De mi archivo: En abril y mayo de 1991, escribí, en mi columna Los monos enloquecidos, sendos comentarios que respondían a dos artículos, el uno firmado por Fernando Artieda y, el otro, por “El mono Alevoso”, aparecidos en el suplemento cultural de Meridiano, que dirigía el mismo Artieda. Los artículos fueron parte de un debate sobre dos maneras distintas de entender el comentario de textos, asimilado como un tipo de crítica literaria. El debate se dio a propósito de la aparición de los libros de Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, cuyos comentarios he reproducido en las dos últimas entregas. Sigo creyendo que ese tipo de comentario que usa el texto como pretexto para hablar de cualquier otra cosa menos del texto como tal no contribuye a la crítica literaria. Esto, por supuesto, no quiere decir que esté en desacuerdo con las diferentes maneras que hoy existen para aproximarse a los textos literarios en tanto objetos culturales. Estos artículos de treinta y dos años atrás dan cuenta del estado del arte sobre la crítica y cómo se leían los textos escritos por mujeres en ese entonces.
Los monos enloquecidos
Los criterios del machismo demagógico
Hoy, 01 de abril de 1991
El domingo 10 de marzo en el diario Meridiano, de Guayaquil, apareció el artículo «Palabra de mujer», de Fernando Artieda, acerca de cuatro escritoras: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, sobre cuyos libros publiqué sendos comentarios.
Artieda comienza su artículo así: «Es difícil escribir sobre literatura femenina porque los hombres no podemos pisar ese territorio de la creación artística sin pensar que violamos una máquina de pudor como entelequia» (el subrayado es mío). Note el lector la expresión: «violamos». La mujer, «una máquina de pudor», es objeto de violencia ¿sexual? (al parecer sí, por lo del «pudor» que sigue) hasta por el hecho de sus textos sean leídos. Se trata, obviamente, de una metáfora sexista.
El párrafo continúa: [es difícil escribir sobre literatura femenina] «sin sentir una mano tibiamente tomada de la nuestra, sin darle humanidad a la culpa, por el derramamiento de una lágrima». Aparte de lo cursi que resulta la frase, nuevamente estamos antes una formulación sexista: solo porque se trata de una mujer, el lector tendría que «sentir su acercamiento».
Pero el problema principal es la personificación de lo escrito en el texto como si fuera la vida de la autora. Señala que «penetramos el barroco que borda Liliana Miraglia para revelar el leve perfil de sus emociones en duerme vela»; que los textos de Marcela Vintimilla son extraños «como extraviándose entre las verdades secretas de la autora»; y que Livina Santos no puede escapar a «un mundo que se cuece entre desayunos, bohemia, conversaciones telefónicas y cigarrillos compartidos, y camas compartidas, por qué no». (Los subrayados son míos).
En todos los casos, estamos ante un problema teórico: ya sabemos que nunca el autor debe ser confundido con el narrador de la historia. ¿Por qué, entonces, al tratarse de una mujer, se afirma que unos cuentos son extraños porque se extravían entre los secretos de la vida de la autora?
¿Y por qué al escribir sobre la actividad artística de una mujer se tiene, necesariamente, que hacer referencia —velada o frontalmente— a lo sexual? El tercer caso es un típico ejemplo de criterio sexista y perdonavidas (nótese la formulación «por qué no»). Y lo peor es que termina afirmado: «literatura de mujer valiente». Es como si al comentar un libro escrito por un hombre, se asimilara las vivencias sexuales de los personajes a la vida del autor y se finalizara diciendo: «literatura de hombre valiente».
En el artículo se habla de todo, excepto de la calidad literaria de los textos. Sin embargo, el final, el autor concluye, gratuitamente, que las cuatro autoras «integran este nuevo “grupo de Guayaquil” solo que en su versión joven, femenina y bella». Aparte de que el “juicio literario” no se sostiene en el desarrollo del artículo —jamás da razones literarias para afirmar esto último—, tal “alabanza” resulta también sexista y demagógica: siguiendo la lógica del discurso del autor, los escritores del 30 habrían formado el “grupo de Guayaquil” en su versión “vieja, masculina y fea”.
Vista así la cosa, la frase que cierra el artículo: «Es palabra de mujer», resulta irónica. Hubiera escrito: «Es palabra de macho demagogo» y todo hubiera quedado entendido.
Los monos enloquecidos
Más sobre el machismo demagógico
Hoy, 14 de mayo de 1991
Ante todo, dos definiciones: 1) jamás un/a escritor/a debería “contestar” al comentarista o al crítico; los/las escritores/as hemos dicho lo que hemos querido en el texto literario; el debate, sobre lo dicho en el texto, tendría que darse entre comentaristas y críticos; y 2) para sostener un debate hay que situar el objeto del debate; y situarlo bien.
En mi artículo de abril uno, analicé el carácter machista-demagógico del comentario de Fernando Artieda «Palabra de mujer». De ninguna manera hice «una defensa de cuatro “damas ofendidas”», como equivocadamente señala, en el suplemento de Meridiano, que dirige Fernando Artieda, el pasado mayo cinco, “El mono Alevoso”, [sic], un personaje creado a imagen y semejanza del propio Artieda. Sobre la calidad de los libros de las cuatro escritoras, yo escribí sendos comentarios en esta misma columna; por lo mismo, no me interesa, ni creo que sea tarea del comentarista, hablar acerca de la vida privada de los/las escritores/as.
“El mono Alevoso” dice que las cuatro están «en el centro de una polémica». Esta afirmación evidencia que “el mono alevoso” no sabe leer un artículo. El objeto del debate no son las escritoras, ni siquiera sus libros; ellas no son el centro de ninguna polémica porque nadie ha debatido sobre la calidad de sus obras. El objeto del debate es el discurso cargado de machismo y demagogia que utilizó Fernando Artieda en el artículo ya mencionado; ese es el centro de la polémica. Y lo que está detrás del objeto de este debate son dos maneras distintas de asumir el discurso literario.
Tampoco existe nada personal. Por ejemplo, en mi artículo del martes pasado lamenté que el poeta Fernando Artieda, entre otros, no estuviese en Poesía viva del Ecuador, antología preparada por Jorgenrique Adoum.
Lo del machismo demagógico ya lo analicé en el artículo del 1 de abril y a eso no ha respondido ni Artieda ni su alma gemela. Con “viveza criolla” han querido desviar el objeto del debate. Las escritoras guardan «prudente, reflexivo e inteligente silencio», sencillamente porque el debate no es sobre ellas y creo que, también, por lo señalado en la primera consideración de las dos con las que empecé este artículo.
Las distintas maneras de asumir el discurso literario saltan a la vista. No basta escribir un artículo supuestamente “elogioso” para “quedar bien”. Eso es hacer demagogia; no es comentar literatura. Es necesario leer el texto y analizar lo que expresa dicho texto. Llenar el artículo de adjetivos y utilizar un lenguaje acaramelado que habla de todo menos del texto, tampoco es comentar literatura; y, sin embargo, esa es la práctica de Artieda. En cambio, en mi manera de entender el comentario, las afirmaciones gratuitas, “elogiosas” o “perversas”, son dañinas para el desarrollo de nuestro proceso de escritura.
Afirmar, como lo hizo Artieda, que las cuatro escritoras integran el “nuevo grupo de Guayaquil solo que en su versión joven, femenina y bella”, sin que dé razones literarias para dicho “juicio literario”, aparte de que es adular a escritoras que aún están construyendo su propio proyecto de escritura y definiendo todavía aquellos que quieren decir a sus lectores, no es comentario de texto; repito; es demagogia machista. Esas son nuestras diferencias y ese el marco del debate.