José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, abril 15, 2019

La imposibilidad del silencio reflexivo en tuiter

Fotografía: Marcela Sánchez (Mara) 2015.

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», plantea Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo. Existen muchas teorías acerca del suicido: desde la sociológica de Durkheim (1897), las sicoanalíticas de Freud (1910), Jung (1959), o Menninger (1972); y las biológico-genéticas que lo asocian con la depresión. Así que, juzgar el suicidio de una persona, bajo los efectos de la exaltación fundamentalista de tuiter, no solo es irresponsable, sino que denota falta de empatía y carencia de sentido autocrítico.
            Hace un par de semanas se desató una violenta discusión en tuiter: un músico mexicano de más de sesenta años se suicidó luego de ser acusado, en esta red social, por una mujer no identificada, de haber abusado sexualmente de ella cuando era menor de edad. La cuenta desde donde nació la acusación dice en su descripción: «Manda un DM con tu denuncia anónima y publicamos el nombre del agresor». Según esta cuenta, el anuncio del músico acerca de su suicidio «fue chantaje mediático».
Una tuitera comentó: «No estoy defendiendo a nadie, sólo me pregunto si el músico era inocente... ¿Por qué se suicidó, en un lugar de demostrar su inocencia?» Tal vez, por razones que tienen que ver con los abusos y la violencia de los hombres en sociedades patriarcales, hemos llegado al absurdo, no solo jurídico sino filosófico, de que los acusados «demuestren su inocencia», y hemos olvidado el principio de que «la carga de la prueba», es decir, de la demostración, es de quien acusa. Además, estamos pretendiendo que toda mujer que acusa a un hombre de abuso dice la verdad por el solo hecho de ser mujer y que el hombre es culpable por el solo hecho de ser hombre.
Por otra parte, hay quienes sostienen que «si la denuncia es anónima es porque las mujeres tenemos miedo de que el agresor tome represalias», así como el hecho de que los procesos judiciales, en estos casos, vuelven a victimizar a la víctima. Por lo general, los oficiales de la policía y el sistema judicial suelen buscar la culpabilidad del abuso y la violencia en las actitudes de la propia víctima: Qué hizo para provocar el ataque, cómo andaba vestida, por qué estaba en el lugar de los hechos, etc. Y —es sustancia para la reflexión—, existen muchos casos en los que la víctima termina suicidándose porque no encuentra quien le haga justicia o, al menos, quien le crea.
La pena de muerte está reservada para delitos atroces y su sentencia implica un proceso en el que el acusado tiene garantías y, salvo confesión, la presunción de inocencia. Una lapidación virtual conduce a una muerte civil mediante un proceso expedito en el que el acusado queda en indefensión. Elena Poniatowska lanzó un trino llamando a la reflexión: «La acusación de acoso sexual a tontas y a locas puede lastimar el buen nombre de un hombre perfectamente honesto», pero el silencio reflexivo parece un imposible en tuiter.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 12.04.19

sábado, marzo 30, 2019

Nuevas formas para viejas inquisiciones

"Ventana de la denuncia" en el Palacio de la Inquisición, de Cartagena de Indias. Nunca un acusado fue declarado inocente.
En Cartagena de Indias, frente a la plaza Bolívar, queda el Palacio de la Inquisición, que hoy es un museo del horror. En la fachada lateral se encuentra la «Ventana de la denuncia». Cualquier persona se acercaba a ella y denunciaba, a un vecino o vecina, de prácticas judaizantes, blasfemia, o brujería. No había necesidad de presentar ninguna prueba. Bastaba la acusación. La persona denunciada era, contra la lógica del debido proceso, quien tenía que demostrar su inocencia. Según datos de los archivos de la Inquisición, nunca se declaró inocente a nadie y más de 800 personas fueron torturadas y ejecutadas.
            La «Ventana de la denuncia» de hoy es una ventana virtual que existe en las redes sociales. Cualquier persona, con nombre propio o con un alias, escribe lo que quiere sobre un vecino o vecina, y acusa a una persona de corrupta, acosadora sexual, maltratadora, etc. Las personas fanáticas de las ejecuciones sumarias activan, entonces, sus propias opiniones que se resumen en la reproducción acrítica de los mensajes acusadores, llevadas únicamente por sus antipatías o definiciones ideológicas personales. Al final, contrariamente a lo sucedido en el desafío evangélico de la primera piedra, todas aquellas personas, por el contrario, se han disputado el privilegio de arrojar con rabia la primera piedra. Y se sienten orgullosas de actuar como jueces prevaricadores: «Yo le creo a quien piensa como yo».
            Por supuesto que causan indignación las personas abusadoras, maltratadoras, corruptas, etc., en definitiva, las personas que cometen crímenes horrendos. No obstante nos dejamos llevar por un sentido de justicia más parecido a la Ley del Talión antes que al de la presunción de la inocencia. En las redes sociales se acusa sin pruebas, se procesa sin derecho a la defensa, se lincha virtualmente a las personas acusadas y se condena de antemano: exactamente como en los tiempos de la Inquisición. Es más, ni siquiera se tiene en cuenta que, como pasa en muchos países, no existe la pena de muerte: eso no importa, los internautas han inventado la peor de las condenas: la muerte civil de cualquiera que haya sido acusado a través de la posmoderna «Ventana de la denuncia».
            En el campo artístico y literario nos estamos volviendo extremadamente moralistas; pero resulta que artistas y escritores no son santos sino seres humanos con luces y sombras en sus vidas personales. Pretender que las miserias de las personas las inhabilita para ejercer con maestría la medicina, la ingeniería, o el arte, es, por el ejemplo, reducir el canon literario a las meditaciones de los seres santificados. Ciertamente, cada uno es libre de elegir los artistas que admira por su arte y su ética, así como de poner el límite de lo que le perturba, pero resulta inquisitorial el pretender reducir el arte a las miserias morales de la vida del artista.
            Es muy grave que un ser humano quede en indefensión jurídica. Y, sin embargo, los herederos de Torquemada se sienten satisfechos con cada reenvío y, en las redes sociales, encienden las hogueras con gusto.

                  Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 29.03.19

domingo, marzo 17, 2019

Un sacudón de las buenas conciencias sin ilusión posible


Alejandro Fajardo y Verónica Garcés, en la versión para microteatro de "Subasta", durante la presentación de Pelea de gallos en Guayaquil. El lanzamiento del libro tuvo lugar en "El Cubo", ubicado en el pabellón Humberto Salgado de la Universidad de las Artes, el 6 de septiembre de 1918.
            Pelea de gallos, de María Fernanda Ampuero, es un cuentario de escritura incisiva, que no da respiro ni cede ante las ilusiones de la bondad humana; escritura exacta en sus relatos memorables, aunque a ratos truculenta y esquemática; por sus historias transitan un mismo padre violento y abusador, hombres que son estereotipos machistas, y también inolvidables personajes femeninos que nos estremecen debido a su determinación y valentía para sobrevivir en esta sociedad patriarcal.

            “Subasta”, “Nam” y “Griselda” son tres relatos memorables por el manejo de la intriga y la tensión, por sus personajes llevados a situaciones extremas, y por su escritura sustantiva e impecable. En “Subasta”, duro y sin concesiones, está el mundo en el que se concentra el libro: la violencia de los hombres, adultos pederastas, el horror y la crueldad del ámbito delincuencial, la indefensión del ser humano, y la resistencia de una mujer que ha tenido que enfrentarse a la violencia masculina desde niña. En “Nam”, cuento de lucidez tremebunda, además, nos topamos con la crueldad de la guerra en la cotidianidad de las personas: un padre tullido, una hija caída en combate, la búsqueda de afectos durante la adolescencia, y el descubrimiento del horror del mundo. En “Griselda” (cuando lo seleccioné para una muestra de cuentistas ecuatorianos que hice para Hispamérica, # 125, de agosto de 2013, se llamaba “Las tortas de la señora Griselda”), la mirada infantil, que narra la soledad y el desamor desde lo cotidiano, intensifica la liberación de la suicida. Pérdida de la inocencia y brutal descubrimiento de la muerte.
En todos ellos, una misma voz de mujer, en primera persona, cuenta la historia: lo escatológico es manejado, sin tapujos, como parte del horror. Esa voz transita de la inocencia de la niñez a la confrontación con la muerte que conlleva la adultez. Cuentos de un realismo sucio, como el de Rubem Fonseca; cuentos que, además, recuerdan a ese otro realismo de nuestra tradición: el de Los que se van, pero en clave urbana y con voz de mujer.
Los cuentos de este libro tienen una constante para el personaje del padre: ausente, violento, pederasta. Por ejemplo, el padre que abusa de la empleada doméstica, que es una niña, en “Monstruos”, o el que aterroriza a su hija con su sola presencia en “Alí”; los hombres son egoístas, violentos y, casi todos, acosadores; incluido el de “Luto”, cuento ingenioso cuya truculencia lo vuelve evidente al utilizar la referencia evangélica —la resurrección de Lázaro— para forzar una historia de violencia. El libro está cargado de intencionalidad política: el combate contra el patriarcado; y ese, como todo combate por una causa en el ámbito de la escritura, va salpicado de obviedades y estereotipos junto a situaciones de dolorosa verdad humana y literaria.
Pelea de gallos, de María Fernanda Ampuero, es un libro necesario, descarnado, militante, que sacude las buenas conciencias y que, con su dosis de tremendismo, aniquila toda esperanza de redención.

Solange Rodríguez y María Fernanda Ampuero (al fondo), en diálogo, durante la presentación de Pelea de gallos, organizada por la Escuela de Literatura de la Universidad de las Artes, en Guayaquil, el 6 de septiembre de 1918.
 
Publicado en Cartón Piedra, suplemente cultural de El Telégrafo, 15.03.19

viernes, marzo 01, 2019

La vida convertida en literatura bajo un hálito de magia


           
García Márquez, 1927.
Úrsula
Iguarán, como Gabriel García Márquez, «amaneció muerta el Jueves Santo». Cien años de soledad apareció cien años después que María, de Jorge Isaacs, la novela paradigmática del romanticismo del siglo diecinueve. Isaacs y García Márquez murieron el 17 de abril. Estas casualidades, más propias de la vida que de la literatura, contribuyen al mito de un García Márquez imbuido en la maravilla de las mariposas amarillas. Pero no todo es casualidad: él ha construido una mitología que saquea episodios de su vida para su transformación en literatura.
            Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado 18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética».
            En aquel viaje a la semilla, a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.

            García Márquez cuenta que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba (1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego de matar a Prudencio Aguilar.
            La genialidad de la escritura es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.

                Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19