José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 30, 2023

«Los asesinos de la luna»: una obra maestra sobre la codicia, la maldad y el crimen


           En 2009, la poeta de origen osage Elise Paschen publicó «Wi’-gi-e» («Oración»)[1] en memoria de Anna Brown, de la nación Osage, asesinada en 1921 por instigación de William Hale. El poema, citado por David Grann en el libro sobre el que se basa la película homónima Killers of the Flower Moon, tiene la voz narrativa de Mollie Burkhart, hermana de la víctima:

 

Porque murió donde el barranco cae en el agua.

Porque la llevaron a rastras hasta el arroyo.

Al morir, llevaba puesta su falda de velarte.

Aunque la escarcha pintaba la hierba, ella se refrescó los pies en el agua.

Porque yo hice girar el tronco con el pie.

Sus pantuflas flotaban aguas abajo en la represa.

Porque, con el deshielo, los cazadores descubrieron su cadáver.[2]

           

El asesinato de Anna Brown, de 35 años, es uno más de las decenas de asesinatos que miembros de la nación Osage, en Pawhuska, Oklahoma, sufrieron, durante los años veinte del siglo pasado, a manos de blancos que querían apropiarse de las regalías que recibían por la explotación petrolera en su territorio. Los asesinos de la luna (2023), dirigida por Martín Scorsese, es una obra maestra debido a un guion sin tiempos muertos ni enredos innecesarios, a las actuaciones descollantes de su reparto y a una crítica social demoledora sobre el intento criminal de despojo que sufrió un pueblo nativo por parte de los colonos blancos.

El petróleo descubierto en sus tierras, en 1890, convirtió a la nación Osage en el pueblo más rico de la tierra durante la década de 1920. Esta riqueza despertó la avaricia de los colonos blancos bajo un sistema legal norteamericano que consideraba a los indios como individuos incompetentes para administrar su riqueza. La película, basada en un libro de crímenes reales, narra una historia de asesinatos de un pueblo indígena, por causa del petróleo y del nacimiento del FBI, en 206 minutos veloces. El guion, que se basa sobre todo en las dos primeras partes del libro de Grann, mantiene la tensión durante cada escena a través de diálogos cargados de subtextos, sobre todo cuando interviene el cruel filibustero de la muerte, como un fiscal motejó a William Hale. Los crímenes se encadenan, con una violencia cruel y desnuda, sin dar respiro al espectador que ya sabe quién los ordena y solo anhela, al igual que los osages, que, finalmente, se haga justicia. El aparataje económico para el despojo (banqueros, abogados y todos los que multiplican el costo de los servicios para los osages), así como la complicidad del sistema de justicia para la impunidad están construidos cinematográficamente de manera impecable.

Leonardo DiCaprio (Ernest Burkhart, esposo de Mollie) está sublime. Cada uno de sus gestos, cada texto cargado de subtexto y cada mirada al vacío logran que el espectador se convenza de la lucha interior entre el amor y el crimen de un personaje que actúa con la perversión de quien no alcanza a ver la maldad de sus actos. La película genera una enorme tensión en la piedad que este asesino consigue del espectador gracias a la caracterización de DiCaprio. Robert De Niro logra que William Hale se nos presente como un hombre bueno, correcto y admirador de los osages, al inicio de la película, tal como lo ve su sobrino Ernest. A medida que nos lo revela el filme, Hale se transforma en el ser despiadado y amoral que ordena matar, pero que invoca la Biblia, en todo momento, como un pastor y De Niro se encarga de que la maldad envuelta en la careta de la beneficencia sea creíble. Lily Gladstone (Mollie Burkhart), mediante una expresión de pocas palabras, cargada de silencios y una gestualidad que dan cuenta de su sabiduría, encarna la cultura osage y su confrontación con el mundo de los colonos blancos. Ella está siempre contenida, mantiene la compostura, se expresa con la sutileza de sus miradas. Y Jesse Plemons (Tom White) consigue la fuerza moral para el investigador del naciente FBI que semeja un detective antiguo. Plemons le da, a partir de su gestualidad corporal y vocal, la inteligencia implacable de White para descubrir la trama criminal.

La película de Scorsese desnuda en cada momento la complicidad del mundo de colonos blancos. La contratación descarada de los asesinos es posible porque el poder de Hale lo hace sentir intocable e impune. Todos intuyen de donde proviene la orden de los crímenes. Cuando es dinamitada la casa de Reta y Bill Smith, por ejemplo, el alguacil le susurra a Hale —que ha llegado a ver los restos de la explosión—, te estás poniendo en evidencia. Asi también, cuando Mollie va a donde el banquero, ella declara ser la adjudicataria osage # 285, incompetente para administrar su dinero y por eso debe justificar su uso ante el banquero para que este autorice el gasto. El sistema legal norteamericano de entonces no aceptaba la plena conciencia de los indígenas, que venían a ser ciudadanos de segunda clase. La película, a partir de la historia de la nación Osage, pone en evidencia el mecanismo de despojo que han sufrido todos los pueblos por causa de la avaricia de los capitalistas durante el proceso de acumulación originaria.

Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, incluso con su vuelta de tuerca del final que emula el programa radiofónico The Lucky Strike, es una película que deja al descubierto la codicia, el racismo y la amoralidad criminal del capitalismo salvaje. Aquí, la presencia del mal no es una metáfora, sino una realidad concreta: Hale no es una anomalía sino el personaje ejemplar de una práctica inherente a la violencia de la apropiación. Leo los versos finales del poema de Elise Pashen, que no están en la película, como la esperanza que derrota a la muerte y que emerge de la poesía:

 

Durante Xtha-cka Zhi-ga Tzde-the, el asesino de la luna de las flores.

Vadearé el río del pez negro, la nutria y el castor.
Remontaré la orilla donde los sauces nunca mueren.

 


[1] Elise Paschen, «Wi’-gi-e», Poetry Foundation, https://www.poetryfoundation.org/poems/52909/wi-gi-e

[2] Citado por David Grann, Los asesinos de la luna: petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI (Literatura Random House, 2019), edición Kindle, pos. 3776.

domingo, enero 09, 2022

«No mires arriba»: una sátira divertida

           

Leonardo Di Caprio como el doctor Randall Mindy y Jennifer Lawrence como la candidata a doctora Kate Dibiasky, en Don't Look Up (2021), de Adam McKay que es su director, productor y guionista.

            La candidata a doctora Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) descubre un cometa y lo comunica al equipo de investigadores bajo la tutela del doctor Randall Mindy (Leonardo Di Caprio). El festejo del descubrimiento del cometa se transforma, en pocos minutos, en el descubrimiento de la proximidad del desastre. Esta primera secuencia se sostiene en el manejo de la gama de las emociones que expresa el personaje de Di Caprio: desde la alegría por el descubrimiento científico, pasando por la excitación que genera el cálculo de la órbita del cometa, hasta el estupor provocado por la constatación matemática de la catástrofe que se avecina. Enseguida vendrá la desastrosa reunión con la caricaturesca presidenta de los EE. UU., Janie Orlean (Meryl Streep). El tono de la reunión se resume en dos intervenciones de la presidenta: en su anécdota de cómo subió tres puntos en las encuestas, durante la campaña presidencial, en el momento en que decidió fumar en público, y en su conclusión, luego de escuchar lo que los científicos le informan: hay que sentarse y analizar el asunto. Momentos después, Kate Dibiasky nos revela que el cometa del tipo “mata planetas”, de 6 a 10 km de ancho, impactará con la Tierra en 6 meses y 14 días.

            Las primeras secuencias de No mires arriba (Don’t Look Up, 2021), dirigida por Adam McKay (The Big Short, La gran apuesta, 2015, Oscar por Mejor guion adaptado), proponen el tono narrativo del filme: No mires arriba es una comedia ligera, en tono satírico, con algunas actuaciones destacadas, que deconstruye el mecanismos de las representaciones del poder político y mediático al servicio del poder económico y pone en evidencia los prejuicios frente a las verdades fácticas de la ciencia de una sociedad alienada por la cultura del entretenimiento.

            Peter Isherwell (¡Mark Rylance está odiosamente genial en su representación!), el tercer hombre más rico del planeta y CEO de la corporación BASH, es la representación bufa que combina dosis de Musk, Jobs, Bezos & Zuckerberg. Representa ese tipo de capitalista contemporáneo que, aparte de ser pornográficamente rico, se ha convertido en un gurú new age, una especie de consejero espiritual del mundo que habla de sueños de infancia realizados, de una espiritualidad que se presenta como la superación de su propia riqueza material y predica la felicidad individual permanente como la panacea de la vida. El lema de la corporación Bash es un guiño irónico: «La vida sin el estrés de vivir» (Life without the stress of living). La promoción del BASH Liife 14.3 se presenta como la fuente de la eterna felicidad que logra, con una combinación de tecnología y terapia conductista, que la tristeza no aparezca de nuevo, jamás.

            El verdadero rostro de Isherwell se muestra cuando convence al poder político de la estrategia para aprovechar las riquezas minerales del cometa en función de su propia industria y, aún en ese momento, su discurso se recubre del manto de un santurrón: después de aprovechar las riquezas del cometa, desaparecerán la pobreza y la injusticia social, así como la pérdida de la biodiversidad; entonces, «la humanidad entrará desnuda en la edad dorada de la existencia interplanetaria, interestelar e intergaláctica para la raza humana». Las acciones de BASH, como es de suponer, suben su cotización. La reacción desesperada de Kate Dibiasky, en el bar frente a la gente que pide la verdad, lo resume todo: «Dejarán que el cometa choque con el planeta para hacer, a un racimo de gente rica, aún más asquerosamente rica».

             El poder político y el poder mediático son quienes sostienen, reproducen y justifican la existencia del poder económico. El programa The Daily Rip (El recorte diario) es la representación del periodismo que todo lo banaliza en función de mantener una audiencia cautiva y, nuevamente, alienadamente feliz. El clásico «pan y circo» del imperio romano elevado a la categoría de divertimento y filosofía de vida. Los conductores del programa, Jack Bremmer (Tyler Perry) y Brie Evantee (Cate Blanchet), reconocen que el objetivo del programa es “alivianar las malas noticias”. Cate Blanchet, cuyos papeles son siempre lecciones de actuación, está impecable y le da matices a su personaje concebido como el estereotipo en que se han convertido quienes hacen este tipo de periodismo-basura que todo lo banaliza al volverlo espectáculo, en función del rating y el consumo.

            El negacionismo frente a las verdades fácticas de la ciencia está en el nombre del lema de los seguidores de la presidenta Orlean, una caricatura del neofascismo al estilo Trump: «No mires arriba». Los periodistas cumplen su misión en el sistema simplificando el asunto: Si las acciones de BASH son indicador y van viento en popa, la revisión de pares del artículo de los científicos mercenarios que trabajan para BASH no importa. Los científicos de la Universidad de Michigan, en cambio, que descubrieron el cometa y que han advertido acerca de la destrucción del planeta (Dibiasky y Mindy) son considerados locos, pesimistas y gente a la que le falta entrenamiento para aparecer en TV. Asimismo, toda la secuencia del tratamiento noticioso de la reconciliación de la cantante Riley Bina (Ariana Grande) y DJ Chello (Scott Mescudi) frente a la cobertura de la noticia de que un cometa se estrellará contra la Tierra y que la destruirá, pone en evidencia las prioridades de la agenda noticiosa que mantiene alienada a una sociedad envuelta en la vida concebida como entretenimiento y felicidad permanentes. 

 

No mires arriba es una sátira que caricaturiza las veleidades del poder político y del poder mediático, en tanto operadores del Estado para la reproducción legal e ideológica del capitalismo corporativo que se presenta como filosofía de vida. A alguien puede parecerle que los elementos críticos del filme son obvios y un tanto panfletarios; sin embargo, la desconstrucción ficcional de un sistema que ha normalizado —es decir, que ha convertido en natural y obvio— la explotación del ser humano y la preeminencia del capital por sobre la humanidad, requiere de un discurso alternativo que sea claro y directo. El final de la película está narrado en secuencias paralelas: en una línea, la cena familiar que contiene los elementos simbólicos del Día de Acción de Gracias, muy norteamericano; en la otra, el hilarante destino del poder.

            La crítica que desarrolla la película, obviamente, tiene sus límites si consideramos que esta es producida por una corporación mediática como Netflix que es capaz de reproducir y apropiarse de la crítica a sí misma y al sistema en que se reproduce. No obstante, siempre serán luminosas las palabras de Stanley Kubrick: «Yo no olvido nunca que el cine es, ante todo, un medio de comunicación de masas. Ahí reside su funcionalidad política. Tal vez haya quien me acuse de posibilismo, pero estoy convencido de que es más efectivo un filme comercial ideológicamente consecuente, que un panfleto político underground»[1].

            No mires arriba, como buena sátira, ridiculiza con desparpajo a los poderosos y a la condición insaciable del capital: en ese tono narrativo —directo, divertido y humorístico— reside la potencia política de su moraleja.



[1] Biblioteca Salvat de Grandes Temas, Cine contemporáneo, No. 38 (Barcelona: Salvat Editores S.A., 1974), 102.


domingo, septiembre 29, 2019

Un Tarantino en homenaje a Tarantino

Leonardo DiCaprio, Brad Pitt y Quentin Tarantino

El de los hippies fue, tal vez, el movimiento contracultural más auténtico e influyente en la sociedad norteamericana de los 60. Se convirtió, por sus ideales y prácticas anti consumistas, ecologistas y pacifistas, en la más fuerte crítica del capitalismo norteamericano desde su seno. Vivían en granjas comunitarias, producían alimentos orgánicos, promovían el amor libre, el uso recreativo y medicinal de la marihuana y otras drogas, y se oponían a la guerra de Vietnam. Haz el amor y no la guerra.
El conservadurismo norteamericano los desprestigió: la imagen de los hippies que los conservadores promovieron fue la de gente ociosa, amoral, drogadicta y, luego del crimen de Sharon Tate, de gente violenta. Esta imagen reaccionaria del hipismo es la que Tarantino ofrece en Había una vez en Hollywood.
El asesinato de Sharon Tate y sus invitados ocurrió en la noche del 8 al 9 de agosto de 1969. Del 15 al 18 de agosto de 1969 sucedió la cumbre del hipismo: Woodstock. Pero de Woodstock no se dice una línea en la película: era imposible que en Hollywood no se hablara de lo que sería Woodstock. La omisión de este dato reduce el movimiento hippie a los crímenes de la Familia Manson. No es solo una alteración anecdótica de la historia, sino una falsificación ideológica de la misma.
Esta caracterización de los hippies le permite a Tarantino explayarse, impunemente, en la violenta secuencia final. Claro, la violencia se justifica como un espejo: estos —los “malditos hippies”, según Rick Dalton— hicieron lo mismo con Sharon Tate; por lo tanto, la violencia contra tales personajes quedaría “justificada”. Es decir que, para confrontar la violencia, si un ladrón quiere meterse en mi casa yo tengo derecho a masacrarlo y matarlo con un lanzallamas. Me dirán que se trata de una típica provocación de Tarantino en estos tiempos en los que ciertos fundamentalismos de lo “políticamente correcto” parecerían estar haciéndole daño al arte. De esta manera Tarantino justifica el que dos hombres masacren a dos mujeres hippies, ya que son unas asesinas despiadadas.
Algunos dicen que la modificación de los sucesos reales es para no mostrar el crimen sangriento perpetrado contra Sharon Tate y sus amigos como una suerte de homenaje a las víctimas. Pero Tarantino perpetra esa misma violencia contra los hippies, que son los homicidas en la realidad. Y con eso satisface el sentido primitivo de justicia de los espectadores. Y Cliff, el que más se ensaña golpeando a las mujeres, pasa de simpático aunque pesa sobre él la acusación, de ambigua respuesta, de haber asesinado a su esposa. No alcanza a ser una crítica de la violencia y la masculinidad de Hollywood, sino una celebración de la misma. Una evasión a lo Disney, pero en sangriento. 
En Había una vez en Hollywood las mujeres son estereotipos: Sharon Tate es una rubia naif y superficial que va a contemplarse a sí misma en el cine y se emociona con la risa de los espectadores, una diva superficial aunque lea Tess; la niña actriz es una niña adulta, un poco insoportable, aunque tiene un gesto conmovedor cuando felicita a Rick por una escena; la hippie Pussycat es una adolescente libidinosa y pare de contar; las hippies, en general, una caricatura hecha con los prejuicios sobre la mujer italiana. Parecería que a Tarantino solo le importan los pies desnudos de las mujeres.
Es como si a Tarantino estuviésemos dispuestos a aceptarle todo, incluidas las tres horas de la película. Dicen, «qué maravilla de construcción histórica»: pero eso es lo menos que podemos esperar de una película de época con un presupuesto de noventa millones de dólares. Al final, es como si Tarantino hubiese decidido: «ya que tenemos esta escenografía de una época chévere no la desperdiciemos en una vulgar peli de hora y media». Y así, la película está llena de guiños autorreferenciales, desplazamientos largos y aburridos, y un revisionismo histórico que en esta ocasión no funciona, como en Bastardos sin gloria, sencillamente, porque los hippies no pueden ser comparados con los nazis: El mismo lanzallamas que Dalton usa contra los nazis es el que utiliza para matar a la hippie.
Espero no ser malinterpretado. Tarantino es un gran director y he visto casi todas sus películas: aunque él lo intente, no podría hacer una película mala; pero Había una vez en Hollywood no será una de mis favoritas. Me dejó un sabor agridulce: me gustaron algunas constantes de Tarantino, el dúo DiCaprio – Pitt, la intertextualidad con los spaghetti westerns y la lista de canciones; me disgustaron los excesos autorreferenciales, la misoginia, cuyo descaro es también su cobertura, el humor xenofóbico y la visión que ofrece de los hippies.
Había una vez en Hollywood es, antes que nada, un homenaje de Tarantino al cine de Tarantino, y está llena de trucos tarantinescos.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 27.09.19