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| Mushu, Quito, 15 de agosto de 2011 - Guayaquil, 6 de noviembre de 2025. |
Aún te veo deambular como una calesita enloquecida por toda la casa, aunque ya no estés. Repites tus recorridos sin tregua alrededor de la tertulia familiar, del ágape de la amistad, del horno donde se cuecen los alimentos y sus afectos. Le has dado catorce vueltas al mundo y tu lengüita sedienta es un corazón de perro que se te escapa por la boca. Te estrellas contra las paredes blancas, contra las patas de las sillas, contra los libros que están a ras del suelo; te chocas con el recuerdo de la luz en presente de sombras. Las tinieblas y el silencio a tu alrededor te envuelven en el universo único del día de tu existencia. Tus ojos son canicas extraviadas en la noche perpetua; el silencio te susurra en las orejas tristes como caracol reseco, lejano del mar. No quiero hablar más de aquello que es el deterioro del cuerpo por pudor y por el miedo de imaginarme que a todos habrá de sucedernos en el constante camino hacia la muerte que es nuestra existencia. No quiero detallar cada dolencia tuya. Quiero recordarte con tus ojos saltones e iluminados, con el rabo de molinete revolviendo la felicidad en el destello del instante, con el júbilo de tus cabriolas alrededor de Aengus —que yace eterno bajo la tierra de Puembo—, con el trotecillo elegante de tu paso sobre el mundo, con la oda a la alegría de existir de tus ladridos exaltados. Rememorar nuestras caminatas nocturnas sobre el adoquín desolado del barrio, durante la pandemia; el breve rincón donde te ovillabas en la cama matrimonial y tu compañía diaria desde mi sillón de lectura que era tuyo. Y si bien los recuerdos desafían la finitud de todo lo que existe, hoy solo quiero llorarte porque ya no eres tú, aunque seas la memoria que tengo de ti. ¿Qué dios me alimentó con el fruto del Árbol de la Sabiduría y me dio el poder para decidir el último latido de tu pecho? Vomito el fruto que encierra el veneno del poder de los dioses y me consuelo con la verdad sin remedio: es sabido que toda vida existe con su muerte a cuestas. Esta oración ante tus cenizas, señor Mushu —dragoncito de la alegría, felpudo de pelaje feliz, tarantantán canino sobre la sabana verdecida del jardín—, es la piadosa persistencia de la única eternidad posible: la plegaria del día en que respiramos. Esta escritura oficia el réquiem que acompaña a mi llanto y a mi duelo; es un adiós inevitable por la condición implacable de la naturaleza; pero, también, es la ilusión de la vida que perdura en la evocación del ser que hemos amado.


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