José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, diciembre 15, 2025

Notas de lectura III

Como lo indiqué en mi entrada del 9 de diciembre de 2025 y en la del 13 de enero de 2025, bajo el título de Notas de lectura compartiré mis reflexiones en formato de reseñas breves.

 

La correspondencia de Benjamín Carrión

 

            El Centro Cultural Benjamín Carrión publicó, el 2023, cuatro volúmenes de la correspondencia de Benjamín Carrión con personajes del mundo cultural ecuatoriano entre 1945 y 1959. El esfuerzo que supone la selección, digitalización y organización de la abundante correspondencia de Carrión es de por sí un trabajo loable que fue llevado a cabo por el infatigable Luis Rivadeneira A.

            La correspondencia está organizada por el nombre de los personajes que la generaron, aunque la mayoría de las veces no incluye, por razones obvias, la respuesta de Carrión. Los temas que tocan son de lo más variado: cuestiones literarias y culturales, pedidos específicos de publicaciones y otros favores, comentarios sobre publicaciones y hasta cuestiones domésticas de amigos comunes.

            La introducción al volumen I, «Benjamín Carrión, en otro tramo de su correspondencia» se refiere, sobre todo, al proceso cultural que desembocó en la fundación de la Casa de Cultura Ecuatoriana y otros quehaceres diplomáticos y políticos de Carrión. Rescato la carta de Carrión a Pedro Jorge Vera, del 7 de febrero de 1945, en la que reconoce el papel protagónico que tuvo Alfredo Vera Vera, que fuera ministro de Educación de La Gloriosa, en el nacimiento de la Casa y que cito inextenso:

 

Es verdad. Con Alfredo Vera, alto y robusto espíritu de la nueva cultura nacional, concebimos y elaboramos el proyecto de fundación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Porque él y yo pensamos que, para rehabilitar —para resucitar debiera decir— esta patria nuestra, que nos la asesinaron en cuerpo y en espíritu, llevándola a la derrota sin batalla y a la vergüenza sin acción, ningún medio mejor que facilitar, dar vitalidad al esfuerzo de cultura que, sin apoyo o, lo que es peor, escarnecido y fustigado, tendía a morir o a enfangarse en la inmoralidad, en la venalidad, en el proclive palaciego y áulico. Porque Vera y yo pensamos que un país empequeñecido territorialmente por la cobardía debía tratar de engrandecerse, más que por un esfuerzo bélico, en el que podemos ser fácilmente superados, o por medio de una diplomacia desgarbada y sin respaldo, mediante el civismo, la moralidad y la cultura. Por eso, entre los fines de la Institución, además de sus labores específicas tiene, de acuerdo con el Decreto que la fundara, «la exaltación del sentimiento nacional y de la conciencia del valor de las fuerzas espirituales de la Patria». O sea, convalecer aquello que está agonizante y que, al morir, arrastrará consigo a la nacionalidad misma. Vera y yo pensamos que ningún servicio mejor podíamos prestar a la patria que este.[1]

 

En síntesis, este archivo de las cartas de Carrión con personajes ecuatorianos, en cuatro tomos, está a disposición del gran público. Asimismo, está a la espera de quienes se dedican a la investigación para que las lean y a organicen temáticamente o según los intereses académicos respectivos, y que rastreen en ellas el devenir cultural y literario del país alrededor de mediados del siglo veinte en torno a la figura emblemática de Benjamín Carrión.

  

 «Dos cuentos», dos expresiones artísticas 

 

En pequeño formato, dos expresiones del arte: padre e hijo, escritor y artista plástico. El libro Dos cuentos, de Francisco Proaño Arandi, es una pequeña joya: el arte gráfico de Ernesto Proaño Vinueza ilustra dos textos de su padre que, a su vez, dialogan intertextualmente con Kafka y Borges, y con Melville.[2]

«Borges y Kafka» especula sobre un encuentro entre los dos escritores, en algún lugar de la ciudad: «A K le será difícil, si no imposible, atravesar la masa compacta de cortesanos que asisten, testigos privilegiados, a la muerte del emperador […] Borges se extraviará, volverá una y otra vez sobre sus propios pasos, rastreador del secreto que esconde la alucinante ciudad». El cuento es una síntesis de las preocupaciones estéticas y existenciales de los dos escritores que lo protagonizan, de tal forma que el diálogo intertextual es diáfano y sugerente. Los retratos icónicos de Kafka y Borges realizados por el artista, siluetados en blanco, negro y tonos de grises sobre planos urbanos difusos, asfixiantes como los laberintos de la burocracia y la existencia, imprimen un ambiente que potencia en la gráfica el texto del cuentista.

Igual sucede con «Ahab en la ciudad», un cuento sobre el extravío del capitán y la ballena y la presencia fantasmal de Bartleby, el escribiente, y una urbe de edificios destartalados, «como lo soñó Melville: inmóvil, hierático, eternamente incólume y erguido…». Un cuento que es una meditación sobre la crueldad de la urbe y su afán de dinero: el centro financiero es una ruina y sobre ella, la ballena y Ahab se encuentran tras perder esa parte de uno mismo que todos andamos buscando. En las ilustraciones, la ballena, el barco, los marineros y Ahab, con su pata de palo: todos parecen danzar en sombras blancas sobre el mar negro de la página hasta permanecer «triunfante en su perpetua inmovilidad vertical».

Dos cuentos, de Francisco y Ernesto Proaño, conjuga dos expresiones del arte: la escritura y la ilustración gráfica. Un pequeño libro-objeto en el que el artista envuelve las palabras del escritor y estas, a su vez, irrumpen en la ilustración; así, el objeto artístico, hecho de palabras y gráfica, crea una atmósfera onírica que nos sumerge en dos cuentos poblados de fantasmas literarios que se vuelven verdad de la ficción en los textos que estamos leyendo y cuyas ilustraciones los iluminan. 


«Paulina: Impresiones y recuerdos»:

recuperación de un relato del siglo XIX

           

Paulina: impresiones y recuerdos, de Cornelia Martínez Holguín, fue publicado, por primera vez, en el sexto número de La Revista Ecuatoriana, el 30 de junio de 1889. Este relato fue reeditado el año pasado por la Editorial de la Universidad Nacional de Educación, UNAE, y El Fakir, en una edición crítica, cuidada con rigor académico y mucho esmero editorial, a cargo de Álvaro Alemán, miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.[3]

            La edición de Alemán, que optó, acertadamente, por modernizar la ortografía, incluye notas que comparan el texto de 1889 y el de su segunda publicación, en 1948, en Los mejores cuentos ecuatorianos, antología elaborada por Inés y Eulalia Barrera, así como observaciones contextuales que contribuyen a una mejor comprensión del relato. Al final del libro, los editores nos entregan un regalo bibliográfico que es la publicación original del relato en La Revista Ecuatoriana, a la que se puede acceder mediante un código QR, que reproduzco en esta reseña.

            Tengo dos observaciones a la edición de Álvaro Alemán. La primera es sobre el título del relato ya que este, en La Revista Ecuatoriana, es «Paulina. (Impresiones y recuerdos)». Hay una ostensible diferencia entre el tipo y tamaño de letra de Paulina, que está en negrita, y la información añadida entre paréntesis: (Impresiones y recuerdos). ¿Por qué eliminar el paréntesis e integrar la información añadida como si fuera parte del título mediante el uso de los dos puntos? En este libro no hay explicación del editor sobre la decisión de modificar el título.

La segunda tiene que ver la definición de este texto como novela. Paulina: impresiones y recuerdos es un relato que ocupa nueve páginas y media (229-239) en el número ya citado de La Revista Ecuatoriana, así que resulta forzado llamarla novela. De hecho, Inés y Eulalia Barrera incluyeron a Paulina en una antología de cuentos. Alemán acepta que el siglo XIX posiciona a la novela como género literario, sobre todo en Europa, aunque señala que en América Latina y Ecuador los primeros ejercicios novelescos son escasos y tentativos. Sin embargo, para 1889, la novela en el continente ya tenía abundantes títulos: desde El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, (1816), pasando por Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, (1841), Amalia, de José Mármol, (1851-1855), María, de Jorge Isaacs, (1867), la misma Cumandá, de Juan León Mera, (1879), hasta Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, (1889), publicada el mismo año en que apareció «Paulina», de Cornelia Martínez, entre los más conocidos. La forma del género novela ya estaba definida por lo que resulta forzado llamar novela a un texto que, en una carta a Cornelia Martínez, citada por el mismo Alemán, su primo Juan León Mera llama, en el mejor de los tonos, «hermosa y delicada historieta» (74).

Por lo demás, esta edición de Paulina: impresiones y recuerdos, a cargo de Álvaro Alemán, es un trabajo de investigación meticuloso y admirable que le permite a su editor reflexionar no solo sobre el sentido cultural de un relato que da cuenta de una escritura de características románticas y modernistas, sino también sobre el lugar de la mujer escritora a finales del siglo diecinueve en el Ecuador. Asimismo, esta edición a cargo de Álvaro Alemán, a disposición del público en el portal de la editorial de la UNAE, es un ejemplo de la importancia de recuperar estos textos poco conocidos para, con más información y acuciosidad, ampliar la mirada y el debate críticos sobre nuestra historia literaria.



[1] Benjamín Carrión, «A Pedro Jorge Vera, 7 de febrero de 1945», en Correspondencia V, Cartas ecuatorianas 2, Tomo IV (Quito: Centro Cultural Benjamín Carrión, 2023), 245.

[2] Francisco Proaño Arandi, Dos cuentos, colaboración gráfica y editorial con Ernesto Proaño Vinueza (Quito: Sacatrapos, 2025). Los dos cuentos aparecieron originalmente en Historias del país fingido (Quito: Eskeletra, 2003), con el que Proaño ganó el Premio Joaquín Gallegos Lara 2003.

[3] Cornelia Martínez, Paulina: impresiones y recuerdos, edición crítica, estudio y notas de Álvaro Alemán (Azogues: Editorial UNAE / El Fakir, 2024).

 

lunes, diciembre 08, 2025

Las incómodas Drag Queens del Museo de la Ciudad

El colectivo Up-Zurdas presentó «AristócRatas: crónica de una Marica incómoda» en el Museo de la Ciudad, de Quito. (Foto del Museo de la Ciudad)

«No soy Pasolini pidiendo explicaciones / No soy Ginsberg expulsado de Cuba / No soy un marica disfrazado de poeta / No necesito disfraz / Aquí está mi cara / Hablo por mi diferencia / Defiendo lo que soy / y no soy tan raro».[1] Así comienza el «Manifiesto (Hablo por mi diferencia)» del escritor y activista chileno Pedro Lemebel. El espíritu lemebeliano estuvo presente en el espectáculo «AristócRatas: crónica de una Marica incómoda», del colectivo Up-Zurdas, en el Museo de la Ciudad, de Quito. El espectáculo también celebraba un aniversario más de la despenalización de la homosexualidad en Ecuador que ocurrió el 25 de noviembre de 1997, «cuando el Tribunal Constitucional emitió una sentencia en el Caso 111-97-TC en que declaró inconstitucional el primer inciso del artículo 516 del Código Penal, que tipificaba las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo como un delito con una pena de cuatro a ocho años de reclusión». La puesta en escena se dio en una de las salas del museo que es la antigua capilla del Hospital San Juan de Dios, lo que ha causado una reacción escandalosa de sectores conservadores que consideran una ofensa a la religión católica la presentación de una obra teatral de Drag Queens en dicho espacio. Según comentó Mota Fajardo fundadora de la colectiva Pacha Queer, que existe desde 2013, en el programa Kike Shou del 4 de diciembre pasado, la obra pone en discusión las violencias estructurales que la población sexo-génerica diversa ha tenido que vivir históricamente tales como la falta de acceso a la familia, al trabajo, a la educación, etc. Como resultado de esa violencia estructural, según un informe de WOLA, el promedio de vida de una persona trans en América Latina es de treinta y cinco años. Entonces, ¿qué es lo que incomoda de la representación de «AristócRatas: crónica de una Marica incómoda»? Ciertos voceros de la derecha, que se dan golpes de pecho como beatos de mentalidad colonial, dicen que la obra se realizó en un recinto sagrado. La verdad no puede convertirse en un detalle menor: en realidad, la capilla del Museo de la Ciudad es una pieza de museo que está desacralizada desde 1998. Es cierto que su valor simbólico permanece en el imaginario social, pero, en términos teológicos, no estamos ante un acto sacrílego ni blasfemo porque, en realidad, no se ha profanado ningún lugar sagrado. ¿Se pudo montar la obra en otro espacio del museo? Seguramente, y eso hubiese evitado que se utilice la religión con fines políticos y partidistas, y que se alboroten los voceros del discurso homofóbico que, cuando llega a la calle, alienta los crímenes de odio. Enseguida, surgen otras preguntas: ¿Se pueden ejecutar en esta sala conciertos de música profana como el Carmina Burana o La consagración de la primavera? ¿Estaría bien realizar una sesión fotográfica con una modelo para una revista? ¿Y recitar poemas de Baudelaire en esmoquin? ¿Se debe permitir una exhibición de la obra de León Ferrari que incluya la icónica instalación «La Civilización Occidental y Cristiana» (1965) que es una obra que muestra a Cristo crucificado en la parte inferior de un bombardero estadounidense utilizado en la guerra de Vietnam? El problema es complejo porque las respuestas a estas preguntas implicarían una lista de permisos y prohibiciones, cuestión que desdice de la libertad artística que debe imperar en un museo. Sin embargo, hay que anotar que una curaduría artística sí debe tomar en cuenta cuál es el valor simbólico de un espacio; más aún en este caso, pues se trata de una capilla católica y existe una feligresía que cree en sus símbolos religiosos. La raíz del conflicto tal vez esté en el uso de un espacio que es simbólicamente religioso como si fuera un espacio cultural secular. No obstante, la agenda anti-derechos, impulsada por el trumpismo a nivel continental, no tiene límites: lo que les incomoda, en realidad, es la existencia misma de cuerpos y sexualidades diversas, no importa en dónde se presenten: ya sea en un desfile callejero el día del Orgullo, ya sea en la atención de una ventanilla de banco, ya sea en el ejercicio de la docencia, ya sea en la fiesta de Navidad de la familia, ya sea en una sala de teatro, y así, en cualquier parte. Y si bien las disculpas que ofreció el alcalde de Quito, a quienes se sintieron ofendidos, apaciguó el alboroto, por el momento, su postura política deja, en cierta medida, en la indefensión a la comunidad LGBTI+, pues, al final del día, esta termina siendo culpable de existir. Pensemos que hace solo veintiocho años, ser homosexual era un delito que se castigaba con una pena de prisión mayor que la que entonces tenía un conductor que matase a alguien manejando borracho. El espíritu colonial de los curuchupas sigue vivo a pesar de las proclamas de modernidad y las consignas libertarias. Este episodio me recuerda lo que Agustín Cueva, en 1967, al final de su texto clásico Entre la ira y la esperanza, escribió «Desde su edad de piedra, la Colonia nos persigue. Mata todo afán creador, innovador, nos esteriliza. Hay por lo tanto que destruirla».[2] Pero no es solo un problema cultural: el discurso homofóbico y anti-derechos pretende instalarse como voz dominante y no cejará en su cruzada de odio. Frente a ello, es necesario que el arte y la literatura continúen incomodando. Y entender, por supuesto, que la lucha de la comunidad LGBTI+ por la aceptación de la diversidad sexual es una lucha por la vida.   



[1] Pedro Lemebel, Loco Afán. Crónicas de sidario (Santiago: Lom Ediciones, 1997), 83-90. Lemebel leyó su «Manifiesto» en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile.

[2] Agustín Cueva, Entre la ira y la esperanza [1967] (Quito: Editorial Planeta, 1987), 153.

 

lunes, diciembre 01, 2025

«Cariño malo», de Silvia Vera Viteri: confesiones en llaga viva

(Foto: R. Vallejo, 2025).
            Historias que asemejan postales: son como un instante congelado en el tiempo en el que se cuece la intensidad de un drama. Historias que se construyen con peripecias encaminadas a un final tremendo, en donde la muerte es la consecuencia del horror al que los personajes son sometidos. Historias de amores contrariados, envueltos en la nostalgia de aquello que rara vez se realiza a plenitud. Cariño malo, de Silvia Vera Viteri,[1] es un muestrario de seres humanos envueltos por la insania, el crimen y la soledad, cargados de culpa, que claman por un poco de amor.        

«Cariño malo» es el cuento que da título al libro. Una historia algo rocambolesca que pone en evidencia la hipocresía social, el sectarismo religioso y el crimen, a partir del drama de un amor agobiado por el remordimiento del incesto. Ignacio San Andrés, el personaje protagónico, es un heredero de una familia rica, ligada al Opus Dei, que confronta la practicidad del negocio familiar con su vocación artística y que, al descubrir un innombrable secreto familiar, se desmorona. Hay cierto tremendismo en la composición de esta historia en cuyos secretos reside el origen de la desagracia. Los designios de Dios son un tormento insoportable y en la persistencia de la culpa se concentra la tensión del cuento: «Nuestra fragilidad estuvo atada a cargas ajenas. Y Dios lo consintió» (61).

La insania mental de algunos seres que habitan estos relatos está sugerida y la sutileza para ir desenredando la madeja de la enajenación acompaña al lector hasta que la autora lo deja caer para que se estrelle contra la locura descarnada del personaje. En «Acróbata», asistimos al monólogo de un personaje que va ganando intensidad hasta que este nos somete a su angustia vital: «Entre otras acrobacias he colgado mi mente en el aire» (10). Y desde ese vacío caeremos al horror sugerido en el subtexto del cuento. Es el mismo horror que subyace también en «Atrevido descolado mueble viejo», cuento en el que el narrador protagónico asume que un mueble viejo de su casa lo interpela: «Necesitas un contertulio porque el brother con quien finges conversar es una entidad del vacío. Y lo sabes. Es solo reflejo de tu mísera soledad» (27). Esa conversación con uno mismo, del yo que se piensa otro, es el preámbulo de un cuadro de violencia generado por el encierro de un personaje que imagina a la casa en la que vive como un ente que lo odia. El realismo de la narración deviene alucinación y el tono muta, de manera sutil, hacia la visión enajenada del personaje.

El horror circula como un rumor en estos cuentos. El horror asociado al crimen queda expuesto en «La visita». La historia del cuento tiene como referente un conocido feminicidio ocurrido en un cuartel policial, pero al evitar nombrarlo la cuentista lo transforma en el patrón de una sociedad patriarcal y en un modelo de las conductas misóginas. El feminicida del cuento es portador de una maldad que carece de culpa y que únicamente busca la impunidad y el retrato de ese monstruo cotidiano, cercano, multiplica la sensación de horror que propone el texto. De igual forma, en «El desconcierto», la desaparición del hijo de doña Rosita, genera en Isabel, la protagonista, las sospechas de que el chico ha sido asesinado y de que su cuerpo es la carne del asado que un comerciante está ofreciendo en la fiesta del pueblo. Una narración apretada, sugerente, una intriga cargada de tensión, de final abierto: ¿estamos ante un crimen macabro o ante un cuadro histérico?

El horror también está inmerso en un gesto amoroso que es, al mismo tiempo, un acto de muerte. «Azucena o la melancolía», narrado desde un yo protagónico que se interpela a sí mismo en la persona de un tú, perturba por esa mezcla de compasión y crueldad que se conjuga al momento del crimen. «¿Por qué no comprendiste a tiempo que todo éxtasis es una alucinación?» (20) se interroga el protagonista en un diálogo teatral consigo mismo dentro del relato. La narración sugiere sucesos, actitudes, pasiones. Lo que alguien fue ya no existe más en el cuerpo consumido por la enfermedad. En este cuento perturbador, que conjuga, como en Horacio Quiroga, amor, locura y muerte, el personaje siente que ama en un acto de piedad criminal. La sentencia con la que el protagonista se justifica y perdona, «Azucena, tú y yo vamos a descansar de ti» (22), quedará resonando en la conciencia de los lectores como un eco de lo siniestro.

«Miel de azahares» cuyo núcleo temático reside en lo inicuo de las dictaduras es una historia que combina el amor conflictuado, el sacrificio en nombre de un ideal y la cobardía de aquellos que no se entregan a la pasión que se enciende en sus corazones. La anécdota del cuento parte del tópico del deslumbramiento del hombre mayor, casado y con hijos, por una muchacha que, en este caso, tiene ojos de miel de azahares. La ingenuidad del narrador lo lleva, sin darse cuenta, a delatar a un grupo de jóvenes revolucionarios al que pertenece la joven de la que aquel está prendado frente a un familiar que es un militar que trabaja para la dictadura. Cuando el narrador protagonista descubre el rostro de la muchacha en un cartel que reclama por los desaparecidos del régimen militar, él pregunta, con candidez, ¿qué es un desaparecido? Y un joven le responde: «Es alguien que no está en la muerte, pero tampoco está en la vida» (80). La nostalgia lo acompañará siempre y sin redención posible. Sin embargo, su lamento final carece de remordimiento y solo es capaz de la autocompasión que le provoca la tristeza. «Miel de azahares» es un cuento estremecedor.

En el cuentario, el amor puede ser un sacrificio piadoso o un encuentro cargado de nostalgia. «Sonata» es un diálogo en el que un hombre y una mujer se reencuentran para contarse sus vidas sin ellos y en el que lo que no se expresa en la conversación es conocido por el lector a través de la exposición del pensamiento de los personajes. Lo dicho y lo pensado se complementan para construir una relación que busca una nueva oportunidad para el amor. La palabra no se atreve a decir lo que los cuerpos se dicen en el baile que los libera de sus miedos a la vida. La nostalgia de una canción de Leonard Cohen los une en el instante de vida que se regalan: «Julia y Manuel bailan una sonata, promesa del amanecer después de la vida rota» (46).

Hay cuentos menores que desarrollan diversos tópicos desde perspectivas poco novedosas: la problematización de la vieja militancia política que cede al desencanto y al oportunismo, en términos ya tratados en la literatura («Los compas»), la puesta en escena bastante forzada de un mito clásico en tierras manabitas («Medea»), una visión manida sobre Marilyn Monroe («Gata rubia»), o un tejido enredado sobre un personaje que no entiende aún su transición hacia la muerte (Los reyes dorados).

Cariño malo se cierra con esa nostálgica postal que es «Última mirada a su ventana», un monólogo que nos hace sentir el duelo de la separación de los amantes, con una lluvia que se apaga en la medida en que la ventana va quedando atrás. «Ella se convirtió en fugitiva de mí» (110), dice el narrador mientras se aleja y el silencio lo cubre todo. Un cuento breve que concentra el instante en el que su personaje protagónico evoca la imposible perdurabilidad del amor. Reconocer esa imposibilidad es un momento liberador.

Cariño malo, de Silvia Vera, es un cuentario de narraciones ancladas en evocaciones líricas, que se arman desde un contar que sugiere el entresijo de los dramas de sus personajes; contado con alguna dosis de tremendismo, nos entrega historias que son confesiones en llaga viva de personajes marcados por el horror, la soledad y el anhelo de ser amados.



[1] Silvia Vera Viteri, Cariño malo, (Quito: El Ángel Editor, 2025). Este texto fue leído en la presentación del cuentario el sábado 29 de noviembre en el Centro Cultural Benjamín Carrión, de Bellavista, en Quito, en el marco del XVII Festival Internacional de Poesia Paralelo Cero.