José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, junio 24, 2018

Borges y su 1976, cargado de hierro y espadas


           
Borges y María Kodoma
«
Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y —lo cual sin duda es más importantelo que le está vedado». Con estas palabras, Jorge Luis Borges abre el «Prólogo» de La moneda de hierro, firmado el 27 de julio de 1976. Para Borges, este libro sería aceptado «por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí». ¿Cuál es la imagen que Borges dibuja de sí mismo a lo largo de 1976?
Primero, la reunión con José Rafael Videla, el 19 de mayo. Pero en ese almuerzo no estuvo solo; también estuvieron Sábato, Horacio Esteban Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani. Sábato se expresó satisfecho: «El general me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente». Y Borges lo corroboró: «Es todo un caballero». En medio de tanta amabilidad, quedó sin resolverse el pedido del padre Castellani a favor de Haroldo Conti, que había sido detenido el 4 de mayo y que hasta hoy continúa desparecido.
Luego, el poemario que nos ha dejado textos memorables. «La luna», por ejemplo, es un poema de amor, poco frecuente en Borges, que apela al decurso del universo, siguiendo a Heráclito: «Hay tanta soledad en ese oro. / La luna de las noches no es la luna / Que vio el primer Adán. Los largos siglos / De la vigilia humana la han colmado / De antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo». Pero, además, es un poema que ha construido, con el hierro de la palabra y al transcurrir del tiempo, el afecto del poeta marcado en la dedicatoria: A María Kodama. Así como Baruch Spinoza construye a Dios desde la palabra y sus tristes ojos: «El más pródigo amor le fue otorgado, / El amor que no espera ser amado». Y el poeta confiesa su remordimiento: «He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados».

Borges saludando con Videla (izq.) y con Pinochet (der.), en 1976.
 El 21 de septiembre, en la recepción del doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de Chile, diría: «En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita». Al día siguiente, después de saludar a Pinochet, declaró: «Es una excelente persona, su cordialidad, su bondad. Estoy muy satisfecho». Estas palabras son un eco siniestro de aquellas otras, desprendidas de la doble cara de la moneda de hierro: «En la sombra del otro buscamos nuestra sombra; / En el cristal del otro, nuestro cristal recíproco».
Borges era consciente de lo que hacía y de lo que hablaba en 1976. El «Prólogo» citado se cierra así: «Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 22.06.18