José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, noviembre 27, 2023

«Platero y nosotros»: un montaje cargado de emoción poética

Platero y nosotros, en Estudio Paulsen: al centro, Juan (Benjamín Cortés). De izq. a der: Hannoi Mueckay, Daniel E. Ortega y Steff Alarcón. (Foto: R. Vallejo)

            «¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía»[1], dice la voz poética en la viñeta «El arroyo» de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, JRJ. Este clásico de prosa poética, publicado en 1914, ha inspirado el montaje de Platero y nosotros, bajo la dirección y de Lucho Mueckay, que desarrolló la dramaturgia, con la producción de Carlos Ycaza, de quien es la idea original.[2] El espectáculo está planteado como un juego de niños e invita desde el comienzo a que lo veamos como una estampa momentánea de la fantasía: así, los espectadores se sienten los niños y las niñas que juegan e imaginan lo que sucede en el escenario hasta que crecen y vuelven a ser los adultos que han asistido a una función teatral. Platero y nosotros es un espectáculo de teatro-danza y música en vivo que logra atrapar el espíritu lírico de la obra de JRJ con un montaje cargado de emoción poética.

Platero y yo es prosa poética exquisita y, como tal, lo que leemos es la voz del hablante lírico; al transformar ese texto poético en texto teatral, la dramaturgia adquiere la forma de un monólogo. Y, como la obra original está dividida en 138 capítulos-poemas breves, la selección que hizo Lucho Mueckay para construir la historia, que nos es contada a través de escenas cortas, fue un acierto. La obra teatral mantiene el tono elegiaco que evoca a Platero y la nostalgia por la infancia y el pueblo natal de los que está impregnada la obra de Juan Ramón Jiménez. Por supuesto, está el conocido comienzo: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro» (I, 11), En otra de las escenas que toca nuestro espíritu por su carácter simbólico, está el texto de «Pan»: «Te he dicho, Platero, que el lama de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno —¡oh sol moreno!— como la blanda corteza» (XXXVIII, 75)[3]. Y, por supuesto, ese final cargado de «Nostalgia», como el título del capítulo, que se repite como un estribillo: «Platero, tú nos ves, ¿verdad?» (CXXXIII, 236).  

Platero y nosotros se sostiene, básicamente, en el monólogo del personaje de Juan (Ramón Jiménez), interpretado, de manera conmovedora y profunda, por un Benjamín Cortés que marca el ritmo emocional de la obra. Él nos invita al juego de la imaginación y, por tanto, a ver y sentir a Platero andando por el pueblo de Moguer, queriendo entrar a la escuela y al bar, asustado por los toros sueltos, maravillado durante la contemplación del cielo nocturno. Cortés consigue que ese burrito imaginario esté con nosotros durante los recorridos que realiza; a veces, la dirección de la mirada y el cuerpo del actor hacen que Platero se vea más pequeño de lo que es y el hechizo se rompe. En síntesis, Benjamín Cortés conduce a los espectadores, con su dominio escénico y su sobria caracterización, para que, dejándose llevar por la imaginación, lo acompañemos en su recorrido de la memoria junto a Platero, el burro confidente que habitará el cielo de Moguer.

El monólogo de Juan está acompañado por la representación de diversos personajes que actores y actrices llevan adelante. Cada uno tiene un momento de altísima emoción: así, el niño tonto (Daniel Ernesto Ortega) parece levitar en el escenario cuando interpreta «Mariposas», de Silvio Rodríguez, escena en la que se logran fundir los capítulos II («Mariposas blancas») y XVII («El niño tonto») de la obra de JRJ. Adrián de la Cruz consigue ese momento alto con la danza de la muerte, alrededor de Platero. Hanoi Mueckay, aparte de su canto bellísimo, llega al espectador como la maestra déspota y la madre que amamanta a su hijo. Y Steff Alarcón, de hermosa voz cantora, nos estremece con su parte de «Canción de las simples cosas», de César Isella, y su presencia juguetona en el conjunto de los niños y las niñas pobres de Moguer.

La puesta en escena ha asumido algunos riesgos y los ha resuelto con solvencia. El primero, el de la presencia de Platero, que está muy bien resuelto mediante el artificio del juego y la imaginación. El segundo, el de la escenografía, que es un acierto: los elementos y la luminosidad nos recuerdan a todo momento el carácter rural de la obra. Además, está el tono elegiaco de la prosa poética de JRJ que es sostenido por el protagonista de la obra. Las canciones fueron tal vez el riesgo más difícil pues al ser obras contemporáneas no tienen relación con Moguer: las dos canciones, sin embargo, se incorporan de manera disruptiva; sin embargo, «La llorona», que se escucha de fondo en algunas escenas es demasiado mexicana como para que no haga ruido. Tal vez, por mi cercanía con la obra de Juan Ramón Jiménez, la modificación del título me parece inadecuada pues la puesta en escena no responde a ese nosotros: sigue siendo el yo de JRJ el que conduce el texto. Finalmente, la música en vivo contribuye al tono de la representación: la maestría del guitarrista Nerio David, que permanece con una luz tenue, casi invisible y siempre presente a lo largo de la obra, es un gran acierto artístico.

En síntesis, Platero y nosotros es un fascinante espectáculo de teatro-danza y música en vivo, que ha transformado la prosa poética del Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, en una conmovedora representación escénica: en ella, los espectadores participan de un juego de la imaginación y la poesía, que nos convierte, durante la obra, en niños y niñas de un pueblo antiguo. Al salir de la sala teatral, seremos unos adultos que han revivido la nostalgia de la infancia.



[1] Juan Ramón Jiménez, Platero y yo. (Elegía andaluza) [1914], ilustraciones de Zamorano (Madrid: Taurus Ediciones, 1967), 125. El número romano junto a la cita indica el capítulo de la obra y el arábigo la página en esta edición.

[2] Esta primera temporada de Platero y nosotros se ha presentado del 16 al 19 y del 23 al 26 de noviembre y se presentará del 30 de noviembre al 3 de diciembre.

[3] Este capítulo tiene, en «El vino», su opuesto y su complemento: «Platero, te he dicho que alma de Moguer es el pan. No. Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado setiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino y se derrama casi siempre como un corazón generoso» (CXXIV, 223).


lunes, noviembre 20, 2023

XVI Festival de Poesía Ileana Espinel Cedeño: el mundo compartido en la poesía

           

Johanna Carvajal, Shiva Prakash, Rafael Courtoisie, Paula Andrea Pérez y Khédija Gadhoum, en el museo Presley Norton, el 13 de noviembre. (Foto: R. Vallejo)

¿Qué es un festival de poesía sino el espacio para compartir la palabra de la vida y sus afectos? A un festival de poesía acuden voces maduras y las que emergen, voces de palabra exacta y las que tantean, pero todas, las experimentadas y aquellas que lo serán, son voces que están en búsqueda de la poesía, que es un instante que perdura huella en el verso, que es memoria. Un festival de poesía es un espacio de encuentro de versos de diversas latitudes, de distintas maneras de entender el mundo y el uso de la palabra que permite nominarlo.

            El XVI Festival de Poesía Ileana Espinel Cedeño, que tuvo lugar, en su versión presencial, del 13 al 17 de noviembre, estampó su camiseta emblemática con un verso de Maritza Cino Alvear (Guayaquil, 1957): «Habitarme es un placer que me reservo», porque la voz de la poeta protege su intimidad, ese lugar vedado para los demás, ese lugar tan solo del yo. Ese yo de la poesía que es, al mismo tiempo, uno y comunidad que comparte la palabra poética, como lo hicieron algunos de los poetas invitados que en esta crónica breve menciono.

Así, intimidad y voz comunitaria, es la poesía de Marwan Makhoul (Boquai’a, Palestina, 1979) que, en «Wajd» (Éxtasis religioso), nos comparte su íntima felicidad por el hijo que ha nacido: «¡Qué inútil fue todo antes de ti / y después de ti, qué hermoso se volvió todo, / hijo mío! / ¡Qué insensato fue que yo postergara tu vida / y mis dos hoyuelos iguales a dos brazos abiertos / para darte la bienvenida!» y, también, como un profeta, nos habla en su verso acerca del dolor de su patria ocupada y en guerra: «Para escribir una poesía que no sea política / debo escuchar los pájaros / pero para escuchar los pájaros / hace falta que cese el bombardeo».

HS Shiva Prakash (Bangalore, India, 1954), compartió sus canciones de cuna, sus cánticos rituales, su visión espiritual del mundo, como en «Despedida»: «La gran ciudad —la guarida de los insomnes— / estaba en la cama / con la diosa del sueño oscuro / Medio cubierta por el sari / de las farolas encendidas / Me despedí de mi amada prisión / para entrar / en la impenetrable jungla de / rugientes torrentes de lluvia / donde me encontré / con las flores relampagueantes / y los frutos del trueno». Shiva supo llegar a los más pequeños, en los recitales que se dieron en las instituciones educativas, con su cántico teatral.

Con su capacidad de convertir a los clavos y su parentela (la aguja, el tornillo y otros) y con su hacer del verso una erótica de la palabra, Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958) nos entregó también una poesía desnuda: «En la erótica del espacio el espejo es la piel del “otro lado”, del lado imposible de las cosas. Las palabras son apenas un gesto de las cosas, pero el espejo ignora ese gesto y desnuda la mirada de toda adyacencia, de todo ese estar vestigial para establecer un ser absoluto en la razón del deseo, en su carne»[1]. Además, él compartió esa palabra agridulce del sur, que sabe que «la poesía no está hecha solamente con palabras, / está hecha con sangre humana. / Sangre viva».

Políglota y especialista en literatura latinoamericana, la poeta tunecina-norteamericana Khédija Gadhoum (1959), no solo contribuyó con la interpretación de algunos poetas extranjeros, sino que, también, desde su palabra transeúnte nos convocó a interpretar la experiencia del ser humano que es peregrino del mundo de afuera y artífice de su mundo más íntimo. Ella sabe cómo conjugar ese peregrinaje y esa necesidad de mirarse hacia adentro: «tierra mía de ayer. hoy reducida a un puro destierro. / ¿habrá algún terruño mañana? / enseña la agridulce lección, / sin extraviarme fuera de las sabias palabras»[2].

Y, claro, también hay una poesía que confronta la racionalidad de quien la lee y lo lleva a meditar sobre diversos momentos de la existencia a partir de un verso que va hilando una filosofía poética capaz de interpelarnos. Para Juan Carlos Abril (Los Villares, Jaén, 1974), en cuya poesía anota que «nos hacen únicos las imperfecciones», un consejo es una manera de ser ante la vida: «No te conviene / la rara habilidad de la nostalgia, / ni distinguir debilidad de orgullo, / si es que se tipifica / la suma de sus partes. / En ti / de muchos modos se acordó el futuro. // Y cuando nos enrojecemos, al menos no lo lamentamos. / En eso puede consistir la vida: aprender a soñar, a despedirse»[3].

Desde Polonia, nos acompañó Sergiuz Adam Myszograj (Wroclaw, 1974). No solo hizo gala de un enorme sentido del humor, sino, y sobre todo, de una poesía que embellece la cotidianidad de los afectos y la contemplación del prójimo. En «Señorita Mayumi», la voz del deseo y su sublimación se entreteje en el verso que da cuenta de lo extraordinario: «Cada mañana / la señorita Mayumi alimenta sus peces / con monedad […] Hoy / la señorita Mayumi está bailando / Las mariposas la rodean y las pequeñas aves también. / Saltaré al alféizar de la ventana / con la esperanza de que ella me note escondido entre las flores…». [En la foto, Sergiuz con el poeta ecuatoriano Augusto Rodríguez, quien es el fundador del festival de poesía Ileana Espinel Cedeño] 

Poeta, historiadora y saxofonista: así se define Johanna Carvajal (Medellín, 1993). De su investigación acerca de las mujeres condenadas por la Inquisición, surge un poemario que es memoria del horror y también memoria del valor. Ella ha convertido en poesía, el espíritu de las mujeres que expandieron formas distintas del conocimiento y fueron sacrificadas por ello: «Navego por el mundo / solo usando las estrellas […] por cada noche de desvelo / que paso entre jardines lánguidos / ofrendo mis ojos a la oquedad / para nunca salir de este sueño»[4].

Ella es una abogada defensora de los derechos humanos, con enfoque en las víctimas del conflicto armado colombiano. La poesía de Paula Andrea Pérez Reyes (Medellín, 1983) nos entrega una mirada lúcida sobre los hechos problemáticos que acontecen al ser humano, con un verso de palabra conmovedora: «No padecen la muerte de Otro / Los amantes sufren el olvido más que la muerte / Ellos sienten el frío al descender al infierno de pasar la próxima página […] No es la pobreza / es el hambre que no se sacia / No son los gritos / Son las palabras que se callan».

También estuvo en el festival, invitado por la valía del conjunto de su obra, el novelista colombiano Jorge Franco (Medellín, 1962), conocido, entre otros textos, por Rosario Tijeras (1999), Melodrama (2006) y El mundo de afuera (2014, Premio Alfaguara). Franco habló acerca de su quehacer literario y, dada su formación de guionista, sobre la relación entre cine y literatura y de qué manera su lenguaje literario tiene cercanía con el lenguaje del cinematográfico. En todo caso, Franco dijo que él escribe sus obras concentrado, básicamente, en la expresión literaria como tal, sin pensar en una posible adaptación al cine; de hecho, comentó, se asombró cuando le propusieron adaptar Rosario Tijeras. ¿Cómo adaptar la paradoja vital que encierra el comienzo de la novela en una escena sangrienta?: «Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte»[5]. [En la foto: el autor de esta crónica con la poeta Siomara España, el cineasta David Grijalva y Jorge Franco]

Obviamente, el festival de poesía Ileana Espinel Cedeño, también reunió a decenas de poetas ecuatorianos que participamos en él compartiendo nuestro quehacer hecho de diversos tonos. Al final de la jornada, la poesía nos convocó sin acartonamientos: en la sencillez de las lecturas, los versos de distinta índole fueron el alimento comunitario de un público que asume la poesía como una fiesta del espíritu.

 

Retrato de familia en casa de la poeta Siomara España.


[1] Rafael Courtoisie, La palabra desnuda (Montevideo: Yaugurú, 2021), 9.

[2] Khédija Gadhoum, «Viñetas para soñar», Más allá del mar (bibènes) (Madrid: Editorial Cuadernos del Laberinto, 2016), 79.

[3] Juan Carlos Abril, «Consejo», En busca de una pausa (Madrid: Editorial Pre-Textos, 2020), 69 y 71.

[4] Johanna Carvajal, «Paula de Eguiluz», El llanto de las sibilas (Medellín: InkSide Ediciones, 2023), 41. Paula de Eguiluz, mujer negra y esclava, natural de Santo Domingo, fue condenada, en 1624, por el Tribunal del Santo Oficio de Cartagena de Indias, acusada de practicar la brujería.

[5] Jorge Franco, Rosario Tijeras [1999] (Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 2004), 11.


lunes, noviembre 13, 2023

«Trajiste contigo el viento»: novela prodigiosa e inquietante de ecos bíblicos

(Foto: R. Vallejo, 2023)

            Nueve personajes nos cuentan la historia de un pueblo andino condenado por una maldición; ellos entretejen los recuerdos de unos habitantes que buscan expiar su culpa original y sobrevivir al exterminio. Ezequiel tiene claro lo que quiere: «Así lo sentí, así lo escuché: Eso era lo que debía hacer: acabar con Cocuán y el corazón podrido de rata que latía en su centro». (46) Hermosina sabe que «un corazón duro como la piedra no se quema». (138) Carmen dice que «un bosque es la quietud de Dios, el lugar donde las flores trepan y caen, un viento que contiene muchos vientos, una trampa donde los muertos se quedan colgados como liebres aullando y chillando». (80-81) Trajiste contigo el viento (2022), de Natalia García Freire (Cuenca, 1991)[1], es una novela prodigiosa e inquietante que se sostiene en un lenguaje poético deslumbrante y despiadado, y que nos envuelve en una atmósfera asfixiante de pasajes oníricos y resonancias bíblicas, en medio de un escenario de terror que es el pueblo de Cocuán, cuyos habitantes están signados por una maldición que guía su éxodo hacia la muerte.

            Así le habla el padre: «Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento. Era un viento tibio. Ese viento no teme […] Trajiste contigo el viento que se llevaba las cipselas de los dientes de león a recorrer el mundo, Mildred. El viento que calma al ganado. Ese viento no teme». (14) Cuando la madre muere, el padre se va y Mildred queda abandonada y con el cuerpo llagado en una casa de la que es desalojada por el pueblo, encabezado por el párroco Santamaría. Mildred maldice al pueblo y es encerrada en el monasterio. Años después, el cura Santamaría se ahorca en el cuarto donde Mildred permanecía. Cuando llega el cura Manzi se enfrenta al horror: «Entonces vi el cuerpo de Mildred, ese cuerpo que brillaba en el fondo oscuro del monasterio, un cuerpo muerto lleno de luz y calor; no era posible». (73) Mildred es mitificada como una Diosmadre por Filatelio, considerado el tonto del pueblo, que, en el monólogo final, nos descubre lo siniestro, pero también un mito fundacional como un relato bíblico: «Diosmadre no se levanta, no ha resucitado, su cuerpo muerto ha permanecido caliente por una eternidad». Mildred es la voz profética del apocalipsis de Cocuán. No obstante, Mildred es un personaje que queda esbozado al comienzo de la novela —de manera muy bella en su relación con la naturaleza a través de los cerdos que conviven con ella—, pero que luego se desvanece sin que alcance a ser desarrollado a plenitud, con la fuerza que uno esperaría toda vez que cumple una función simbólica central en la trama de la novela.

            La novela tiene una escritura cargada de poesía que no hace concesiones: carece de piedad y sus personajes están condenados al padecimiento y la muerte. Los nueve capítulos les dan voz a sendos personajes: en ellos, la cruel realidad y lo onírico, lo bello y lo perverso, se entrecruzan en la frontera sutil de la vida y la muerte. Ezequiel es cruel por el placer de lo monstruoso, «mis ojos eran el averno, la entrada al submundo» (32); el cura Manzi se corta las orejas, «no hubo dolor, solo el eco de ese aullido que se alejaba» (76); Víctor se clava una estaca en el pecho y encuentra a su padre, porque «la muerte era un sufrimiento lleno de futuro» (111); Hermosina se consume en sus pesadillas blasfemas: «Yo soy el fuego de Dios que quita el frío del mundo» (142); Agustina saca las orejas del párroco Manzi y se las acerca a sus propias orejas, entonces aúlla y aúllan Manzi y Filatelio: «porque yo estaba oscura por dentro. Como todos nosotros. Con la noche dentro, porque Cocuán es solo noche». (58) La historia de Cocuán y su gente es una pesadilla irresuelta que deslumbra, por efectos del lenguaje, y llena de angustia, por el desarrollo de la trama, a quienes se adentran en ella. En el relato de Filatelio se consuma la orfandad de quienes han sobrevivido al éxodo del pueblo: «Detrás está Diosmadre […] Aquí nacieron los hombres que habrían de matarla. Aquí las mujeres que le olieron el sexo […] En Cocuán han matado a la hija de Dios. Pero Dios no lo sabe. Nadie se lo ha dicho» (152-153).

«Un pueblo es una cadena hecha de pesadillas». (26) Así es Cocuán[2], un pueblo hostil, habitado por la crueldad y el desamor, donde la idea de Dios implica su abandono: «…donde vivimos tan cerca del espacio vacío y su materia oscura, que el sol es como un padre, te parte la cabeza o te deja apolillarte, lejos, muy lejos de las entrañas abrigadas de la tierra». (49) Es un pueblo cuyos habitantes no encuentran su redención más que en la muerte: hacia ella escapan de la violencia de su prójimo, en ella se encuentran desnudos, dispuestos a purgar una maldición que los redima de la culpa original: la violencia contra una niña huérfana, abandonada y enferma que es el símbolo de la violencia contra la propia tierra indefensa. El pueblo andino de Cocuán es un espacio de terror gótico, una escenografía asfixiante porque asfixiante es el desasosiego de sus habitantes. Un pueblo donde la muerte lo envuelve todo y la resurrección no es posible una vez que se ha cumplido la maldición: «Le devolvemos al agua los hijos malparidos que Dios le ha robado. Aquí yace el pueblo de Diosmadre que desapareció una noche. Por los siglos de los siglos». (156) Asistimos al apocalipsis de un pueblo maldito; apenas existen atisbos de un renacimiento, aunque el tono de la narración es más bien desesperanzador: «Una estela de luz que va hundiéndose hasta que no queda nada, solo el murmullo de los tontos y un canto animal que nadie escucha en la tierra» (156). Es tal vez este tono apocalíptico, sin redención, el que nos deja una sensación de angustia y desolación atravesada en la garganta.

 

Natalia García Freire (Foto: María Fernanda García Freire)
            Natalia Freire García es una narradora singular y profunda, de escritura impecable y bella, que experimenta con lo onírico, la locura, la sexualidad, el sentido vital de la naturaleza y la condición mítica de los orígenes. Y Trajiste contigo al viento es una novela fascinante que nos enfrenta, sin concesiones, al terror de la maldad y la desesperanza de un pueblo andino, pero que, al mismo tiempo, nos atrapa con la belleza despiadada de su poesía, tan cruel como en los míticos relatos bíblicos.



[1] Natalia García Freire, Trajiste contigo el viento (Buenos Aires: Tusquets Editores, 2022). El número junto a la cita indica la página en esta edición.

[2] Coquan es el nombre comercial del clonazepam, un ansiolítico que se utiliza para las crisis de ausencia y ausencias atípicas, así como para desórdenes de ansiedad. La autora ha dicho que el libro fue escrito en medio de un estado de ánimo eufórico, «muy pegado al tema pesadillas, pero también las otras investigaciones personales sobre la locura, sobre el lenguaje, esta inquietud de cómo el lenguaje puede ser un camino de ida y vuelta a la locura», en Perfil, 14 de diciembre de 2022, https://www.perfil.com/noticias/cultura/trajiste-contigo-el-viento-nacida-de-los-efectos-del-clonazepam-una-novela-que-narra-la-violencia-en-tono-biblico.phtml