Por Raúl Vallejo
Paradigmático libertino del siglo XVIII, el marqués de Sade, de quien Apollinaire dijo que era el “espíritu más libre que haya existido jamás”, planteó a lo largo de sus escritos la ausencia de límites en la experiencia de lo sexual. Han compartido tales ideas, desde los hedonistas de las civilizaciones antiguas hasta los feligreses del new age, que practican un libertinaje light. La definición de dicha búsqueda implica necesariamente impedir la presencia del amor en la práctica del sexo.
El sexo a través del perfeccionamiento de la gimnasia erótica de los cuerpos, efectivamente, nada tiene que ver con el hecho de estar enamorado. El psicoanálisis de bolsillo ya nos enseñó que el funcionamiento inconsciente de la libido y que la pulsión constante del deseo nos avergonzaría ante el prójimo cercano si quedara en evidencia. El amor, entonces, sería tan sólo una sublimación de la lujuria natural del ser humano que la moral católica condena como uno de los pecados capitales.
Pero en medio del sudoroso jadeo de los cuerpos y la realización de cualquier fantasía erótica por descabellada que parezca a la represión atávica que existe en todos, el almizcle del amor que emana del roce encendido de la piel de los amantes actúa como un afrodisíaco más poderoso que la raíz de ginseng o que un ceviche que combine concha, pulpo y calamar o que el famoso caldo guayaquileño de “vena de toro”. Creo que los afrodisíacos, incluso, surten mayor efecto cuando están combinados con las pulsiones interiores de aquella víscera que representa al amor y que cuando deja de funcionar es porque ya estamos muertos.
Las palabras dulces y las expresiones procaces que los amantes suelen decirse en medio del éxtasis, suenan como un parlamento inauténtico recitado por malos actores cuando están vacías de amor. Las palabras que utilizan quienes se aman durante la excitación sin tregua de su intimidad traspasan las técnicas que divulgadas por las versiones populares del Kamasutra. Las palabras que se dicen cuando ya los cuerpos reposan complementan el placer con el placer de la ternura.
Y, por supuesto, están los besos. Largos y húmedos besos. Labios que se someten a los mordiscos de la pareja e intercambio exultante de lenguas ansiosas. Morosos besos en la piel abierta que van señalando rutas que conducen a placeres que siempre descubren alguna arista inédita. Los besos cargados de amor son más poderosos que los recursos circenses de ese clásico del porno duro que es “Garganta profunda”. El beso de los que se aman convierte a las bocas en imanes que acercan los cuerpos de manera irresistible y exacerban los sentidos.
No podría plantear que carezca de placer la realización del acto sexual con alguien por la pura exacerbación de la libido pues caería en una insufrible mojigatería; solamente digo que el sexo multiplica su goce, incluso más allá de los argumentos físicos y técnicos, cuando el amor provoca y mantiene la estimulación erótica. Es decir, cuando se hace el amor con amor.
Santa Ana de Nayón, 15-05-05