José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, diciembre 25, 2023

Noticia de un secuestro a través de X-Tuiter

           

Colin Armstrong y su pareja Katherine Paola Santos fueron secuestrados la madrugada del 16 de diciembre de 2023. (Captura de pantalla de la cuenta de Tik Tok @kathpaosant)

El 16 de diciembre, a las dos y cuarenta y cinco de la madrugada, Colin Armstrong fue secuestrado junto a su pareja sentimental Katherine Paola Santos mientras ambos pernoctaban en la hacienda Rodeo Grande del empresario, ubicada en el cantón Baba, en la provincia de Los Ríos. Según informaciones de prensa, los secuestrados fueron embarcados en el BMW negro de Armstrong, de 78 años, que es socio fundador de Agripac, una de las más grandes empresas de suministros agrícolas del país, y que fue cónsul honorario del Reino Unido. Como era de esperarse, la noticia del secuestro se volvió tendencia en X-Tuiter y, al comienzo, los comentarios de los usuarios expresaron su solidaridad con el secuestrado y su familia, culpando de lo sucedido a la violencia del crimen organizado que se vive en el país y a la poca eficacia de la acción gubernamental contra esta.

            En la tarde del ese día, Katherine Santos llegó a la casa del hijo del empresario, en la urbanización Castelago, en el cantón Samborondón, en la provincia del Guayas, con un cinturón de explosivos que, luego de la intervención de la policía, se determinó que era falso. Ese mismo día, empezó a circular la información de que Katherine Santos era una mujer trans de origen colombiano. Un usuario, identificado solo con alias, posteó una foto de la pareja en pantalón de baño y escribió con pésima redacción: «Dicen que la novia de Colin Armstrong la tienes grande que él [sic], alguien puede confirmar si viene con palanca al piso ...???». En general, la cascada de comentarios transfóbicos y homofóbicos se desbordó. Un medio digital, sensacionalista y populachero, decidió masculinizar a Katherine Santos con su nombre de antes de su transición y señalar que «Alberto» —con quien Armstrong compartía desde meses atrás «la vida loca», según el mismo medio— era «investigado» bajo la sospecha de ser cómplice del secuestro.

            La noticia del secuestro se transformó en una pesquisa insana sobre la vida sexual del secuestrado. Por supuesto, hay una regla matemática entre anonimato y radicalidad del comentario: de las cuentas anónimas salieron los comentarios más vulgares, crueles y homofóbicos sobre el secuestrado y su pareja. De pronto, Colin Armstrong ya no era una víctima de secuestro sino un viejo pervertido que tenía bien merecido lo que le estaba pasando. Otro usuario, también identificado con alias, como sucede con las cuentas que distribuyen mensajes de odio, escribió lo que resume la tendencia en este sentido: «¡Qué vaina! Tener tanta plata para gastarla con una mujer con antena es una estupidez. Tenía pena con Colin Armstrong, pero con esta noticia, ya no me importa como lo encuentren».

            Línea por línea, el comentario es revelador de los prejuicios machistas y el odio transfóbico. En primer lugar, hay un alto componente de machismo en la formulación inicial pues el mensaje tácito es que la plata se ha hecho para «gastar en mujeres». En segundo, a partir de una cosificación de una mujer trans, a la que se le dice «mujer con antena», se concluye que una relación de pareja entre un hombre heterosexual y una mujer trans «es una estupidez». Una vez que la pareja ha sido cosificada y que el odio transfóbico ha catalogado la relación de pareja como algo estúpido, entonces, la conclusión es que ya no importa la vida de la víctima del secuestro, por lo tanto, el usuario concluye: «ya no me importa como lo encuentren». Vivo, muerto o malherido: ya no importa qué le suceda pues se trata de un tipo con plata que comete una estupidez al andar con una mujer trans. Un tuit antológico de la transfobia social.

            Además, no faltaron los comentarios que auguraban una invasión del Reino Unido para rescatar a su diplomático secuestrado ni tampoco el manido «la culpa es del correísmo». Obviamente, hubo comentarios solidarios de personas, esas sí, plenamente identificadas en la red, que recordaban, en todo momento, la calidad humana del secuestrado. Pero, la lectura de los comentarios transfóbicos, me recuerda que Umberto Eco se quedó corto al señalar que las redes sociales le han dado voz al idiota del barrio. Un medio como X-Tuiter, que permite el anonimato del emisor del mensaje, es decir, su irresponsabilidad ética y legal, ha posibilitado el posicionamiento de los discursos de odio, la normalización del lenguaje violento y, en términos políticos, ha permitido el ascenso de fascismo ideológico en nombre de la libertad.

            Gracias al trabajo de la Unidad anti-secuestro y extorsión, UNASE, de la Policía Nacional, Colin Armstrong fue rescatado en la vía a Rocafuerte, en la provincia de Manabí, el pasado 20 de diciembre. La policía capturó a nueve miembros de la banda de secuestradores y, hasta el momento, no se sabe si Katherine Paola Santos, la pareja de Armstrong es cómplice o víctima del secuestro. Aún falta por verse la sanción social que caerá en el círculo familiar y de amistad del secuestrado. Por lo pronto, los mensajes transfóbicos en X-Tuiter quedan como un testimonio más de lo peor que anida en el alma del ser humano.

lunes, diciembre 18, 2023

«Fiebre de carnaval», de Yuliana Ortiz: novela del gozo y la sensualidad

«El carnaval es la puerta abierta hacia el desvarío, la locura y la joda eterna. Como si alguien abriera una llave de farra que no solo nunca se cierra, sino que se rebosa, se sale de los baldes»[1], dice la voz narrativa de Fiebre de carnaval, la ópera prima de Yuliana Ortiz Ruano (Limones, Esmeraldas, 1992), que es una fascinante y conmovedora novela de escritura gozosa y sensual atravesada por la fiesta, la violencia patriarcal y el duelo. Justamente, en la presentación de la novela en la librería Tolstoi, de Quito, el 29 de octubre de 2022, Yuliana Ortiz, en diálogo con la crítica Alicia Ortega, habló de la energía cultural que subyace en el carnaval de Esmeraldas: «El carnaval es una fiesta en donde se puede ser plenamente negro».

Fiebre de carnaval se inscribe en una tradición que la hermana con Juyungo (1943), de Adalberto Ortiz (Esmeraldas, 1914-Guayaquil, 2003). Fiebre comparte con Juyungo el vitalismo que tienen la poesía, la música y el baile en la cultura del pueblo afroecuatoriano. Cada capítulo de Juyungo comienza con un texto de prosa poética titulado «Ojo y oído de la selva» y, por ejemplo, «La marimba de Cangá», el XIV, es uno que tiene el mismo sentido festivo que la novela de Yuliana Ortiz: «Tambor y más tambor, resonando con tanto afán. Bamboleo tras bamboleo. Mi sombrero grande, mi verejú. Que ya viene el diablo, mi verejú»[2]. En Fiebre, la música es intrínseca a la escritura y el baile es una vivencia del cuerpo en estado de liberación. En el espacio celebratorio de una cultura, Fiebre de carnaval es una novela que desde ya ha encontrado su espacio en la tradición literaria ecuatoriana y es un testimonio estético que impide el borramiento del pueblo negro en un país racista como el nuestro. Como dijo la autora en aquella presentación en la librería Tolstoi: «Para mí, lo primero es la consciencia de raza; el género viene después. Los cuerpos negros son públicos, fácilmente exotizables, erotizables».  

La voz narrativa de la novela se ubica a la altura de una niña de ocho años y así, mediante el artificio de la literatura, Yuliana Ortiz nos muestra el mundo afro-esmeraldeño a partir de esa perspectiva. A medida que avanza la novela, en una línea de tiempo que tiene como hecho histórico central el feriado bancario de 1999, asistimos al crecimiento de Ainhoa, la niña-narradora, y su toma de conciencia sobre aquel mundo: «Yo entiendo lo que pasa mi alrededor, pero aún no tengo todas las palabras en mi lengua, por eso hablo en voz alta […]» (109). El tono memorioso de  la niña que narra construye y muestra una comunidad familiar signada por la sororidad: las mamis y las ñañas expresan ese ser-mujer-afro confrontado desde lo cotidiano con la violencia de la estructura patriarcal cuya más cercana expresión es el ritual del enamoramiento que busca la posesión, según el consejo de la ñaña Rita: «[…] hay que cuidarse siempre del amor de los hombres, mija, un hombre enamorado es capaz de hacer cualquier cosa, desde escribir desvaríos cojudos, gritar, amenazar, vigilar… Dios no quiera, mija, Dios no quiera que un hombre se enamore de usted» (39).

Ainhoa nos cuenta la historia de una familia patriarcal con episodios de cruda violencia y represión de la sensualidad de las mujeres de la casa. Ainhoa está explorando siempre lo que no entiende, tentando el límite de lo prohibido y, desde el árbol de guayaba, que es un lugar seguro, ella contempla con lucidez el mundo extraño de los adultos: «Los árboles son los únicos en esta casa que entienden mi desvarío». (111). «Vasenilla», así nombrado con privilegio del habla popular, es un capítulo estremecedor: Ainhoa cuenta, mediante un relato sugerente y doloroso, que es violada por su abuelo Chelo: la lengua literaria habla de lo indecible: «[…] un viejo borracho que sostiene un fierro oxidado, y unos ojos pequeños buscando sin saber para dónde correr. Un viejo borracho que se despapisa para convertirse en una sombra que te hace temblar de manera involuntaria» (103).

La envolvente narración del capítulo “Fiebre” es una suerte de introspección-fluir-de-conciencia que nos permite entender la fuerza irracional de la sexualidad que va apareciendo en Ainhoa y, al mismo tiempo, su entrar y salir del agua de la piscina es un indicio premonitorio de la manera como Ainhoa entiende su liberación: «Recupero el aire pronto, subo hasta el trampolín y me sumerjo otra vez en el vientre clorado que me regresa a la vida» (124). «Sabrosura», que sigue a continuación, habla de un personaje del mismo nombre que ha bautizado a Esmeraldas como «la república independiente del sabor» (128) y en él, Ainhoa nos descubre también la erotización del cuerpo en el carnaval: «La gente del barrio se moja en las veredas bailando durísimo, meneando culos y caderas como si ellos dominaran el camino de la vida, como si los culos y caderas sostuvieran al mundo. ¿O es que las caderas y los culos sostienen ese mundo esmeraldeño de salsa, locura y desvarío carnavalero?» (127). Lo que le toca ver a Ainhoa, en medio del desenfreno carnavalesco, se muestra de manera cruda y se prolonga hasta el siguiente capítulo en el que la niña encuentra refugio, protección y ternura en el abrazo de sus padres ebrios: «Terminaba de latir al fin el carnaval» (146).

Fiebre de carnaval, de Yuliana Ortiz Ruano, es una novela que tiene un lugar propio en la tradición de Juyungo, su lenguaje se expresa con una crudeza sin concesiones y, al mismo tiempo, con una estremecedora belleza poética; una escritura vertiginosa como la música que rompe el silencio de la dominación y una lectura que nos sumerge tanto en el dolor de una niña agobiada por la crueldad de un mundo patriarcal y violento como en el gozo y la sensualidad del carnaval esmeraldeño.



[1] Yuliana Ortiz Ruano, Fiebre de carnaval (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2022), 133. El número junto a la cita indica la página en esta edición. En enero de este año, Yuliana Ortiz recibió, por Fiebre de carnaval, el Premio IESS para la primera novela de latinoamericanos menores de 35 años, otorgado por la IILA, Organización Internacional Italo-Latina Americana, Energheia – Associazione Culturale Matera, Edizioni SUR y Scuola del Libro. Asimismo, en diciembre, le fue otorgado el Premio Joaquín Gallegos Lara a la mejor novela publicada en el año.

[2] Adalberto Ortiz, Juyungo [1943] (La Habana: Casa de las Américas, 1987), 267.


lunes, diciembre 11, 2023

Arte y política: la izquierda existe

Los tintes políticos del concierto de Roger Waters en Quito, según Primicias.

           
El concierto de Roger Waters, en Quito, produjo el renacimiento de un antiguo debate que tiene relación con el arte, la gente que lo produce y su activismo u opiniones políticas. Durante el concierto, según las noticias, Waters exhibió varias consignas que irritaron a los activistas culturales de derecha: de resistencia al neofascismo y al capitalismo y a la política imperial de Bush, Trump y Obama, de solidaridad con el pueblo palestino, de exigencia a Chevron para que pague la reparación del daño que causó en la Amazonía, entre otras. Además, Waters abrió su concierto con una declaración provocadora:
«Si eres de los que dicen: “Me encanta Pink Floyd, pero no soporto la política de Roger”, harías bien en irte a la mierda e ir al bar en este momento». Resulta que, en la disputa cultural, a los artistas que tienen posiciones políticas e ideológicas de izquierda siempre les toca justificar, no solo su arte sino su éxito comercial, si lo tienen, y la contradicción existencial de vivir en un sistema al que critican.

            Es indiscutible la valía artística de Waters y Pink Floyd en la música popular de finales de siglo veinte. Tampoco se discute el lugar que tienen en el mundo del arte Picasso o Guayasamín. Es por todos reconocida la calidad de la literatura de García Márquez, Cortázar o Almudena Grandes; o la de cantantes como Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa o Mon Laferte. Todo artista, en general, cuando aborda el tema social es crítico de la realidad; lo fueron Goya y Dickens. A veces, su arte pone en evidencia situaciones de injusticia social inherentes al sistema económico, critica prejuicios que conforman la ideología dominante o trabaja con motivos políticos que subvierten el orden establecido. Otras, el propio artista se convierte en un activista de causas que confrontan al sistema. En ambos casos, el aparato mediático del sistema, armado con la ideología dominante, le señala al artista de izquierda su politización, como una suerte de advertencia —Atención: lo que dice este artista puede herir la susceptibilidad ideológica del consumidor— y, condescendiente, le admite sus devaneos siempre y cuando su arte sea exitoso, lo que, como en una banda sin fin, genera la crítica hacia el mismo artista.

            Desde siempre, se le ha criticado al artista de izquierda su cotidianidad: si es socialista, se dice hoy día, por qué tiene casa y carro, bebe vino o usa iPhone, por poner ejemplos simples. Por supuesto, se confunde el acceso a bienes de consumo de una persona, en mayor o menor medida, con la propiedad de medios de producción y se busca confundir a un artista, exitoso en términos económicos, con el burgués propietario de un banco. Para el sistema, el artista de izquierda tendría que vivir en condiciones materiales de pobreza que es, justamente, la manera de privar al artista de las condiciones materiales para producir arte con libertad. Parecería que, quienes critican al Waters activista, quisieran que su concierto se diera en un pequeño teatro, con cien personas y que las entradas costasen entre uno y cinco dólares, y que, nunca, nunca se hubiera abrazado con el dirigente indígena Leonidas Iza.

            En lo personal, aprecio el arte y la literatura, independientemente de la posición política o ideológica del artista. Lo mismo disfruto a Waters y a McCartney, o a Neruda y a Borges, para citar solo dos ejemplos. Asimismo, creo que el arte devela la condición humana y el artista, en términos generales, es crítico de las injusticias de una sociedad. Lo que me parece deleznable es que a la gente que hace arte y tiene una ideología política de izquierda casi que se la obligue a justificar su forma de ser en la vida y las condiciones de producción de su propio arte. Obviamente, se puede disentir de la opinión política de un artista y entender que el ser humano vive en la paradoja: analizar lo que Waters opina sobre diversos conflictos es un ejemplo de aquello. Lo que existe detrás de esas exigencias es el afán de evitar la crítica social que se da en el arte y la literatura y el objetivo de silenciar al artista que incluye su voz en el coro de voces de quienes reclaman un orden social más justo y solidario. En síntesis, lo que a los críticos culturales de derecha les molesta es que los artistas de izquierda existan.