peso a tu cuerpo

Mi ñaño Tito, yo, mi ñaña Zita y mi mamá Aida (Foto Mendoza, agosto de 1962)

¿Podía Antígona darse muerte, ella que no había dispuesto nunca de su vida? 

María Zambrano, «Prólogo», La tumba de Antígona.

 

         Mi ñaña Zita era de fuego en un cabello de ángel; trigueña y dulce como el azúcar moreno; sus ojos, faroles de pechiche en el barrio de febrero y lluvias. No esperaba a ningún príncipe encantado; en las noches musicadas por lagarteros, solo aparecían desocupados y borrachines perfumados de azufre, según mi abuela María.

         Ella era la poesía y el baile irónico de los románticos.

         Que no le dijeran flaca, que ya tenía la bebida mágica, pócima de los cuentos de hadas: era la emulsión Plus-forma, que genera carnes en las siluetas delgadas. Sus huesos de pocas carnes trabajaban duro, sin vanidades, para el pan de nuestra mesa. Vino del Evangelio que siempre llenó las copas de agua con agua, abrevando la sed de justicia de los Vallejo.

         Ella era la poesía de los adjetivos que matan.

         Antes que el Arcipreste de Hita, mi ñaña me enseñó el arte del amor bueno; fue la consejera de mis desvelos y la sabia curandera de las dulces heridas de adolescente enamorado. Mi ñaña Zita era de mil parpadeos en un cabello de ángel, trigueña y dulce melaza de la oficina; ñaña, luminaria, dedos ligeros para la máquina de escribir; ñaña, hormiguita de archivadores.

         Ella era la poesía de oficina y calle de todos los días.

         Mi ñaña emigró a Nueva York, sin sueño americano, apostando a encontrar en otro migrante, habitante del vecindario, el galán que Plus-forma le prometió en cada diaria cucharada. Perdió la apuesta de la felicidad: su casa se llenó de cervezas vacías y un marido, sin trabajo, echado en el sofá del lamento, dispuesto para la atávica violencia de los hombres.

         Ella era la poesía de un full de reinas y Valium 10.

         Mujer de un tiempo de mujeres rotas, mi ñaña Zita vivió en el anhelo de días mejores sin perder la seducción de su sonrisa, su rebeldía de ola, ni la delgadez de su perfil en el crepúsculo. Una tarde de limpieza de casa se desmayó. Premonición de aquellas células enloquecidas que le invadieron el cerebro. Esa metástasis implacable que, derrotando al Plus-forma, le hurtó todo el peso de la vida.

         Ella es la poesía que salva mi verso desangelado.

 

Mi ñaña Zita y yo. (Junio de 1960)

lunes, febrero 07, 2022

Pedro Gil (Manta, 1971-2022): Un poeta irreverente, furioso contra el mundo

           

La portada de Paren la guerra de que yo no juego (1989), primer poemario de Pedro Gil, fue diseñada por el artista Joaquín Serrano. El libro fue publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, siendo su presidente Miguel Donoso Pareja, maestro del poeta.

«La inmortalidad consiste en morirse», pero ¿quiénes tendrán que recordarlo para que sea posible la inmortalidad del poeta?; si «los que leen libros son gente inútil»[1], quien escribe libros de poesía es ese engendro peligroso que crea la suma inutilidad de lo inútil en el mundo de las mercancías. Pedro Gil (Manta, 1971-2022) se construyó a sí mismo con la imagen de un poeta marginal, imbuido en las drogas, el alcohol y los prostíbulos, a quien la muerte siempre anduvo rondando; su obra es un intenso y deslumbrante poema único en el que el hablante lírico es irreverente y está furioso contra el mundo. Poesía desgarradora en función de la verdad vital que la escritura de Pedro Gil ha transformado en verdad poética: «Un bosque hermosísimo / en las miradas de pánico. / Pánico en el fondo de mis ojos / hermosísimo el bosque / en el fondo de mis ojos más pánico / una mirada de pánico / pánico de mí mismo»[2].

            El hablante lírico de la poesía de Gil es desenfadado y arremete contra las instituciones del mundo. «Todavía me pertenezco. / Los emperadores de la tierra somos los pobres y yo / que nos debemos demasiadas lágrimas: no lo niego / La decepción del hombre está presente […] La pureza humana está ausente, no por culpa de nosotros / ¿Cómo es la jugada conmigo lerdos al garrote? / Paren la guerra que yo no juego»[3]. Sin embargo, en la base de su ira, reside la melancólica e irremediable soledad de quien solo se tiene a sí mismo: «entiendan señores / esta soledad lo vuelve a uno suspicaz / entenado de la cólera / un hijo de perra […] para que Dios ni la Muerte / me delaten / lloro sobre mis hombros»[4].

            Están también la pobreza familiar y el duro entorno marginal en donde creció: su experiencia vital, según confesión propia, se alimentó de prostitutas, borrachos y ladrones; una madre depresiva, un padre alcohólico y varios hermanos fallecidos. Para todos ellos, sus marginados, el hablante lírico reserva la ternura y el amor, como en el estremecedor poema al padre: «Mi padre se sentó a beber / y no se levantó hasta la muerte […] Al día siguiente moría / junto al ataúd de un niño […] ¡Mi padre fue un gran libro! […] Solo un hombre duro puede reposar en una tumba de niño»[5]. Y, desde su propia condición marginal, también le canta al hijo, en un poema en donde se reconoce con todos sus defectos y un incondicional amor filial, pero que carece de responsabilidad paterna: «hay ocasiones / en que almas inocentes / demasiado inocentes / se trastornan / por sus errores, / se trastornan por sus horrores. / soy libre como tú. / con lágrimas fracturé mi libertad. / sé bueno con los buenos, / lucha solo o con ellos, / sé mucho más bueno con los malos, / pero aléjate, hijo, aléjate. / buen viaje»[6].  

            La voz poética encuentra la imagen que deslumbra y descoloca a quien lee, como si una mano fantasmagórica le remeciera la cabeza agarrándolo de los pelos. «Mi tierra está frente al mar / y ni un pez juega conmigo          mientras tanto / los chanchos se volvieron reaccionarios / niegan / que la tortuga sea más veloz que la bala»[7]. Esta constante insolencia frente a lo establecido le permite al hablante lírico construirse una imagen de iconoclasta, que para muchos fue la del poeta maldito —aunque Gil la rechazara—: alcohólico, drogadicto, desagradecido y misógino. Ajusta cuentas con escritores de estética distinta; con la vida cotidiana y las instituciones (el matrimonio o el psiquiátrico) a las que siente como una impedimenta para sus excesos. Pero, en medio de la caída, siempre están presentes el amor y la bondad que emanan del alma del poeta: «ruiseñor sin risa / reposa, reposa mi hermano no te toca / 17 puñaladas no son nada. / no puedo conceder tu petición / de fallecimiento, / no puedo / susurra mi hermana muerta / mientras cobija mi sueño / cobija mi agonía»[8]. Después de todo, el odio solo produce mala poesía; en cambio, el amor, aún desde lo más abyecto, siempre ilumina la palabra.

            La poesía tiene diversas estéticas. Pedro Gil se inscribe en la tradición de Fernando Nieto Cadena y Agustín Vulgarín, comparte espacios más jóvenes como Dina Bellrham, y ha reelaborado a Bukowski. Sus poemas sobre Poe, Vallejo, Baudelaire, Medardo Ángel Silva, Dávila Andrade y Toulouse-Lautrec dan cuenta de su propia imagen en el reflejo poético que reproduce desde la complicidad de su mirada. Pedro Gil —más allá de las anécdotas de su vida sufrida, adicciones y depresión—[9], es un poeta de palabra auténtica que sobrevive en el poema: «mujer: / única indestructible bandera mía, / si vuelvo a cruzar la línea fronteriza, / si vuelo a la oscuridad / vuelvo a enfermar / e irremediablemente muero. / lo acepto. / soy demasiado poeta para morir»[10].



[1] Pedro Gil, «La vida no es sueño», en Paren la guerra que yo no juego (Guayaquil: Casa de la Cultura, núcleo del Guayas, 1989), 21-22.

[2] Pedro Gil, «Pánico en el bosque de las agujas», en Crónico (Manta: Editorial Mar Abierto, 2012), 35.

[3] Gil, «Los pobres y yo», en Paren la guerra…, 15-16.

[4] Pedro Gil, «Solitario en Guayaquil», en 17 puñaladas no son nada, antología personal (Manta: Editorial Mar Abierto, 2010), 111.

[5] Gil, «Lucky El Indomable», en Crónico, 21-24.

[6] Pedro Gil, «Damián, hijo de Pedro Gil», en Sano juicio. Healthy judgement, edición bilingüe, traducción Bahieh Mondavi S. (Guayaquil: Archivo Histórico del Guayas, 2003), 80-82.

[7] Gil, «Entre Marx y un cigarrillo de marihuana», en Paren la guerra…, 46.

[8] Gil, «17 puñaladas no son nada», en 17 puñaladas…, 176.

[9] «Réquiem por Pedro Gil», de Damián De la Torre, es un homenaje que retrata la humanidad del poeta, cuya lectura recomiendo: https://www.labarraespaciadora.com/culturas/requiem-por-pedro-gil/

[10] Gil, «Sano juicio», en Sano juicio…, 110.


domingo, enero 02, 2022

Balada de Oriana y Constantino


El trovador

 

El muelle de la espera cruje asediado

de eternidad y mar cobijado en luna.

 

La paciencia de los hombres duerme

envuelta en la bruma que permanece ciega.

 

La desazón se amalgama con el ansia

moho que carcome por siglos la madera.

 

Desolado paraje de lo ignoto persiste

en su osado desvarío de convocar

al impasible ente sin final posible.

 

¿Qué recompensa, entonces, aguarda

para aquel que resiste la incertidumbre

del agua que nunca vuelve?

 

¿Qué destino toca para aquel

que plantó morada en el laberinto

irresoluble de las edades y su extravío?

 

 

Oriana

 

Vengo y debo marchar sentenciada

a no conocer de puertos para el descanso

urgida a siempre partir sembrando

la idea de mi rostro difuminado

en la persona que desde ya es ayer.

 

Soy un adiós continuo desangrado

en el espacio intenso de la entrega.

 

Vengo del azul que habita la flor

que en un día sabrá de sol y tinieblas;

ella se enciende aunque conozca

su fulgor premonitorio de cenizas

en el desvanecimiento de mis huellas.

 

Soy un adiós continuo conjugado

con la desmemoria del que se queda.

 

 

Constantino

 

He habitado el vacío del legionario perdido

la oquedad desolada que atraviesa las estaciones

he perseverado en la mirada sin culpa

de quien aguarda la volátil maroma del fuego.

 

Permanezco estacionado en la piedra

sin huella ni signo de quien se fue.

 

La espera es mi divisa

suficiente para sufrir

el cielo encarnado de las tardes

necesaria para celebrar

el infierno gentil del temeroso.

 

He construido mi febril existencia

con adioses crepitando siempre

he saldado mis cuentas con divinidades

que me condenan al tormento de aguardar.

 

Permanezco estacionado en el desvanecido

gesto de quien parte y ya no mira atrás.

 

 

Oriana

 

Sobrevivir al mundo es una osadía de los mortales

que se saben perentorios en un tiempo infinito.

Mas no me interesa la duración

milenaria de volcán apagado

ni la eternidad aletargada de los lagos.

 

Prefiero el destellante esplendor de la mariposa

arcoiris que revolotea al final de la tempestad.

Anhelo el suceso que me queme

con la vivacidad del leño

en la caldera atizada por desaprensiva mano.

 

Vivir en el mundo es trascender la conquista

de la cordura que semeja lo inerte.

Vivir es el encuentro buscado

del instante que nos marca indeleble

en el fulgor perenne de la piel extendida.

 

 

Constantino

 

Eres transeúnte, oh Mujer, y tu condición me hiere.

 

La sangre es pasajera de los siglos

que se despeñan al abismo sin retorno de lo que fue

su mancha quedará grabada como un estigma de lo perentorio

cuando la daga caliente de la piel de paso

ya penetra otra carne, otro dolor de esperas.

 

La sangre baña nuestro tránsito de solos.

 

 

Oriana

 

Dirán que fue un oasis enterrado

por la tempestad de arena

que ciega a los hombres de paso errabundo.

Pero tú y yo hemos bebido del cántaro

efímero de presente irrepetible

episodio lejano en su propio acontecer.

 

Dirán que lo inventamos todo

para construir un asidero en el futuro

de polvo desolado en el que mendigaremos.

Pero tú y yo deambulamos marcados

por la mácula de la nostalgia perpetua

en la trémula piel del cuerpo encendido.

 

Dirán, con vulgaridad, que lo habremos soñado.

 

Pero tú y yo nos estremecemos

con la ofrenda de vida que, atropellando

a la desmemoria del ser, palpita.

 

 

Constantino

 

La eternidad se ha estacionado

en el recodo de Alma al que vivo asido.

 

El tiempo es la verdad inaccesible que nos duele.

 

Junto a mí, tu vacío de ti y en él...

¡la trasparencia de tu Ser que arde!

 

 

Oriana

 

Quedaron las pirámides, los palacios, las murallas;

lugares de culto a donde las muchedumbres acuden

para llevarse el piadoso recuerdo de las fotografías.

 

Los hombres han construido monumentos

que el polvo de las edades persistente desgasta.

 

De los nombres de sus constructores

apenas leyendas, rumores de presencia confusa

en el palimpsesto empolvado de las edades.

 

Oráculo en ruinas de quienes intentaron

perpetuarse en la memoria de otros hombres.

 

Yo no pretendo más eternidad

que ser la lumbre de tu espíritu inflamado

y un rostro incandescente en tu mirada.

 

En intento enajenado para derrotar al olvido,

anhelo ferviente tu semilla impregnada en mí.

 

 

Constantino

 

Vaciados de tu paso de animal migrante

los caminos, destinos enlutados, asideros

de la memoria en la que por siempre habitas;

los hogares, leños marchitos, pervivencia

del Alma incrustada en mi costado;

los relojes, crueldad del invencible Cronos,

cicatrices en la piel desgarrada del solo.

Ellos son testigos inmóviles de tu existencia.

 

Vientre impregnado, transgresión de mortales

tentando a las furias de lo efímero,

¡llévate una parte de mi existencia

en tu gruta de vida iluminada!

 

 

El trovador

 

El muelle de la espera ha perdido

el nombre de las aguas que lo bañan.

 

En un recodo del tiempo supo

del mar de Odiseo y su ansia de regreso

al vientre encendido que del mismo

que se fue espera su vuelta en vano.

 

En el presente inasible de los mares

ha sido testigo del encuentro sin tregua

anhelado por las almas extraviadas

en las encrespadas aguas de las premoniciones.

 

Los mares perviven en cruenta lucha contra el tiempo

que nos acecha feroz al otro lado del imperturbable olvido.

 
La bruma solitaria acaricia al muelle de la despedida.

 

 

De Cánticos para Oriana (2003)


domingo, noviembre 14, 2021

A media asta


 

En 2021, hasta noviembre, en las cárceles de Ecuador,

324 personas privadas de libertad han muerto violentamente.

.

 

Etiquetados del mal, son cadáveres que deambulan

a la espera del acta violenta de su defunción

en esa tumba donde habitan sin exequias ni piedad.

 

La patria está de duelo por los vástagos de su propio horror:

los expulsados del hogar y de las iglesias; los que blandieron

el arma culpable del pesar de otros; los desahuciados del mundo,

los que reciben el escupitajo del biempensante y la caricia

del alma estrujada de la madre; los parias sin sentencia

en ese infiernillo de esperanzas ciegas; los que robaron para saciar

el hambre de sus hijos y los rebeldes; los desechables de la vida, 

los del rostro culpable que nos hace creer que somos inocentes.

 

¡Cómo no llorar aquellas muertes enterradas

en nuestros corazones muertos! ¡Cómo no llorarnos!


domingo, octubre 24, 2021

Liturgia de poesía, vida y fe

           


«¿Qué es la poesía / sino un estado de gracia?»[1], se interroga la voz del poeta y nos entrega la imagen de Adán, en el gesto de aquel que emerge al mundo, en el fresco celestial de la Capilla Sixtina, y del que, en ese nacimiento, del cuerpo frágil y fugaz, está tocando la gracia divina y se vuelve inmortal en la eternidad del arte. Ese estado de gracia se sostiene en la mirada del mundo y sus cosas sencillas, en la contemplación de la naturaleza como la obra de Dios, en la aceptación del ser finito y trascendente a la vez; en la escritura poética como don y ofrenda: «…lo mejor de la vida / lo iluminó / un estado de gracia / que emergía de nuestra propia NADA»[2]. Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es liturgia de la poesía, celebración de la vida y de la fe de su autor. Un poemario para meditar sobre el arte, la finitud del cuerpo y la trascendencia del espíritu.

            El libro se abre con la «Poética 1», cuya voz lírica interpela el sentido de lo fugaz y de lo eterno a partir de imágenes de lo natural cotidiano como el gusano y la mariposa, la estrella y la luciérnaga. El poema trabaja la paradoja de la existencia de la fugacidad y lo eterno en la naturaleza misma que envuelve la existencia humana: «Fugaces las palabras, pero también eternas, / Eterno el vuelo de la gloria y, sin embargo, efímero»[3]. Así, la fuente de Narciso se empaña un instante por la muerte, que es eterna, y el aleteo de la mariposa, que es fugaz, condensa en su vuelo el sentido de toda una vida. El poemario es una liturgia de la poesía atravesada por la memoria que perdura en la palabra de quien es efímero en el tiempo y en la noción paradójica del ser eterno y fugaz.

            Hay un verso en esta sección que es el testimonio de la eternidad del amor del hijo en el tiempo finito de la existencia física de la madre: «la imagen de la madre vuelve siempre, no importan ni los años, ni la muerte»[4]. La línea poética, de intenso lirismo, nos lleva a los dolidos versos de «Fragmento del libro de la madre» (2005), elegía que comienza con una imagen que da cuenta de la intensidad de la pena: «La vida, madre, como una espada / me ha partido en dos» y, termina, en el abrazo dolido del hijo y la madre que se enfrentan a la separación definitiva: «Porque la vida en este golpe, madre, / nos ha cortado, en dos, como una espada»[5]. Esta permanencia de la madre en la vida del poeta se halla también en el «Introito», de la Misa, en donde su presencia es fuente de gratitud y espacio en el que cabe el transcurrir del hijo: «Ana, tres letras, apenas, / y todo un universo vivo en ellas»[6].      

            Estamos, asimismo, ante un libro que celebra la vida del ser humano, pletórica de arte, en el tiempo de su ocaso y expone la condición precaria del cuerpo frente a su propia fragilidad. En «Gripe», los síntomas convierten al cuerpo en un amasijo de carne en indefensión; la metamorfosis que ocasiona la fiebre lleva al cuerpo a un estado de postración en el que la condición humana parece devenir monstruoso insecto vapuleado por el peso de la existencia:

 

Larvado, orugado, envuelto en mi propia fiebre y mis pequeños

dolores absurdos,

siento que viene la metamorfosis, llega:

nunca crisálida, mariposa jamás,

talvez solo transformación de la parentela de Gregorio Samsa.[7]

   

            No obstante, esa angustia que se concentra en los silencios nocturnos de un hospital, como un claroscuro de la vida misma, se transforma en esperanza con la claridad del día siguiente. Hay una reminiscencia romántica que, con nostalgia, expresa su fe en la vivacidad de la naturaleza. Los elementos de un mundo bucólico emergen de las sombras nocturnas e irrumpen en la urbe y el hospital, esa institución que democratiza el dolor y la enfermedad, para instaurar la esperanza vital: «Pero el amanecer se llena de sonidos de pájaros. / Llegadas son la luz y la armonía»[8].

            El arte atraviesa la vida del poeta. La danza es añorada desde la imposibilidad del cuerpo propio para desplazarse en el vuelo, la gracia y la fuerza del sublime movimiento de las bailarinas, de los bailarines; arte del cuerpo estilizado que provoca la admiración y la envidia retórica del poeta con su cuerpo sedentario a la espera del milagro de la belleza en movimiento:

 

Yo, tan terreno, mi Dios, tan afincado en este mundo

de polvo y de raíces, he sufrido el gozo

de estas envidias, como codicié la magia de Nureyev

y su princesa Aurora, la señora Fontayn,

como miraba boquiabierto

el aleteo de la inmortal Alicia Alonso

y me deleitaba con la menuda figura voladora

de Barishnikov en El Cascanueces.[9]

 

            Es también en el canto operático en donde sucede el milagro. Yo soy el humilde servidor del Genio creador. ¿Quién que anhela el arte no sacrifica su propia libertad en el ara de la creación artística? El poeta rememora la romanza de Adriana Lecouvreur —el hablante lírico nombra a Mirella Freni como intérprete— como punto de partida de la palabra poética que conjuga la música, el canto, la poesía y sus artistas: «seres fugaces / como todo lo humano / seres eternos, hacedores del arte»[10]. Y, asimismo, es la música la que todo lo llena con su belleza pura. En la búsqueda ansiosa del poeta de un concepto que defina el amor, aquel ensaya múltiples aproximaciones; una de ellas enlaza al amor con la música, creando un vínculo esencial: «Esa emoción que te inunda / y te quita la palabra, pero te llena de música por dentro»[11].

            Finalmente, la poesía de Dávila Vázquez es una conmemoración de la fe de su autor a través de la palabra poética, que es también la palabra profética que agradece la presencia de Dios en la vida y en la trascendencia del ser humano. La sección central del poemario, «Misa del cuerpo en el ocaso», nos remite al prefacio de La palabra, el silencio (2004), de cuyos poemas Jorge dijo: «Son un público acto de fe, y también un conjunto de mínimas plegarias y meditaciones»[12]. En dicho poemario, el poeta se entrega a Dios, en culto poético, desde un comienzo: «Señor: / No soy Moisés, / sin embargo / la zarza ardiente / aún crepita / en mi sangre»[13]. Recorre la vida de Jesús y nos ofrece unas imágenes de la pasión que terminan con el reconocimiento del sentido que tiene el santo sepulcro, esa tumba vacía que «es nuestro signo, / nuestra fe inconmovible / nuestra esperanza / de resucitar / también / con Él un día»[14]. Es, justamente, esta certeza de la fe, la que va a estar presente en la ceremonia del cuerpo, en decadencia física, confrontado con su final.

            La misa poética se abre con una invocación. El poeta presiente la cercanía inevitable del fin del cuerpo, la voz habla desde la aceptación de esta realidad que nos iguala a todos, con palabras que estremecen por el eco moral que generan en quien las lee: «Hay luz, todavía, es verdad, / pero ya nunca más ese esplendor de la mañana»[15]. El cuerpo y sus males físicos, la memoria del dolor y esa parte oscura de nosotros mismos que es inconfesable. Esta certeza de finitud demanda una estancia final de la palabra, una manera de meditar sobre la vida, de cara a la muerte: «¿Tendré la fuerza para entonar mi cántico, / quizás el último, antes de acogerme al silencio, / que me tienta y persigue, persigue y tienta, / desde hace tiempo?»[16]. Pero, el poeta cree en la trascendencia del ser humano, cree en la redención del espíritu luego de que la vida terrenal se haya consumado. Por eso, su voz se eleva en los versos finales del «Introito», como se elevaban las plegarias de los profetas atormentados:

 

Y en el todo y la nada,

en el sonido y el silencio,

revelándose sutil, perennemente,

Tú, mi Señor,

mi sostén en la caída,

mi secreta llama

en medio de las sombras… ¡Tú![17]

 

            En la liturgia, en el momento de aceptar nuestra condición de pecadores podemos reconocer que en el milagro de la cruz reside la redención del género humano. El poema «Confiteor» es un texto hermoso por la estremecedora verdad de sus versos. La palabra poética desnuda el alma del poeta contemplando la vida desde el ayer en un instante en que el cuerpo mira a la muerte en el mañana: «Confieso que he sido / siempre débil ante todo / lo hermoso». Confesión tremenda, en términos de la ortodoxia católica, que cuestiona el sentido mismo de la moral del catecismo y la vuelve ancilar de la estética, que descree de aquella. El poeta, además, reconoce lo que guarda, inconfesable, en sí mismo: «me atrincheré en silencios / duros e indomables, / de los que ya no lograré / salir jamás»[18]. Por eso, su fe en la redención lo lleva a invocar al Único capaz de perdonar esa condición de pecador que se confiesa, que se arrepiente, con humildad y recogimiento: «y tiéndeme tus brazos / para que no caiga en lo oscuro / sino me llene de la luz inmortal / en la hora última»[19].

            Pero en medio de la decadencia de la carne que clama por la piedad divina, existe un cántico a la naturaleza, lo humano y el arte en el «Gloria». Las pequeñas manifestaciones de la naturaleza: una flor, un arroyo, el trino de las aves; la sencillez de la vida del ser humano: su infancia y la esperanza; y en la belleza, que todo lo envuelve, del arte en sus variadas expresiones: las piedras del gótico, los frescos de Miguel Ángel, la música sacra, toda la música, siempre, la poesía mística y la letra del ingenio literario del mundo. Al final, el poeta glorifica a Dios en lo bello, ese concepto que encierra su condición de pecador y que, al mismo tiempo, lo redime, expandido en la plenitud del arte:

 

en todo cuanto habiendo sido

sueño, imaginación,

se encarnó en obra de arte. ¡Gloria a Ti, Señor,

Uno y Trino,

Tú, que iluminas

la mente y el corazón del hombre,

desde siempre

hasta siempre, Gloria![20]

 

            El poema es un cántico de gratitud del poeta que da en ofrenda su palabra, que alaba la obra del Creador y llega al éxtasis en el momento esencial de la fe, que es la consagración. Esta liturgia poética es una reafirmación de una fe que se ha construido en la belleza del arte, en la contemplación de la naturaleza, en la vivencia de las cosas sencillas del mundo y en los afectos del amor cotidiano. El poeta vislumbra al universo en su eternidad como el espacio infinito en donde se realiza el sacramento de la fe:

 

Cuando, desde la eternidad

se escucha la fórmula sagrada:

«¡Este es mi Cuerpo, mi Sangre es esta!»,

se estremecen las galaxias,

tiemblan los siglos

y, sin embargo, el milagro se repite

a cada instante y en los lugares

más remotos que imaginarse pueda.[21]

 

            Hacia el final de la liturgia, luego del sacrificio del cordero pascual, que en el poema es la ratificación de la inocencia que carga en sí la culpa del mundo para la redención de ese mismo mundo, nuevamente aparece el cuerpo cercado por la enfermedad, abrumado por su propia decadencia física, enfrentado a la única verdad sin atenuantes que es la muerte. Pero la fe en Dios es lo único que conduce a la trascendencia del espíritu. La belleza de lo tremendo, que es una de las posibilidades del arte, se magnifica en esta estrofa de «Ite, Missa Est» con la imagen del cuerpo desvaneciéndose, convirtiendo su llama en humo:

 

Y, lentamente, el cuerpo

se irá consumiendo como un cirio,

desaparecerá en el aire

como una nube de incienso,

como un puñado de sal en el mar,

como unas lágrimas

en medio del desierto.[22]

 

            Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es un testimonio de la perenne búsqueda de la poesía a través de la palabra, de la necesidad del poeta en decir lo suyo, a pesar de todo el arte que existe, a pesar de toda la poesía que ya nos ha sido revelada: «¿Para qué escribir si todo ya está dicho: / en tu presencia, en tu ausencia, / tu palabra y también, dolorosamente, tu silencio»[23]. El poeta no se resigna a la mudez e interpela a la poesía y a las posibilidades del verbo, a las bellas resonancias de esa palabra que, en este poemario, ha sido consagración, plegaria, instante fugaz del poema en la eternidad de la poesía.



[1] Jorge Dávila Vázquez, Misa del cuerpo (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2021), 113.

[2] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 125.

[3] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 28.

[4] Dávila Vázquez, Misa…, 29.

[5] Jorge Dávila Vázquez, Río de la memoria (Cuenca: Sínsula Editores, 2005), 97 y 101.

[6] Dávila Vázquez, Misa…, 82.

[7] Dávila Vázquez, Misa…, 37.

[8] Dávila Vázquez, Misa…, 39.

[9] Dávila Vázquez, Misa…, 48.

[10] Dávila Vázquez, Misa…, 73.

[11] Dávila Vázquez, Misa…, 61.

[12] Jorge Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», en Temblor de la palabra. Antología poética (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2009), 279.

[13] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 281.

[14] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 309.

[15] Dávila Vázquez, Misa…, 81.

[16] Dávila Vázquez, Misa…, 79.

[17] Dávila Vázquez, Misa…, 84.

[18] Dávila Vázquez, Misa…, 86.

[19] Dávila Vázquez, Misa…, 87.

[20] Dávila Vázquez, Misa…, 93.

[21] Dávila Vázquez, Misa…, 104.

[22] Dávila Vázquez, Misa…, 109.

[23] Dávila Vázquez, Misa…, 71.