José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, agosto 29, 2022

De mi archivo: Fortunas virtuales

Durante algunos años, escribí cientos de artículos sobre temas de diversa índole en periódicos y revistas que han quedado refundidos en ediciones físicas. En estos tiempos digitales, he decidido, abusando de la paciencia y complicidad de quienes leen este blog, publicar, el último lunes de cada mes, aquellos artículos con la esperanza de que conserven algo de interés y actualidad.

Este texto sobre el ofrecimiento de herencias y otras fortunas a través del correo electrónico lo subo porque, aunque parezca mentira, mensajes de este tipo me siguen llegando.


            María Strasser [strassermaria@yahoo.com] me escribe desde Ghana contándome que anda buscando un socio local para invertir su herencia familiar. Ella, oriunda de Costa de Marfil, es hija de un político asesinado un mes atrás por los rebeldes que querían derrocar al gobierno. Debido a la violencia política, María tuvo que mudarse a Ghana. Antes de morir su padre le contó que tenía depositado diecisiete mil cien millones de dólares en una financiera europea. La señorita Strasser me cuenta que quiere comprar una casa en mi país, lugar en donde ha decidido invertir, por lo que necesita usar mi cuenta bancaria para efectivizar la transferencia. Por dicho favor ella me ofrece el 15 % de su herencia.

            Como soy un tipo de suerte, Jennifer Williams [uklottopromo2005@johnsesl.com] me llama “Querido Ganador” y me informa que estoy en la categoría B del Lotto del Reino Unido y que mi dirección electrónica ha sido una de las elegidas para el premio final de veinticinco millones de dólares y que por ahora puedo reclamar un millón y medio. Para recibir mi cheque certificado, tengo que enviar mi teléfono y mi dirección postal.

            Y, aunque ustedes no lo crean, hay más. En el mundo se han enterado de mi gran corazón para con herederos que no saben qué hacer con sus fortunas y mi olfato para los negocios porque también me escribe Mariam Abacha [mariamabac1@msn.com], esposa del general Sani Abacha, fallecido en 1998, quien me pide que la ayude a invertir 24 millones de dólares fuera de Nigeria. El dinero proviene de un pago que una compañía rusa hizo al difunto marido de Mariam. Ella me ofrece el 20 % de los fondos si yo le envío mi dirección postal, mi teléfono y mi fax.

            Las tres me solicitan que mantenga en secreto esta información.

            El Cuentero de Muisne —colega de Soho 37—, que vendió la Torre Morisca de Guayaquil y que, fingiendo ser un diplomático japonés, fue recibido por Velasco Ibarra, entre otras hazañas que contribuyen al mito, solía decir que él no estafaba a nadie; que, en realidad, la misma gente era la que, por ambición y ganas de dinero fácil, se entregaba a una aventura en la que terminaba perdiendo. La historia de María, con la diferencia en el monto de la inversión, se parece a la del campesino que no sabe cómo cambiar el billete premiado de lotería y que por unos cuantos miles está dispuesto a cedernos su suerte.

            La fortuna virtual sigue llegando a mi dirección electrónica. Tal vez porque el sueño dorado del poscapitalismo ya no es que se puede trabajar para hacer dinero, sino que se puede hacer dinero sin trabajar y a todos nos tienta la oferta de los demonios de la posmodernidad que ni siquiera se interesan por comprar el alma sino tan sólo por averiguar el número de nuestra cuenta bancaria.

            María, Jennifer y Mariam me pidieron que mantenga en secreto esta información y yo, tonto de mí, prefiero perder casi nueve millones de dólares y escribir este artículo sobre las fortunas virtuales que nos esperan en nuestras casillas electrónicas. Soho me la debe.

 

Publicado en la revista Soho, noviembre de 2005, en mi columna palabrabierta.


lunes, agosto 22, 2022

La novela de la diversidad textual

           

Primera edición, 2014
El grupo de los Tzántzicos, en el Ecuador de los años 60, fue un movimiento literario insurgente que hizo del parricidio una actitud intelectual y se definió a sí mismo como una alternativa estética, ética y política frente a la cultura oficial. En su «Primer manifiesto», bajo la consigna de transformar el mundo, expusieron parte de su ideario: «Hemos sentido la necesidad de reducir muchas cabezas, (la única manera de quitar la podredumbre). Cabezas y cabezas caerán y con ellas himnos a la virgen, panfletos y gritos fascistas, sonetos a la amada que se fue, cuadros pintados con escuadra y vacíos de contenido, twists USA, etc., etc.»[1].

            Como la casi totalidad de los cenáculos intelectuales de aquella época, en el grupo de los Tzánticos no hubo mujeres. Apenas cuatro poemas y un cuento escritos por mujeres aparecieron en las páginas de Pucuna, la revista del grupo.[2] De esta falencia, que es estructural a la sociedad en la que se produce la irrupción del tzantzismo, se vale Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), en La desfiguración Silva, para presentarnos un personaje, llamado Gianella Silva, que habría integrado dicho grupo como cineasta de cortometrajes, y a quien, según la novela, los tzántzicos deben su nombre:

 

Se sabe también que, durante una de esas reuniones de crítica cultural, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento Tzántzico; que la idea fue de Gianella, quien propuso el nombre a partir del ritual indígena de los Shuar. También se sabe que dijo algo parecido a esto: «Hay que reducir las cabezas de los intelectualoides quiteños y encogerlas hasta que adquieran el tamaño real de sus ideas».

            Se dice que todos la aplaudieron.[3]

 

            La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una deslumbrante novela cuya estrategia narrativa, como en un collage, transforma una variada gama de géneros discursivos en un lenguaje literario que se alimenta de la diversidad textual y se deconstruye a sí mismo. En una cascada lúdica, a través de un trío de personajes, la autora inventa el personaje de una artista, supuestamente desconocida hasta hoy, que habría integrado el movimiento Tzántzico de los sesenta en Ecuador. Y, con la invención de Gianella Silva, desde la crítica feminista, la autora llama la atención acerca de la ausencia de la mujer en el panorama de nuestras letras, en similar actitud crítica que la utilizada por Sonia Manzano en la novela ya comentada.

            La vida de Gianella Silva (1940-1988) está narrada desde un inteligente juego de la metaficción: estamos ante un personaje creado en la misma historia novelesca por otros personajes de la propia novela: los hermanos Irene, Emilio y Cecilia Terán, construidos en la tradición de los brillantes y singulares hermanos Glass, de J. D. Salinger. Pero el juego es más profundo aún: en la novela existe otro personaje llamado Gianella Silva, que es una fotógrafa de veinte años, amiga de los hermanos Terán. Ambos personajes se disputan su existencia en la realidad de la ficción novelesca: Gianella Silva, la fotógrafa, siente que debe defender su condición de persona real, antes de que se descubriera la superchería de los hermanos Terán, frente a la existencia del personaje de la cineasta tzántzica Gianella Silva que ya está muerta, pero que le ha arrebatado su nombre. «La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva»[4]. La Gianella Silva, fotógrafa, se reconoce en su nombre, pero no en el nombre de la cineasta tzántzica.[5] En su «Cuaderno de rodaje», el personaje de la novela de Ojeda, enfrentado al personaje del guion de los hermanos Terán, se percibe como un ente que pierde su configuración y que se diluye en la invención de la otra; y a partir del juego de la transmutación de lo real en ficticio y viceversa, arribamos, desde la diégesis, al título de la novela:

 

A Gianella Silva (la otra Gianella Silva), la percibo como un parásito (quizás eso es lo único que tenemos en común); se alimenta de mí a través de los Terán y, en el proceso, se convierte en un ser real y yo en un personaje. Poco a poco (lo sé; lo siento) me voy transformando en su desfiguración, en la representación imperfecta y fragmentada de su imagen.

            Los Terán juegan a hacerme desaparecer detrás de una ficción.

            Título: «La desfiguración Silva»[6].

 

            Los personajes de la novela viven en el mundo del arte: estudian y enseñan teatro, cine y literatura. Esta situación le permite a la autora desarrollar una serie de debates sobre el arte conceptual y su validez, la relación entre la escritura cinematográfica y la literatura, la moralidad del arte y los mecanismos de la violencia sobre los cuerpos, el funcionamiento del mecanismo de las influencias, etc., con las consiguientes referencias y juegos intertextuales de los que está poblada la novela. Al mismo tiempo, esta variedad temática se expresa en una variedad de géneros discursivos: entrevistas (retocadas y no), testimonios, cuaderno de apuntes, el guion de un cortometraje titulado Amazona jadeando en la gran garganta oscura, —que es un verso del poema «Formas», de Alejandra Pizarnik—[7], fotografías, poemas, un ensayo académico publicado en una revista cultural cuyo nombre es un guiño a Guaraguao, revista de cultura latinoamericana.   

            La invención de Gianella Silva, la cineasta tzántzica, se presenta como el elemento lúdico central de esta novela. El capítulo «Papeles encontrados. Breve biografía de Gianella Silva (1940-1988)»[8] es un texto de ficción dentro de la ficción. Los hermanos Terán, Irene, Emilio y María Cecilia, que se mueven como un trío indisoluble de estetas amorales, que siempre anda tramando algo y utilizando a los demás para sus propios fines, son los creadores de Gianella Silva. El trío la dota de una biografía, personal y artística, a la que le falta la riqueza política del momento histórico en que surgió el tzantzismo, de tal manera que los hermanos nos entregan una historia novelesca, destinada a engañar al mundo ficticio, dentro de la ficción novelesca de la que ellos también son personajes.

            Al mismo tiempo, los cinéfilos hermanos Terán se convierten en autores de la filmografía de Gianella Silva y de su recepción crítica: inventan las sinopsis de los supuestos cortometrajes de Silva al tiempo que inventan los comentarios que los tzántzicos escriben acerca de la obra de aquella. De esta forma, los personajes de la novela fabrican algunos elementos paratextuales y metatextuales de la novela. Luego, convencerán a Michel Duboc para que escriba un artículo académico sobre esta cineasta cuya obra se ha perdido. Y, no obstante que los hermanos Terán se presentan como los autores del cortometraje Amazona jadeando en la gran garganta oscura, dedicado a la memoria de Silva, lo incluyen en la filmografía de esta última. Gianella Silva, la fotógrafa, comentará lo que le dice Cecilia Terán, en términos de lo que para ella significa la disolución de su propia identidad en el juego de espejos que representan Gianella fotógrafa / Gianella cineasta tzántzica: «“De Amazona jadeando en la gran garganta oscura se podría decir: este es el corto de Gianella Silva, el personaje que lo ha escrito en los autores”, me dijo y, aunque parezca imposible, yo no supe si hablaba de mí o de la otra»[9].

            Daniel, el profesor al que los hermanos Terán tienden una trampa con el hallazgo de un guion, supuestamente escrito por Gianella Silva, condena la falsificación de los ejemplares de Pucuna, que llevan a cabo los hermanos. En cambio, el brasileño Duboc, amigo de Daniel, que también es utilizado por los Terán e inducido por estos a escribir el ya mencionado artículo académico sobre Gianella Silva, justifica a los hermanos pues considera que lo hecho por ellos es un trabajo de arte conceptual digno de admiración. Los Terán parecen sentirse como huérfanos que necesitan matar a su padre muerto.

 

—La historia empieza con la escritura —me dijo Duboc por teléfono—. Tienes que entenderlo o estás jodido: lo que ellos querían era cambiar una parte de la historia, agregar una mujer a los tzántzicos, una cineasta brillante en donde no hubo cineastas brillantes; una mujer en donde solo hubo hombres y también inventar a la mejor creadora que haya existido jamás en ese país de mierda. Son jóvenes que se avergüenzan de no tener tradición, de no tener padres ni un pasado, o sí: de ser hijos de una tradición que los caga en su puta madre.[10]

 

            La cuestión en disputa tiene que ver con el tema recurrente de la verdad y la mentira en la obra de arte, y, además, con la construcción de una tradición en el marco de una historiografía artística y literaria que, para las demandas de las generaciones presentes, carece de elementos significativos. Volvemos al planteamiento parricida de los tzántzicos que estaban dispuestos a reducir la cabeza de todos sus antecesores para destruir un pasado colonial. Sin embargo, para los hermanos Terán, en distanciamiento ideológico de los planteamientos de los tzántzicos, la invención de una tradición es solo un juego esteticista sin historia, es decir, vaciado de la acción y militancia políticas que cohesionaba al tzantzismo.

           

Cadáver Exquisito Ediciones, 2017

Un tipo de novela contemporánea es similar a una colcha de retazos que se arma con fragmentos de diversa procedencia. La novela de Mónica Ojeda está armada de aquella manera. Al interior de la novela, «El cuaderno de rodaje, por Gianella Silva»[11] aparece como un capítulo, armado también como una colcha de retazos, que incursiona en los debates contemporáneos sobre el lenguaje del cine y la literatura y, al mismo tiempo, sobre la escritura como artificio representacional del mundo, tal como lo plantearan Shklovski y Jakobson: «Escribir no es natural. Escribir es ir contra la naturaleza inane de la lengua»[12]. Gianella Silva se ejercita en el mecanismo borgeano de crear una bibliografía, es decir títulos sin obra como en el caso de Pierre Mernard, y, además, reinterpreta a su modo al emblemático escritor del siglo veinte del Quijote, cargándolo de una lectura contemporánea signada por la novedad:

 

Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Lo imagino en un museo de arte contemporáneo exponiendo una página arrancada de Don Quijote de la Mancha y firmándola con su nombre. Imagino a varios curadores discutiendo el genial concepto de la literatura como un organismo pluricelular en el que sus células (obras) interactúan necesariamente con otras, y por lo tanto, ninguna lectura o escritura existe de forma independiente.

Pero Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Y eso hay que recordarlo.[13]

 

            La diversidad textual e invención de la cineasta tzántzica Gianella Silva se conjugan con una multiplicidad de referencias artísticas, literarias y cinematográficas que hacen de la novela un desafiante juego intelectual. En este sentido, Marcelo Báez, que también ha escrito la bioficción de un personaje inventado, señaló que la novela de Ojeda «es un texto que no solo contiene teoría, sino que también genera teoría. En ese sentido, la obra funciona como una teoría de la novela o una teoría de la representación El texto en sí mismo contiene todas las coartadas teóricas sobre cualquier tema que se le quiera cuestionar»[14]. La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una novela de escritura impecable e implacable que convierte al texto en un espacio que involucra a sus lectores en un deslumbrante juego textual.

 

PS: Este texto es parte de mi discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 25 de marzo de 2021. El discurso completo aquí: La novela como juego hipertextual 



[1] «Primer manifiesto», Pucuna, No.1 (1962), contratapa, en Revista Pucuna. Tzántzicos, Facsímil 1962-1968 (Quito: Consejo Nacional de Cultura, 2010).

[2] Los poemas son de Arabella Salaverry, Margaret Randall, Raquel Jodorowsky y Sonia Romo; el cuento, de Regina Katz. También fue publicado un dibujo de Lia Kaufman. Tanto Margaret Randall como Sonia Romo acompañaron a los tzántzicos en algunos de sus recitales, pero nunca fueron consideradas miembros del grupo.

[3] Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2014), 128. Esta novela ganó el V Premio Latinoamericano de Novela «Alba Narrativa 2014», para escritores menores de cuarenta años, convocado por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a través del Proyecto Grannacional ALBA Cultural y del Centro Cultural Dulce María Loynaz de La Habana, Cuba.

[4] Ojeda, La desfiguración…, 7.

[5] Aunque sea un dato extraliterario, el juego de la disputa de identidades entre persona y personaje podría ampliarse si se introduce la variable de que existe una Gianella Silva que fue compañera de colegio de Mónica Ojeda, con características similares al del personaje que es fotógrafa en la novela. Pero este juego de fundir / cofundir / confundir el nombre de la persona y el nombre del personaje, similar al que desarrollo en mi cuento «Los viudos de Gloria Vidal» (2000), texto en el que Gloria Vidal es, a la vez, el personaje del cuento y, al mismo tiempo, quien fuera mi compañera de estudios en la universidad, ya sería objeto de otro trabajo: en algún momento escribiré una reflexión en la que dialoguen Gloria Vidal y Gianella Silva, los personajes que se apropian de un nombre, invocando la ficción, y convierten los nombres de sus verdaderas dueñas, las personas reales, en nominaciones de los personajes literarios que son la única realidad para quienes leen un texto.

[6] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[7] Copio el poema: «no sé si pájaro o jaula / mano asesina / o joven muerta entre cirios / o amazona jadeando en la gran garganta oscura / o silenciosa / pero tal vez oral como una fuente / tal vez juglar / o primera en la torre más alta», en Alejandra Pizarnik, Poesía completa (Barcelona: Editorial Lumen, 2001), 199.

[8] Ojeda, La desfiguración…, 118-135.

[9] Ojeda, La desfiguración…, 98.

[10] Ojeda, La desfiguración…, 64.

[11] Ojeda, La desfiguración…, 94-112. El capítulo «Ensayo de Michel Duboc publicado en la revista Guaraguao» también está armado con cinco fragmentos seleccionados, supuestamente, del ensayo total.

[12] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[13] Ojeda, La desfiguración…, 103-104.

[14] Marcelo Báez Meza, “La desfiguración Silva”, reseña, en Kipus. Revista Andina de Letras, No. 39 (2016): 182-183.


lunes, agosto 15, 2022

Estancias, de Alicia Ortega: meditaciones sobre el tránsito vital en tiempos de duelo y de fiesta


            ¿De qué manera la escritura contribuye a que tomemos conciencia de nuestra fragilidad en medio de una pandemia? ¿Cómo, en medio de un confinamiento, sobrellevamos el duelo llevándolo en la palabra? ¿Qué tiene la escritura que hurga en el dolor que provoca la separación de quienes se aman como una manera de sanar heridas? ¿Cuál es el proceso textual mediante el cual se transforma la experiencia personal en un motivo de meditación junto al prójimo? ¿Cuánta experiencia vital necesitamos para escribir sobre la vida y la manera como hemos habitado sus distintas estancias? Confrontamos al yo que vemos en la proyección de nosotros mismos, desde el yo que somos al momento de la escritura y lo volvemos en la palabra un nosotros comunitario. Estancias, de Alicia Ortega, es una estremecedora experiencia de escritura andrógina que, en la complicidad que generan sus lecturas, nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora y su yo, en nuestra propia experiencia de vida.

            La autora enmarca la escritura de la vivencia en la estancia del confinamiento y una ruptura amorosa: «Esta es una escritura de duelo. De duelo vivido en confinamiento obligado. La experiencia de duelo acarrea consigo la inacabable sensación de pérdida. Y esa sensación se hace tangible en la experiencia de abandonar la estancia compartida con la amada»[1]. El libro será una muestra de cómo nos vamos quedando en cada estancia, de qué manera vamos dejando la piel y el alma; y, sin embargo, es también un testimonio de cómo nos rehacemos, nos reconstruimos. Alicia Ortega (Guayaquil, 1964) escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Así, ella medita: «Porque la escritura no es sino siempre un acto de apropiación y reescritura, una provocación, una ofrenda, un encuentro con la palabra ajena, un divertimiento, una forma de la felicidad, un cobijo para la lengua que susurra sus secretos a una oreja».[2]

            Estancias tiene una escritura que propone una estética de la palabra finamente enhebrada; palabra destinada a conmover, a estremecer, a comunicarse con quienes leen desde los afectos y en ello reside su belleza: la experiencia personal de la autora se convierte en la referencia para meditar sobre la vida y esa meditación nos alcanza a quienes leemos. Alicia Ortega teje, desde lo anecdótico, relaciones de mujeres cercanas a sus afectos: su madre, su hija, su amada. Ella parte de un rosal, como símbolo de la partida y la vuelta y en este proceso una caída en el pozo de la muerte y un renacimiento en la palabra vital, una reconstrucción de sí misma en el texto de la vida: «A los pocos días, pude distinguir los círculos interiores que formaron sus pétalos. Círculos que se abrían de adentro hacia fuera, apuntando al sol. La fuerza de esa sola rosa pobló de hojas sus ramas cada vez menos desguarnecidas. Fue ella quien supo contagiarme de su rojo mirar»[3]. En este sentido, la narración anecdótica se convierte en una enseñanza de vida, pero no en el sentido de consejo moral sino en el de una lección de aprendizaje compartido entre quien ha vivido la experiencia y la escribe y quien la equipara a una propia y la disfruta en la lectura.

             Escritura del yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Así, cuando habla de la afición de la madre a la colección de fotografías, nos entrega esta profunda y hermosa meditación sobre el tiempo:

 

Me descoloca el paso del tiempo cuando se vuelve tangible. Cuando el tiempo transcurrido me incumbe. Cuando el tiempo es el mío. El de los míos. El tiempo ajeno es tiempo detenido. Es historia. Es tiempo acontecido. Puedo hacer una pausa y mirarlo. Puedo mirarlo y admirarlo. El tiempo propio transcurre, está en movimiento, es una cosa y otra a la vez. Es tiempo vivido. Es tiempo del acontecer. Y el horizonte de todo tiempo en devenir es la muerte, la ausencia, la pérdida, el vacío.[4]

 

Estamos ante un texto que, escrito en el tiempo del confinamiento, reflexiona sobre las travesías vitales y reconstruye la memoria de los trayectos espirituales de la autora. «No hay ficción. Hay escritura. Es literatura. Quiere ser leído como un libro andrógino»[5]. Estancias, de Alicia Ortega, es un libro de escritura andrógina en cuya palabra fluyen la vida y sus verdades, el amor y sus vicisitudes, el duelo y sus dolores, la felicidad y sus instantes; una bella y deslumbrante escritura por su calidad literaria, su meditación filosófica sobre lo cotidiano de la existencia y por su conmovedora fuerza vital.



[1] Alicia Ortega, Estancias (Quito: Severo Editorial, 2022), 17.

[2] Ortega, Estancias…, 84.

[3] Ortega, Estancias…, 67.

[4] Ortega, Estancias…, 188.

[5] Ortega, Estancias…, 18.