José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, diciembre 26, 2022

Instrucciones para preparar un «Cronopio»


            hay que esperar a que argentina gane un mundial de fútbol contra todo pronóstico y que messi, finalmente, levante la copa de los campeones y que le tome todas las fotos que quiera a antonela roccuzzo alzandoabrazandobesando la copa. no, no les pida a los jugadores que celebren la victoria como si fueran alumnos de un colegio del opus dei el día de su primera comunión. tampoco les pida a los porteños ni a los que llegaron de las provincias que sean andinamente humildes. más bien, disfrute de ese desborde canchero, bullicioso y desordenado del alma de los cronopios a quienes, para escándalo de los famas, no les importa dormir en la calle, con el calor de diciembre, caminar junto al autobús de los campeones que hizo doce kilómetros en tres horas, lanzarse desde un puente al autobús y desparramarse sobre el asfalto, llorar, compartir su mate amargo, gritar hasta quedarse sin voz, mientras el helicóptero, que lleva a scaloni, de paul, messi y la copa del mundo, sobrevuela la plaza del obelisco, zona de constitución, avenida nueve de julio, avenida de mayo y autopista veinticinco de mayo. en todos estos sitios, los cronopios están arracimados mientras contemplan en el cielo de buenos aires una baba del diablo que se sostiene en el aire. día de feriado nacional. los cronopios agitan banderas albicelestes, saltan, cantan. contemplan en el cielo la scaloneta aérea. así, mientras los famas, que siempre heredan los puestos de mando, mueven la cabeza de un lado al otro, calculan las pérdidas de un día sin el trabajo de los demás, los cronopios corean: ¿qué mirás, bobo? ¡andá, andá pa’yá, bobo!

            este cóctel no tiene la sencillez clásica del «fernandito» [1½ oz de fernet, coca-cola a gusto y hielo en un vaso largo], originario de la provincia de córdoba, según algunos famas, que son los entendidos en academicosas[1]. este cóctel requiere de una mayor elaboración: después de todo, la obtención de un campeonato mundial de fútbol es bastante más complicado que tomar café con medialunas en cualquier cafetería de florida; ya no en richmond, que cerró en 2011. ¡qué vachaché, nariz en discepolín!

 

Cóctel «Cronopio»

 

Ingredientes:

1oz de Fernet Branca

¾ oz de Havanna Club, añejo siete años

¾ oz de orchata

½ oz de zumo de limón amarillo

1 clara de huevo

Gotas de Peychaud

 

Preparación:

Mezclar todos los ingredientes en coctelera sin hielo y agitar unos 15".

Poner hielo en la coctelera y agitar, de nuevo, otros 15".

 

Presentación:

Servir en copa flauta.

Adornar con unas gotas de Peychaud.

 

            existe en el cóctel una pugna entre lo amargo y lo dulce, tregua catala espera, igual que un cronopio guayaco que sostiene contra su pecho dos hilos —uno es azul— y que al salir de almacenes tía advierte que su teléfono celular ya no tiene saldo. ninguna esperanza —esas bobas sedentarias siempre ávidas de certidumbres— invadirá el corazón descuidado de quienes beban este cóctel. ya sé que estoy piantao: para mi regocijo personal, algo más amargo y menos dulce. ¡buenas salenas cronopio cronopio!



[1] Wikipedia, «Fernet con coca», acceso 23 de diciembre de 2022, https://es.wikipedia.org/wiki/Fernet_con_coca

  


lunes, diciembre 19, 2022

Iracundo en el ring de la vida y la poesía



«El poeta vive en el ring / No hay tiempo de cosecha / Ni primavera / Él está siempre en el ring de la vida»[1]. Con esta declaración suena la campana y comienza el primer round: el poeta es un iracundo dispuesto a fajarse contra todo y contra todos; el poeta está furioso contra la academia, contra el mercado literario, contra la irracionalidad de la sociedad de clases, contra la inautenticidad del mundo; el poeta ha subido al ring para combatir contra lectores complacientes, contra la palabra endulcorada, contra la poesía que se resiste a la escritura del propio poeta, contra sí mismo. ¿Cómo no estar enfurecido en un mundo regido por la injusticia, el dinero y la arbitrariedad de los poderosos? ¿Cómo no hacer uso del giro irónico, del humor corrosivo, de la reivindicación de los que triunfan en su derrota?

Ramiro Oviedo (Chambo, 1952) es el poeta boxeador, de elogiosa resistencia moral, que, en El ring del poeta, regresa al cuadrilátero de la vida y la poesía para dar un combate, a doce asaltos, cargado de iracundia, nostalgia y vitalismo estético. Como él mismo lo menciona en la nota que antecede al poemario: «La poesía es un deporte de combate, la única vía donde uno se moja con el drama y la gravedad de la vida. La campana anuncia el comienzo y el fin del próximo asalto en el ring, la fábrica, la oficina, la escuela, la vida»[2].

            La imagen del poeta boxeador y la metáfora del ring como espacio vital y lugar de combate del poeta ya fue delineada por Oviedo en Cajita de bla-bla (2012). El poeta se enfrenta a quien lee con una clara estrategia de combate: «apuntar desde el primer verso al hígado, al mentón, a los nervios y a la memoria del lector», aunque es consciente de que puede ser derrotado de inmediato: «ojo: el lector posee la facultad de ponernos fuera de combate después del primer verso». Asimismo, en ese combate existe la complicidad de la lectura, pues si el poeta logra que su lector lea tres poemas de corrido, «la palabra habrá ganado, y con ella, todos los implicados»[3]. Un combate que se plantea desde la escritura del texto y que se resuelve en su lectura: «si quiere lectores, aunque sea para pelear, el poeta tiene que fajarse como un boxeador»[4], como el campeón de la Tola o el Chico de Oro.

En el tercer round de El ring del poeta, Oviedo dibuja la imagen de ese lector-rival al que hay que derrotar con una poesía agresiva, que lo saque de su enajenado aburguesamiento, que lo enfrente sin eufemismos a ese mundo hostil que se rehúsa a admitir como el mundo en el que vive con placidez:

 

El poema que muerde no envejece
Y no es con profundos abrazos
Ni con una pitada de Marlboro light
Que se engancha a los lectores, sino a patadas.

A mordiscos, en el peor de los casos.

¡Hay que replicar los golpes bajos con golpes bajos

Cuando la vida te cae a puñaladas![5]

 

            Hay una nostalgia permanente en la poesía de Oviedo. Una nostalgia de un Quito de infancia, de aquel tiempo prepetrolero que hacía de la ciudad un espacio de convivencia en la barriada. Ese tiempo es también el tiempo, evocado con una romantización hecha de momentos duros, de los boxeadores heroicos, de camaradas de la poesía que ya están muertos, de los días de radio, del poeta-profeta que augura los días de gloria de Papá Aucas. Por sus versos desfilan Eugenio Espinoza, el campeón de la Tola, Jaime Valladares, el Chico de Oro y Héctor Cisneros, el poeta de la calle. Esas figuras que Oviedo evoca con amor lo llevan a decir: «El boxeador poeta no es un ilusionista / Ni vidente ni prestidigitador. / En la poesía las palabras son actos / Que anticipan nuevos actos / Conmociones, ajustes de cuentas / Cócteles molotov en La feria del libro»[6].

            El poeta, heredero de la bohemia romántica y el malditismo, es un ser ansioso de experiencias de vida: combate con las palabras y pierde, porque el poeta, según Oviedo, tiene una enorme necesidad de decir lo suyo, de maldecir el mundo regido por los poderosos que desdeñan la poesía. «¿Ser valientes? Las pelotas / Hay que tener miedo / Es en el miedo donde se forja el campeón […] Uno está atento a lo que pasa fuera del cuadrilátero […] Así uno pasa la vida / Haciéndose romper el alma por mastodontes»[7]. Por eso, el recuerdo mitificado del poeta de la calle, Héctor Cisneros, conjuga todo aquello que debe vivir y en el ring del poeta, enfrentado a la la dura vida, esa que te de golpes bajos sin que exista un árbitro que la detenga, la palabra es una victoria apurada de la memoria: «El Héctor era un rayo luminoso / En la óptica pervertida de los espejos de Quito […] Una noche / Llegó la poesía disfrazada de tahúr / Con los dados trucados / Y el poeta de la calle desapareció» y ese poeta, al momento de su funeral es el mismo que convoca al pueblo, a ese mismo pueblo que escuchó su poesía en la calle, en el sindicato, en la barricada de la huelga obrera: «Dejaron de hacer lo que estaban haciendo / Para fundirse al trote no lejos del cortejo / Gritando en coro ¡Viva nuestro poeta! / ¡El poeta de la calle! / ¡La valiente raza!»[8]. Y esa gente del pueblo doliéndose, justamente, es la victoria del poeta en su derrota.

            Ramiro Oviedo, en El ring del poeta, retoma el combate del antipoeta peso pluma, invocando los guantes de Nicanor Parra, agobiado por sus derrotas pero no vencido, dispuesto a darlo todo, a dar su vida en el cuadrilátero del texto. Así, con el campanazo final del décimo segundo asulto, nos ha entregado a golpes, una poesía a ratos desacralizada y antiacadémica, a ratos panfletaria y declarativa, a ratos punzante y violenta, a ratos nostálgica y humanamente conmovedora.



[1] Ramiro Oviedo, El ring del poeta (Amiens: Editions La Chouette imprévue, 2022), 20.

[2] Oviedo, El ring…, 13.

[3] Ramiro Oviedo, «antes de subirse al ring», en Cajita de bla-bla (Quito: Gobierno de la Provincial de Pichincha, 2012), 147.

[4] Oviedo, «un semáforo en perfecto estado de funcionamiento», en Cajita…, 165.

[5] Oviedo, El ring…, 34.

[6] Oviedo, El ring…, 29.

[7] Oviedo, El ring…, 73 y 75.

[8] Oviedo, El ring…, 81-82.


lunes, diciembre 12, 2022

«Las voladoras», de Mónica Ojeda: voces rumorosas del horror

Mónica Ojeda Franco (Guayaquil, 1988). (Foto de Lisbeth Salas)

El cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, desde el sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Así, en el cuento que da nombre al libro, la leyenda de las voladoras que llevan y traen noticias, que practican hechizos de alcahuetas, que utilizan ayahuasca y otros bebedizos para sus viajes espirituales, se reproduce en una historia de incesto naturalizado en una casa que adquiere características tenebrosas por causa de su aislamiento: «Todavía duermo con la voladora y, a veces, papá mira igual que un caballo en delirio la línea irregular de la valla que separa nuestra casa del promontorio […] El misterio es un rezo que se impone»[1].

Ese mundo que emerge de los relatos de Ojeda es un territorio donde tienen cabida lo siniestro y lo abyecto del tránsito entre la vida y la muerte. Así lo vemos en el cuento «Sangre coagulada»: a través del saber sobre el aborto de la abuela heredado por la nieta, que está mediado por el símbolo de la sangre: «La muerte también nace»[2], la abuela y la nieta, que aceptan su condición de brujas, según las denomina la gente, son el refugio último al que acuden las chicas del pueblo para su propia liberación. Ojeda expone el horror y la violencia del mundo con crudeza, sin dar respiro a quien lee, y sus personajes transgreden las fronteras de lo sobrenatural. Esa virtud que tiene este cuentario para resaltar el horror expandido del mundo es, al mismo tiempo, su límite narrativo y argumental, pues lo repetitivo se agota como estética y se convierte en una fórmula predecible como toda fórmula.

Las voladoras es un cuentario de personajes que avanzan de manera inexorable hacia su propia muerte. Son personajes que, al unísono con quien lee, van preguntándose si es posible vivir después de contemplar la muerte abyecta como sucede en «Cabeza voladora»; o conviven mezclando los niveles de consciencia entre la atmósfera de pesadilla y la violencia real que se da en «Caninos». Los ya nombrados son personajes que cuya existencia se da en el ámbito de lo siniestro y lo perverso, como sucede con la mutilación que un par de hermanas persigue desde una búsqueda de estética que carece de remordimientos y frenos morales, tal como es contada en «Slasher», generando una apología de la perversión polimorfa: «El sonido del dolor es muy parecido al del deleite»[3].

            Ojeda cierra su libro con la brillantez neogótica de «El mundo de arriba y el mundo de abajo», un cuento sobre el duelo de aquello que no tiene nombre. En el relato se conjuga la desesperada peregrinación de un padre que busca resucitar a su hija muerta y la mitología ancestral incaica mediante un estremecedor lenguaje poético, que consigue ese distanciamiento irónico concebido por los románticos: «Solo hay una verdad manando de las grietas: escribir es estar cerca de Dios, pero también de lo que se hunde. Solo hay una verdad brotando desde el fondo del hielo: la escritura y lo sagrado se encuentra en la sed»[4].

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neo-romanticismo ecléctico de estos tiempos también es el mundo de Las voladoras, de Mónica Ojeda. Un cuentario que se inscribe en ese fluir narrativo de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; voces que descubren el horror y lo místico. Un cuentario que se alimenta y reelabora la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquello a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror que nos provoca contemplar el abismo de la muerte.



[1] Mónica Ojeda, «Las voladoras», en Las voladoras (Madrid: Páginas de Espuma, 2020), 15.

[2] Ojeda, «Sangre coagulada» …, 22.

[3] Ojeda, «Slasher» …, 71.

[4] Ojeda, «El mundo de arriba y el mundo de abajo» …, 115-116.