José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 31, 2022

Oficio de solos

De mi archivo: esta reflexión sobre la soledad que acompaña al oficio de escribir apareció en noviembre de 2005, en la revista Soho.

 


            Walker Percy contó que en 1976 recibió la visita de una anciana que le pedía que leyera una novela escrita a principios de los 60 por su finado hijo. Percy, obviamente, quería eludir tamaña tarea pero la perseverancia de la señora fue tal que terminó aceptándola; la aceptó con la esperanza de que la novela fuera lo suficientemente mala como para leer algunas páginas y dar por cumplido el compromiso. Cuenta que a medida que leía, la novela lo fue ganando; había resultado excepcionalmente buena. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, fue publicada en 1980. Thelma D. Toole, la anciana madre del escritor que se suicidó en 1969 pensando que era un escritor fracasado, abrumado por la soledad, recibió en nombre de su hijo el premio Pulitzer por una novela que hoy es indispensable en la literatura norteamericana.

            La soledad de cierto tipo de escritores es de orden existencial tal vez porque el oficio así lo exige y quizás por eso los encuentros de escritores sean un despropósito en el sentido de que se trata de una congregación de soledades. La soledad, en primer lugar, es un imperativo para escribir; esto que parece obvio implica una condición patológicamente antisocial del escritor y que puede empezar por el desafecto a la propia estructura familiar. Se puede, sin embargo, ser un hombre de intensa vida social como lo fue Truman Capote pero en ese ámbito el escritor se encuentra perdido aunque lo disfrute. Capote que tocó el cielo del éxito de público con A sangre fría en 1965 no volvió a escribir nada de la misma calidad literaria hasta su muerte en 1984, consumido por el alcohol y las drogas. Y es que el éxito lo llevó a ser parte de los ricos y famosos, y en ese conglomerado bullicioso mató el silencio y la soledad necesarios para la escritura.

En segundo lugar, la soledad es la consecuencia de cierto ensimismamiento de los escritores debido a un minucioso proceso de interiorización del mundo que los enfrenta al vertiginoso tiempo exterior. Arthur Rimbaud escribió toda su obra antes de cumplir los veinte años. Rimbaud, que decía «Yo soy otro», se dedicó a escupir al mundo y, al hacerlo, se escupía a sí mismo consumiéndose en la rabia del solo. Quizá sintió que el mundo que lo rodeaba era demasiado amargo como para seguir rumiándolo hacia adentro y abandonó la escritura; prefirió irse al África, dedicarse al tráfico de armas y morir en Marsella, en 1891, después de que su pierna derecha le fuera amputada.

Franz Kafka, que le pidió a su amigo y albacea Max Brod que quemara toda su obra literaria inédita, escribió «Un artista del hambre». En este cuento, Kafka desarrolla la metáfora por excelencia del artista solitario: incomprendido en su arte por el empresario del espectáculo a quien sólo le interesa ganar dinero, incomprendido por el público que sospecha que el artista hace trampa, y que muere olvidado y confundido entre la paja de la jaula en donde ha permanecido ayunando, solo, en la tarea de perfeccionar su arte hasta morir.


lunes, marzo 22, 2021

El oficio de escribir y la profesión literaria


El 23 de octubre de 2020, para la inauguración de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de las Artes, de Guayaquil, dicté la lección inaugural de dicho programa. En el número 167, de marzo de 2021, Agulha. Revista de Cultura ha publicado la lección íntegra. Aquí están los párrafos introductorios de la lección. Al final, ustedes pueden acceder al enlace donde se ofrece la publicación en su totalidad.

            Imaginemos que somos transeúntes de la única calle del barrio de Las Peñas, en Guayaquil; ese empedrado ancestral que recorre las faldas del cerro Santa Ana, aquel cerro cabeza de iguana que se zambulle en las aguas mansas de la ría. Imaginemos que, de adentro de una colorida casa de artista, emerge el runrún de una bohemia que es todas las bohemias como si entre las piedras del piso del recibidor de aquella, y no en la vieja casa de la calle Garay de Buenos Aires, se encontrara el verdadero Aleph, a despecho de Carlos Argentino Daneri: «¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?»[1]. Imaginemos que estamos en la entrada del barrio, frente al mosaico de azulejos con el retrato del poeta que da nombre a la calle, y leemos:

 

Homenaje de la Junta Cívica de Guayaquil

NUMA POMPILIO LLONA

                        Nació marzo 5 1832 Guayaquil

                                               Murió abril 4 1907 Guayaquil

Patriota e inspirado poeta. Escribió y publicó en español y francés, dramas, cuentos y novelas. Nos representó con singular lucimiento en el Exterior. Obtuvo en París su título de médico, pero su vida Fue por otros caminos, como la Diplomacia y las Letras. Personaje lleno de nobleza y simpatía, su muerte fue muy sentida.[2]

 

            Ahora, imaginemos que es octubre de 1905: estamos leyendo La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades y, gracias al artículo «Homenaje y protesta» nos enteramos de que el Congreso acaba de otorgar una pensión vitalicia a la poeta Dolores Sucre y al poeta Numa Pompilio Llona. En dicho artículo se recuerda que, en julio de 1903, ya se pidió el otorgamiento de la pensión para este último: «Escritores ecuatorianos, hagamos una liga de confraternidad literaria y pidamos en coro á los legisladores de 1903 la jubilación de Llona, el decano de nuestros literatos». También se reclama por la suspensión del homenaje a Dolores Sucre, que debía dársele ese octubre en Guayaquil. La autora del artículo, Zoila Ugarte de Landívar, reflexiona: «La vida de estos dos grandes poetas ha sido llena de amarguras; soñadores sempiternos de lo bello, siguiendo la senda luminosa, áspera y difícil de la literatura; inquebrantables en su empeño, llegaron al fin á la cumbre de la gloria, rodeados del prestigio del genio»[3].

            Más de cien años después, en esa senda luminosa, áspera y difícil continuamos caminando quienes nos dedicamos al oficio de escribir: todavía se mezquina desde las diversas instancias del Estado, a nivel nacional o local, el reconocimiento en términos económicos, no solo al oficio de escribir sino también a la profesión literaria. Y, más que nunca, existe la urgencia de formular e institucionalizar una política pública dirigida a fortalecer la producción editorial y la creación de públicos, a reconocer profesionalmente el trabajo de quienes escriben y, en general, a crear mejores condiciones para el desarrollo de la creación literaria y, por ende, de la industria del libro.

            Las pobrezas y dificultades de los oficiantes de la palabra son de vieja data, si no que lo diga don Miguel de Cervantes, quien, diecinueve días antes de morir, ingresó a la Venerable Orden Tercera de San Francisco, con lo que ahorró a los suyos los gastos de su entierro. El licenciado Márquez Torres, en el texto de aprobación de la segunda parte del Quijote, cuenta que el embajador de Francia y su séquito visitaron al obispo de Toledo y luego de alabar la obra literaria de Cervantes preguntaron por este: «Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: “¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?”»[4].

            Y tanto España no lo tenía ni rico ni sustentado del erario que, en la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, firmada el 19 de abril de 1616, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, esta te escribo», todavía agradecía a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, por la generosidad de su mecenazgo: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […] Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos»[5]. El 23 de abril, al día siguiente de su muerte por diabetes e hidropesía, fue enterrado vestido con el tosco sayal de la orden en el convento de las Trinitarias Descalzas ubicado en la que hoy, por ironía municipal, se llama calle de Lope de Vega. Solo cuatrocientos años después, desde abril de 2016, la gente puede visitar la tumba de Cervantes que, luego del descubrimiento, en 2015, de los que se suponen son sus restos, ha sido instalada en la iglesia de San Ildefonso del convento.

            ¿Qué nos queda pensar del oficio de escribir si del más grande de sus oficiantes en lengua castellana apenas si sabemos dónde fue enterrado y, a pesar de las investigaciones de la tecnología contemporánea, no estamos seguros de que los restos que los turistas visitan sean en realidad sus verdaderos restos? Nos queda, claro está, la lectura del Quijote, el libro central de nuestro canon; nos queda el personaje vivo, a pesar de su muerte, que es el Quijote y también Sancho Panza, su escudero, ansioso de vida pastoril como un pretexto para derrotar a la muerte inevitable de su amo; nos queda reconocer en la imaginación, los desvaríos y la filosofía del Quijote la existencia de un lenguaje literario que nos legó las claves para la escritura de la novela contemporánea imbricada en la tradición de la lengua española. Nos queda, más allá de los huesos de Cervantes y la memoria de su pobreza, la gran aventura de la lengua literaria que es el Quijote.

 

Ir al texto íntegro 



[1] Jorge Luis Borges, El Aleph (Madrid: Alianza Editorial, 1996), 174.

[2] Este mosaico, pintado sobre veinticuatro azulejos, está instalado en la parte superior de la pared de la planta baja de la casa de la entrada al barrio de Las Peñas, en Guayaquil. El mosaico lleva la firma de Carlos López y está fechado en julio de 1973.

[3] Zoila Ugarte de Landívar, «Homenaje y protesta», en La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades, No. 6 (1905): 178-179.

[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (Madrid: Real Academia Española, 2004), 540.

[5] Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (Madrid: Real Academia Española, 2017), 11.


martes, septiembre 08, 2020

La profesión de leer y escribir

       

Juan León Mera reclamó para la profesión de leer y escribir: «Solo entre nosotros se echan a volar ideas tan estrambóticas: solo entre nosotros se quiere que se escriba y se lea en balde». Escritorio de Juan León Mera, en la Quinta Mera, en Atocha, Ambato. (Foto Raúl Vallejo, 2009)

            Si yo fuera médico este artículo sería innecesario por absurdo. A nadie se le ocurriría ir a mi consultorio o llamarme para que atienda a un enfermo en su casa y que yo no cobrase mis honorarios. Asimismo, si yo fuera electricista o plomero, el pago por mis servicios no estaría en discusión. Pero resulta que soy escritor y la mayoría de las instituciones, públicas o privadas, que requieren mis servicios pretenden que yo trabaje gratis. Es una verdad de Perogrullo, pero, en Ecuador, hay que repetirla: dictar una conferencia, participar en un coloquio, entrevistar a otra persona, presentar un libro, publicar un texto de ficción o no ficción, corregir un texto de ficción o un trabajo académico, etc., son actividades profesionales de quien tiene por oficio la lectura y la escritura y deben ser remuneradas igual que cualquier otro trabajo profesional. Asimismo, el fomento de la profesión literaria implica que esta sea considerada como una actividad económica incipiente y que requiere de decididos apoyos del Estado, al igual que lo han tenido ensambladores de carros o de línea blanca o camaroneros.

            En estos meses de cuarentena, me contactó un docente universitario para que dictara una conferencia virtual a un centenar de estudiantes sobre la escritura académica, a partir de mi Manual de escritura académica. Me prometía la presencia de las autoridades del claustro durante mi charla. Cuando llegamos al tema del pago por mis servicios profesionales, me dijo que tenía que consultarlo con las autoridades. «Es que tú conoces bien el tema y no te cuesta nada prepararlo», me dijo para convencerme de que trabajara gratis. Imagínense que yo le hubiese dicho lo mismo al técnico que arregló el horno de la cocina de mi casa. También me han contactado otras instituciones para pedirme charlas de capacitación a docentes, sin paga, pero, para ejemplo, basta una perla. Justamente, uno de los campos más amplios de trabajo para quienes escribimos es la actualización de las y los docentes de Lengua y Literatura: de contenido y de nuevas metodologías de enseñanza. Para organizar los cursos de actualización, los ministerios de Educación y Cultura deberían dotar de presupuesto, de ejecución descentralizada, a las instituciones educativas. Así, quienes escriben, en un futuro, no tendrían que esperar, como yo todavía estoy esperando, la respuesta de las autoridades de una institución para saber si le pagan o no por un trabajo profesional.

            También están los proyectos sin ánimo de lucro. En tales proyectos cobran: quien coordina, quien es asistente y todas las personas que llevan adelante el proyecto. Todos cobran un salario, excepto la persona que escribe y que es invitada a participar en alguna actividad del proyecto: una charla o un taller, por ejemplo. Está bien que sean sin ánimo de lucro, pero quienes escribimos no tenemos ánimo de pérdida: las horas que uno ha dedicado a leer y a escribir son un tiempo que debe ser pagado. Durante la pandemia, uno de los sectores damnificados ha sido el sector editorial y, dentro de él, quienes escribimos, los más perjudicados: es decir, quienes producimos la materia sustancial de la industria del libro. Y, sin embargo, se sigue cobrando IVA a los Derechos autorales y, junto a los premios literarios —que son un ingreso esporádico y, relativamente, bajo, de quienes escribimos—, continúan pagando impuesto a la renta. El costo del correo por enviar un libro a una persona amiga es más caro que el libro mismo. Y, vale la pena aclararlo, el carpintero no acepta ni mis novelas ni mis poemarios como parte de pago del anaquel para mis libros. ¡Ah, y la librería tampoco me da descuentos!

           

«Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito». Alcoba de Antonio Machado, en la Casa Museo, en Segovia. Esta casa fue la pensión donde vivió el poeta entre 1919 y 1932. (Foto Raúl Vallejo, 2019)

«Es importante para ti, como escritora o escritor, que dictes-la-conferencia y/o participes-en-el-evento [gratis] porque así promovemos tu obra». Este es el más perverso de todos los enunciados para explotar a quienes escribimos. El restaurante que recién se inaugura no les sirve gratis la comida a las y los poetas que acuden a cenar por el hecho de ser poetas. Si el Ministerio de Cultura recuperara la política del antiguo SINAB —cuyo cierre fue un error enorme de política pública— de adquirir un número de ejemplares de los libros que se editan para destinarlos a las bibliotecas del país, si promoviera los diálogos de quienes escriben con su público en dichas bibliotecas y, por supuesto, les pagaran a escritoras y escritores para que participen en ellos, habría la posibilidad cierta de crear un público lector y, en general, de promover la industria del libro. Pero, entiéndase, no es un favor que nos hacen a quienes ejercemos el oficio de la escritura; como dijera Machado: «Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago»[1].

            Para concluir, otra vez Perogrullo: Las instituciones públicas y privadas, los gobiernos autónomos descentralizados, universidades, colegios y escuelas, editoriales y librerías, deberían presupuestar el pago a escritoras y escritores por su trabajo intelectual en todos los actos culturales que organicen: conferencias, recitales poéticos, coloquios, ferias de libro, etc. Ya en el siglo XIX, Juan León Mera reclamaba el reconocimiento profesional para el oficio de escribir: «¡Qué! ¿vivir del producto de la más noble de las ocupaciones, de la ocupación de la inteligencia y de la pluma, es menos digno que vivir del arado y de la azada? Solo entre nosotros se echan a volar ideas tan estrambóticas: solo entre nosotros se quiere que se escriba y se lea en balde»[2]. Estamos en pleno siglo XXI y aún debemos seguir reclamando lo mismo: ¡el pago de honorarios para quienes ejercemos la profesión de leer y escribir![3]  



[1] Antonio Machado, «Retrato», en Antología poética (Barcelona: Salvat Editores S.A., 1970), 74.

[2] Juan León Mera, «Ajuste de cuentas liberales a El Globo», en El Semanario Popular (Quito: Imprenta de Bolívar, 1889), 141; citado por Xavier Michelena, «Estudio introductorio», en Juan León Mera, Antología esencial (Quito: Banco Central del Ecuador / Ediciones Abya Yala, 1994), xix.

[3] Este artículo puede ser reproducido, total o parcialmente, siempre que se solicite autorización al autor y se cite su fuente: Vallejo, Raúl. «La profesión de leer y escribir». Acoso textual (blog). 8 de septiembre de 2020.