José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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martes, marzo 31, 2020

¿Por qué leer La peste, de Camus, en esta cuarentena?

             
Jean-Marc Bar y William Hurt caminan en Orán, el puerto infectado.
Fotograma de The Plague (1992), de Luis Puenzo, basada en la novela homónima de Albert Camus.
Había una vez, en una ciudad, muy pero muy lejana, un mercado de pescados, pollos, gatos, murciélagos, culebras y otros animales, cuyos habitúes, de pronto, enfermaron de neumonía y comenzaron a morir. Mientras todo esto pasaba en China, nadie, o muy pocos, en el lado occidental del mundo prestaba atención; para la mayoría, aquel extraño brote epidémico tenía su origen en las exóticas costumbres culinarias de los chinos. A fines de diciembre de 2019, en la milenaria ciudad de Wuhan, el gran centro industrial, comercial y financiero de China, fueron diagnosticadas las primeras muertes producidas por la COVID-19. El mercado de Wuhan fue cerrado y un cerco epidemiológico fue declarado por las autoridades chinas. Aquellas primeras muertes tampoco nos conmovieron: ¡es que hay tantos chinos!, dijeron los tuiteros, esos maestros de la ocurrencia, lo impertinente, y el lugar común.
            «Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194…, en Orán». (9) Este es el comienzo de la novela La peste, de Albert Camus, publicada setenta y tres años atrás, que he releído en estos días. Orán es descrita como una ciudad de gente que sueña con enriquecerse, en donde todos se ocupan de hacer negocios; y, aunque dedican los fines de semana a divertirse, durante el resto de la semana procuran hacer mucho dinero. Más adelante, el narrador de la novela dirá: «La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera». (11) Rieux le comenta el hallazgo al portero y este le responde que en el edificio no hay ratas, que alguien debió ponerla como una broma. El 25 de abril, la radio de la ciudad anunciaba que 6.231 ratas habían sido recogidas en el transcurso de ese día. Y el 28, la cifra llegaba a ocho mil. El 30 de abril, el portero del edificio moría con el cuerpo infectado de bubos.
            ¿Por qué leer La peste en esta cuarentena por causa de la COVID-19? En estos días de escasas certezas, no me atrevo a una respuesta única; tan solo concibo realizar la lectura reflexiva de una novela deslumbrante por sus cuestionamientos éticos a la conciencia del ser humano, en medio de las dudas y las preguntas como testimonio de lo mucho que ignoro. Nos encontramos en medio de una pandemia voraz en un mundo globalizado e incansable para hacer dinero como lo es el novelesco puerto de Orán; estamos expuestos a un virus, contra el que los científicos aún no conocen vacuna, que se expande velozmente y sin contención posible, similar a la peste a la que hizo frente el doctor Rieux; estamos padeciendo un aislamiento social, que transformará, o no, las conductas del individualismo, similar a la cuarentena a la que fue sometida la ciudad de Orán.

La felicidad del individuo es el sacrificio de sí mismo

Albert Camus, (1913-1960), autor de La peste. Premio Nobel 1957.
            Al principio, cuando confrontamos un mal, solemos negar su existencia como primera acción defensiva. Cuando intuimos que aquel mal pone no solo en riesgo sino también en cuestión los privilegios que tenemos, en un primer momento, nos invade el desconcierto y la desazón. Es cuando nuestra individualidad se quiebra como vidrio de mala calidad y, al igual que sucede en La peste, debemos aceptar que la libertad y la felicidad del individuo son anuladas por la necesidad colectiva del aislamiento social. En su lúcido ensayo Humanismo de Albert Camus (1973), Juan Valdano ha señalado que en La peste «el esfuerzo por la felicidad no se realizará tampoco en el egoísmo, sino en la entrega de sí mismo hacia los demás». (79) Y esa entrega está representada por Bernard Rieux, el médico que, a pesar de estar separado de su esposa que convalece en otra ciudad, se dedica a trabajar, con honestidad y sin aspavientos de heroísmo, por los contaminados por la bubónica.
            En la novela, Orán queda aislada del mundo y aquello causa más de una contrariedad a sus habitantes. Hoy, en el tiempo de la COVID-19, el mundo es un aislamiento en sí mismo; hemos quedado reducidos a ser las islas que somos los individuos sin más contacto físico con los demás que el estrictamente necesario y el simulacro de relación social que nos da la virtualidad. La novela está protagonizada únicamente por hombres; en ella, las mujeres son una referencia al amor roto de estos protagonistas: la esposa de Rieux, la mujer de la que Grand está separado, la mujer por la que Rambert, el periodista, pretende quebrantar la ley y escapar al confinamiento para unirse a ella.
            La diferencia con la novela es que, en estos días, mujeres y hombres somos los protagonistas de la vida y la muerte, y de la lucha por la permanencia de lo mejor del ser humano en constante confrontación con lo peor de nosotros mismos. Y el amor roto radica en la separación intempestiva de todos los que se aman, en la recesión de la ternura, en el sufrimiento de la enfermedad, en la imposibilidad de las honras fúnebres a nuestros seres queridos. Comprenderlo mediante la lectura de la novela nos ayuda a vivirlo en la plenitud del dolor y de la esperanza.

La fragilidad humana
            Al comienzo, en Orán, se cree que la peste es un asunto de la pobreza que no tocará a los ricos; como cuando creíamos que la COVID-19 era una “enfermedad de los chinos” y que eso nunca nos iba a suceder a nosotros que no comemos murciélagos, aunque sí despedacemos cangrejos, con herramientas ad-hoc. De pronto, el director de un hotel elegante y exclusivo descubre ratas muertas en el ascensor de su edificio. Tarrou lo consuela diciéndole que todo el mundo está en lo mismo, a lo que el administrador responde: «Eso es, ahora estamos también nosotros como todo el mundo». La enfermedad y su peligro de muerte nos convierte en estadística, y nos iguala a todos respecto de la fragilidad del ser humano ante el virus, es decir, en relación con la fragilidad de la vida humana. 
            En La peste, cuando la multiplicación de las muertes comienza a desbordarse y ya no hay tiempo para las ceremonias fúnebres, las fosas comunes todavía guardan un último recato pos mortem y hay unas para hombres y otras para mujeres. «Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momentos. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, esta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si habían tenido con ella al enfermo» (110). Mas llega un momento en el que los cadáveres se mezclan y el ritual se reduce a unas paladas de cal para cubrirlos. ¿Habremos llegado ya a ese instante cruel? Ni siquiera podemos, como Antígona, rebelarnos y rescatar los cadáveres de quienes fueron nuestros amados para el ceremonial del rito fúnebre. El desbordamiento de la muerte nos obliga a llevar el duelo únicamente con la memoria de quien fuera un ser humano y ahora es un cuerpo sin vida. Tal vez tenemos la oportunidad para que el culto a los muertos retome su origen: lo que honramos es la memoria de la vida del ser amado y la transformación de la materia humana en espíritu, o en nada, según sea nuestra particular creencia.

Los que lucran con la peste y la honestidad
            También están los que, como Cottard, piensan únicamente en la manera de lucrar con la peste. Este personaje es el símbolo de aquellos que, en toda crisis, se enriquecen con la especulación. Los que hacen del contrabando su negocio, lo que provocan escasez, los que suben los precios. Para Cottard, la peste es un buen negocio. En términos contemporáneos, están los que cuidan el crecimiento del capital en todo momento antes que la vida del ser humano. En Orán no había seres más abyectos, en términos morales, que los especuladores; en el mundo de hoy, esos especuladores son los tenedores de los papeles de la deuda de los países que exigen a sus gobiernos el pago puntual de las acreencias en Wall Street, porque también, en medio de las sonrisas y fotos de las páginas sociales de diarios y revistas, son verdugos de sus conciudadanos. Cuando estemos todos muertos, los papeles de la deuda, que tanto atesoran los banqueros, no servirán ni para pincharlos como tarjeta de presentación a las coronas de flores de la humanidad.
            Frente a los inmorales, están aquellos que, en tiempos de crisis, sacan a relucir el sentido del bien y sacrifican su propia felicidad en función del prójimo. El cuerpo médico y el personal administrativos de los hospitales, los trabajadores de los servicios básicos, quienes expenden víveres, los recogedores de basura, aquellos que reparten el gas a domicilio, los repartidores de compras en línea, el voluntariado diverso. Es decir, todas las personas que están trabajando para que la ciudad no se paralice del todo y el resto de nosotros pueda guardar la cuarentena; esas personas que ponen en riesgo su propia vida en cada labor que llevan a cabo, para que nosotros podamos leer una novela y escribir sobre la misma. El doctor Rieux reflexiona al respecto: «Sin embargo, es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad. […] en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio». (106)
            La caridad, que es la forma más elemental de la solidaridad, es una buena acción en cualquier tiempo, más aún en tiempo de crisis. Todo lo que hagan las personas y las instituciones para donar algo en beneficio y en función de alguien es loable; pero la caridad no reemplaza nunca, en ningún momento, a las políticas públicas. Es bueno que una empresa o una celebridad donen un lote de sus productos alimenticios o dinero para un hospital, que algún empresario compre y regale insumos médicos, que alguna fundación o institución financiera organicen una colecta pública, pero es mejor que las empresas y la ciudadanía paguemos impuestos para fortalecer el acceso a la salud pública de calidad. Lo paradójico es que algunos de los donantes y sus corifeos son los mismos que se han opuesto al fortalecimiento del sistema de salud pública y la suya, por tanto, resulta una caridad para la promoción de sí mismos. Y, por supuesto, lo óptimo sería que el Estado, a través de la ejecución de las políticas públicas, fuese el que lleve adelante la atención a la población y que las acciones caritativas sean tan solo un aditamento anecdótico a la acción principal.

El escándalo de la muerte y los creyentes
            
Fotograma de The Plague (1992), dirigida por Luis Puenzo, basada en la novela homónima de Camus.
En Orán, hay quienes invocan a San Roque, el santo que protege de la peste. La oración es otra manera de encontrar sosiego en tiempos difíciles. Al comienzo de la cuarentena, el jesuita Paneloux considera que hay una relación entre el pecado de la humanidad y la peste: no se trata del pecado individual sino del pecado de un mundo que perdió el rumbo de su alma y se olvidó de Dios; al mismo tiempo, en el sermón que ofrece a sus feligreses, Paneloux plantea que la peste es también una oportunidad para redimirse: «… extendéis ahora una mirada nueva sobre los seres y las cosas desde el día en esta ciudad ha cerrado sus murallas en torno a vosotros y a la plaga. En fin, ahora, sabéis que hay que llegar a los esencial» (65).
            En la novela, Paneloux, Tarrou y Rieux, con sus diferencias ideológicas a cuestas y con sus propias motivaciones vivenciales, comienzan a trabajar juntos. Combaten la peste, se entregan al prójimo en este combate, mas hay una escena dramática en la que son derrotados sin consuelo por aquella. A los tres les toca contemplar, minuto a minuto, cómo agoniza el hijo del juez Othón. La agonía dolorosa de todo ser humano, en especial de un niño, resulta un escándalo. «Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente» (134).
            Luego de la muerte del niño, el sacerdote Paneloux y el médico Rieux intercambiarán dos conceptos distintos del mundo y del ser humano y de lo que significa la aceptación de la muerte. Rieux le ha hablado con cólera a Paneloux y este le reclama con suavidad dicha actitud, señalando que para él también es insoportable lo que ha sucedido; Rieux le pide que lo perdone y explica su actitud señalando que el cansancio es una especie de locura. «Lo comprendo —murmuró Paneloux—, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender». Rieux le responde: «No padre. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados» (137).
            El siguiente sermón que ofrece Paneloux a su feligresía, luego de esta conmovedora experiencia, bordeará la herejía, según Rieux. Para los creyentes estos momentos ponen a prueba su fe de manera definitiva. No se trata de rechazar las precauciones recomendadas por la ciencia médica. «No había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonarlo todo. Había únicamente que empezar a avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas, y procurar hacer el bien» (142). Más tarde, Tarrou le comentará al doctor Rieux: «Paneloux tiene razón. Cuando la inocencia puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe: irá hasta el final» (143). El pasado domingo, 29 de marzo, el Papa Francisco escribió el siguiente tuit: «En el Evangelio de hoy (Jn 11, 1-45) Jesús nos dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida… ¡Tened fe!” En medio del llanto, seguid teniendo fe, incluso cuando parece que la muerte ha vencido. Dejad que la Palabra de Dios traiga de nuevo la vida donde hay muerte». Prafraseando a Tarrou, cuando la doliente agonía se pasea sobre el balde de una camioneta reclamando atención médica, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar el agónico dolor ambulantes.

La COVID-19 desnuda la inequidad    
            Pronto llegan en Orán las detenciones para quienes desacatan las normas de convivencia, la desconfianza entre las personas, la desconfianza en las cifras de las autoridades, la desesperanza, los fusilamientos para aquellos que intentan saquear o saltar el cerco del aislamiento. No obstante, en esta novela no hay escenas de represión selectiva ni clasista: no existe el palo y el insulto para los pobres y las consideraciones de la palabra para los ricos. Y, aunque los ricos siempre se dan mañas para que la peste no altere sus privilegios, la peste los alcanza también.
            La COVID-19, en general, no ha distinguido ni clases ni razas, pero sí ha puesto en evidencia la inequidad social del mundo, como sucede durante las pestes. La ausencia de liderazgo mundial frente a esta pandemia se nota en que hasta ahora no ha habido, por ejemplo, una reunión general urgente ni de la ONU, ni de los organismos regionales, que adopte medidas económicas, sociales y, sobre todo, de salud pública mundial para contender la expansión de la pandemia. Es como si lo principal fuese preservar el mundo del capital y sacrificar al ser humano: las muertes, aunque no se lo diga por pudor, entran en el cálculo de los daños colaterales.
            Lo que no aparece en la novela tiene que ver con la contemporaneidad virtual. El exilio que implica toda cuarentena parecería roto por la ilusión de cercanía que nos dibuja las redes sociales. La gente que puede y está conectada a Internet se comunica, logra verse, utiliza la tecnología de la virtualidad para el trabajo y las relaciones personales. Pero de esa ilusión de cercanía que provocan las redes sociales de la virtualidad ya se ha hablado antes de la pandemia. Los abrazos y los besos continúan haciendo falta y sobran las disputas políticas en ese campo minado que son la redes, un escenario plagado de noticias falsas, interpretaciones antojadizas de las estadísticas, violencia verbal de todo tipo que reproducen arquetipos machistas y, cómo no, consejos extravagantes reñidos con la ciencia de quienes se sienten influencers.
            Como señaló Juan Valdano en su libro sobre Camus: «Todas las encarnaciones del mal guardan el mito de la peste: tras su máscara fatídica están ocultos los más diversos flagelos: físicos, morales, sociales, metafísicos. Pero la peste es también la vida, la vida en su degradación, la vida como fuerza del mal, la vida como principio de destrucción, de corrupción, de corrosión. La peste es la vida y la muerte en su eterno retorno» (128).

Cuestionarnos a nosotros mismos
Primera edición, 1947.
            El doctor Rieux concluye que «todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo» (181). Jean Tarrou, que es un cronista de la peste de cuyo testimonio se vale Rieux para armar la narración, «creía que la peste cambiaría y no cambiaría la ciudad, que, sin duda, el más firme deseo de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones» (173-4).
            Este reconocimiento de nosotros mismos implica un cuestionamiento ético al mundo en el que vivimos, sumergidos en la felicidad que genera la sociedad de consumo y la creencia ideológica de que vivimos en el fin de la historia y, por tanto, en una sociedad que no admite cambios. El enfrentamiento de EE. UU. y China, que viene de antes de la pandemia, ya ha comenzado a diseminar en los espíritus colonizados de Occidente el virus de la sinofobia y los agentes de ese neocolonialismo, impregnados de las teorías de la conspiración, ya hablan de “pasarle la factura” de la pandemia a China cuando esta pesadilla termine. Las culpas, para alivio de las buenas conciencias, siempre recaen sobre ese Otro exótico, lejano, ese bárbaro al que construimos como el enemigo de nuestra propia ignominia, esa inequidad escandalosa de la que no nos atrevemos a hablar porque significaría la interpelación al sistema de vida sobre el que se levanta la sociedad Occidental del poscapitalismo.
            Al parecer, no estamos aprendiendo lo mucho que nos está enseñando la pandemia, y parecería que terminaremos aceptando, como sentencia el narrador de la novela, que «… el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás […] y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa» (192). Y no obstante, el mismo doctor Rieux, con moderado optimismo sobre la conducta del ser humano, nos dice el porqué decidió narrar los hechos que se cuentan en La peste: «para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres cosas más dignas de admiración que de desprecio» (192).
            ¿Saldremos purificados del encierro al que nos confinó el coronavirus o volveremos a la misma soberbia del ser humano que cree que todo lo domina y todo lo puede? ¿Continuará la avaricia del capital como si la soberbia fuese la que hubiera derrotado al virus que corroe el alma del ser humano? ¿Sobre quiénes recaerá el peso de la reconstrucción de la economía, a quiénes les pedirán los mayores sacrificios, sobré qué vidas se cebará la recesión? ¿Seguiremos aceptando que la salud sea un negocio privado o invertiremos en un sistema público de salud, de acceso universal y de calidad y calidez? ¿Tenderá la vida cotidiana a la sencillez y al respeto a la Naturaleza o retomará su carrera de acumulación y consumismo desenfrenados? ¿Aprenderemos al final de la COVID-19, como aprendieron algunos habitantes de Orán al final de la peste, «que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana»? (187).
            La peste, de Albert Camus, disecciona los elementos sociales de una epidemia de bubónica localizada en el puerto de Orán, a finales de los años cuarenta del siglo veinte; su lectura contribuye a reconocernos, en medio de una pandemia que sucede en el siglo veintiuno, como los seres humanos que vemos confrontada nuestra felicidad individual a las necesidades colectivas de una sociedad que lucha para sobrevivir como tal. También nos ayuda a entender el amasijo de reacciones, opiniones, las conductas honestas y las oportunistas de los diversos actores sociales. Y, para claridad de nuestro espíritu, la lectura de novela La peste, nos ilumina para entender la condición humana y sobrellevar a nuestro prójimo próximo y a nosotros mismos.


Libros consultados

Camus, Albert. La peste [1947]. Traducción de Rosa Chacel. Buenos Aires, Editorial Sol 90, 2003.
Valdano, Juan. Humanismo de Albert Camus. Cuenca, Universidad Católica de Cuenca, 1973.
PS: Los números al lado de las citas corresponden al número de la página de la misma en la edición consultada para este ensayo.

lunes, abril 15, 2019

La imposibilidad del silencio reflexivo en tuiter

Fotografía: Marcela Sánchez (Mara) 2015.

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», plantea Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo. Existen muchas teorías acerca del suicido: desde la sociológica de Durkheim (1897), las sicoanalíticas de Freud (1910), Jung (1959), o Menninger (1972); y las biológico-genéticas que lo asocian con la depresión. Así que, juzgar el suicidio de una persona, bajo los efectos de la exaltación fundamentalista de tuiter, no solo es irresponsable, sino que denota falta de empatía y carencia de sentido autocrítico.
            Hace un par de semanas se desató una violenta discusión en tuiter: un músico mexicano de más de sesenta años se suicidó luego de ser acusado, en esta red social, por una mujer no identificada, de haber abusado sexualmente de ella cuando era menor de edad. La cuenta desde donde nació la acusación dice en su descripción: «Manda un DM con tu denuncia anónima y publicamos el nombre del agresor». Según esta cuenta, el anuncio del músico acerca de su suicidio «fue chantaje mediático».
Una tuitera comentó: «No estoy defendiendo a nadie, sólo me pregunto si el músico era inocente... ¿Por qué se suicidó, en un lugar de demostrar su inocencia?» Tal vez, por razones que tienen que ver con los abusos y la violencia de los hombres en sociedades patriarcales, hemos llegado al absurdo, no solo jurídico sino filosófico, de que los acusados «demuestren su inocencia», y hemos olvidado el principio de que «la carga de la prueba», es decir, de la demostración, es de quien acusa. Además, estamos pretendiendo que toda mujer que acusa a un hombre de abuso dice la verdad por el solo hecho de ser mujer y que el hombre es culpable por el solo hecho de ser hombre.
Por otra parte, hay quienes sostienen que «si la denuncia es anónima es porque las mujeres tenemos miedo de que el agresor tome represalias», así como el hecho de que los procesos judiciales, en estos casos, vuelven a victimizar a la víctima. Por lo general, los oficiales de la policía y el sistema judicial suelen buscar la culpabilidad del abuso y la violencia en las actitudes de la propia víctima: Qué hizo para provocar el ataque, cómo andaba vestida, por qué estaba en el lugar de los hechos, etc. Y —es sustancia para la reflexión—, existen muchos casos en los que la víctima termina suicidándose porque no encuentra quien le haga justicia o, al menos, quien le crea.
La pena de muerte está reservada para delitos atroces y su sentencia implica un proceso en el que el acusado tiene garantías y, salvo confesión, la presunción de inocencia. Una lapidación virtual conduce a una muerte civil mediante un proceso expedito en el que el acusado queda en indefensión. Elena Poniatowska lanzó un trino llamando a la reflexión: «La acusación de acoso sexual a tontas y a locas puede lastimar el buen nombre de un hombre perfectamente honesto», pero el silencio reflexivo parece un imposible en tuiter.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 12.04.19