Cuatrocientos invitados, entre los
que se contaron seis ex mandatarios, reunidos en Villa Magna, uno de los hoteles
más lujosos de Madrid, ubicado en el Paseo de la Castellana. Cobertura mediática
para las secciones política, cultural y farándula de la prensa hispanohablante.
El Nobel del lugar común para el estreno del octogenario enamorado: “La
felicidad tiene nombre de mujer: Isabel Preysler”. Ella, que le regaló un
cachorro de Gran Danés llamado Celine, “dio una lección de elegancia y lució impecable de blanco con una
blusa semitransparente y falda recta de franela y macramé con flecos, firmada
por Andrew Gn”, según la revista Hola.
El Marqués de Vargas Llosa
—intelectual de la derecha, de los banqueros y de la revista Hola—celebró sus ochenta años “por todo
lo alto”, como dirían los cronistas de la prensa rosa.
En febrero de 2009, Mario Vargas
Llosa escribía que “no es exagerado decir que
Hola y congéneres son los
productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo”. Esa
misma puesta en escena que, desde que se amañó con Isabel Preysler —que usa
dicha revista como Registro Oficial de su mundana cotidianidad—, ya lo ha
puesto de protagonista en algunas portadas de
Hola. Como si fuera una Casandra de su propia metamorfosis, Vargas
Llosa, al referirse a las
revistas del
corazón, señalaba que transformar la información en un instrumento de
diversión era nefasto para el periodismo, “porque no existe forma más eficaz de
entretener y divertir que alimentando las bajas pasiones del común de los
mortales. Entre estas ocupa un lugar epónimo la revelación de la intimidad del
prójimo, sobre todo si el prójimo es una figura pública, conocida y prestigiada”
.
La cobertura mediática de la
celebración de los ochenta años de Vargas Llosa tuvo los ingredientes que le
permitieron utilizar una más de las tantas reuniones frívolas del jet set y
convertirla en lo que fue una demostración del poder político de la derecha
iberoamericana. Los seis ex mandatarios que asistieron son la vocería
ideológica y política de la restauración conservadora que arremete en América
Latina reclamando el retorno del viejo orden del capitalismo neoliberal al
poder: los españoles José María Aznar, y Felipe González —que hace tiempo se
olvidó de que la O del PSOE es la O de “obrero” y no de “banquerO”—; el chileno
Sebastián Piñera; el uruguayo Luis Alberto Lacalle; y los colombianos Andrés
Pastrana y Álvaro Uribe Vélez.
Todo
ellos participaron, luego de la rumba, en el seminario: “Vargas Llosa, ideas,
cultura y libertad”, llevado a cabo en CasAmérica, inaugurado nada menos que por
Mariano Rajoy, y organizado por la Fundación Internacional para la Libertad, creada
por el propio Vargas Llosa para impulsar la economía de mercado y el negocio de
la prensa mercantil. En términos generales, estos dos objetivos fueron
defendidos por los conferencistas, quienes se apropiaron de la palabra libertad, que fue utilizada como la
substantivación del capitalismo y de las empresas mediáticas. Vargas Llosa
defiende ahora esa libertad de las formas de las sociedades signadas por la
inequidad social que no es fruto de malos gobernantes sino de un sistema
organizado sobre y para la existencia de aquella. Ese sistema que él criticó en
sus primeros libros y, sobre todo, en Conversación
en La Catedral, novela cuyos sentidos simbólicos no se atreverían a
compartir los que hoy celebran su cumpleaños, porque en él, la crítica se
centra en el sistema que provocó aquella pregunta que se volvió retórica, de
tanto ser repetida por esa mediocridad de estilo de los medios, aunque en la
novela es un leit motiv sustantivo:
“¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Lo
que Vargas Llosa no es capaz de vislumbrar en su crítica actual a la sociedad
del espectáculo es que sin la existencia del espectáculo como cultura, el
capitalismo carecería de ese sustento ideológico muy suyo, basado en el
divertimento, que provoca la ilusión de la libertad. Un personaje de Conversación en La Catedral, periodista
de La Crónica, ante la suspicacia de su entrevistada respecto de si publicaría
un dato sobre la amante de un político, le dice: “—¿Por qué no, señora? —se rio
Periquito—. Ya no está Odría de Presidente, sino Manuel Prado, y La Crónica es de los Prado. Podemos
decir lo que nos dé la gana”.
Ese es, realmente, el límite de la libertad que manosean las empresas
mediáticas, ensoberbecidas de poder, y esa es la verdad sobre la ética de sus
propietarios, que el Vargas Llosa de hoy, vocero ideológico del capital,
defensor de los banqueros del continente,
y luminaria actual de la revista Hola,
encubre hábilmente con el manoseo de la palabra libertad.
Su militancia, como intelectual orgánico de la derecha, le permite disfrutar, a
la vejez, de la primera plana de las revista del corazón, “porque [como él
mismo escribió] en la civilización del espectáculo el intelectual sólo interesa
si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”.
Algunos
escritores —hipercríticos cuando se trata de ver la paja en los gobiernos
progresistas de la región—, guardan prudente silencio sobre su ídolo de barro convertido
en el lodo, con la esperanza de llevarse los cien mil dólares de esa otra
muestra de poder cultural, que es la bienal de novela que lleva el nombre de
Varguitas.