José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, enero 06, 2019

El patriarcado: una estructura económica y social de dominación

Las diez personas más ricas del mundo, según Forbes, son hombres. (Bolsa de Valores de Londres, 1891).

            Mujeres y hombres fuimos educados y crecimos en una sociedad patriarcal. Hombre y mujeres nos acostumbramos a un modelo de familia imaginado con el padre en la cabecera de la mesa. Nos dijeron: «los chicos no lloran», «las chicas deben ser buenas esposas y madres»; más tarde, elemento de modernidad, le añadieron el término «profesionales». Nos dijeron que teníamos que ser vencedores y nos lanzaron a la lucha violenta por la conquista del poder en todas las esferas. Hombres necios que jamás se rinden ni muestran debilidad alguna; incansables como los héroes de bronce: nos educaron con una visión binaria de la sexualidad. El machismo fue engendrado en nosotros.
Pero el patriarcado no es solo una ideología, sino una estructura económica y social que requiere de dicha ideología para reproducirse. El poder del capital es una estructura masculina: las mujeres ganan menos que los hombres y su capacidad de ascenso en las corporaciones es limitada. Los dueños del capital, básicamente, son hombres; y, si no me creen, créanle a Forbes, cuya lista de las diez personas más ricas del mundo está, desde el año 2000, poblada en su casi totalidad de nombres de hombres. La excepción de la regla son dos herederas de la fortuna de Sam Walton, fundador de Wal-Mart.
Los grandes medios alimentan el imaginario machista de la sociedad. Los titulares de los diarios de crónica roja son un ejemplo violento: los asesinatos pasionales y los crímenes debido a la conducta o a la vestimenta de la mujer, perpetúan la violencia machista contra las mujeres y la peregrina idea de que la mujer víctima es culpable de su desgracia. La publicidad mediática que exhibe a la mujer como objeto sexual es inherente a la sociedad de consumo del capitalismo: la erotización del mercado apela a la mujer, en tanto objeto del deseo: la compra del producto ofertado satisface el imaginario erótico de posesión de la mujer del anuncio. Hoy, en menor escala, la cosificación se ha extendido al hombre, pero desde la misma ideología patriarcal: la oferta del deseo de todo cuerpo, sin importar ni su sexo ni su género, es utilizada como estrategia de venta.

En la crónica roja, la "pasión amorosa" encubre el feminicidio.
   El patriarcado es inequitativo con las mujeres y deshumaniza a los hombres. En términos laborales, al feminizar las tareas del hogar, la economía patriarcal vuelve invisible el valor monetario del trabajo doméstico y, por tanto, no lo suma al justo precio de la fuerza de trabajo. Una consecuencia es la extensión natural de la jornada laboral de las mujeres. Otra, es la definición del hombre como un proveedor, cosa que nos convierte en patriarcas locales en nuestra pequeña parcela de dominación. Y otra más, que, en el campo laboral, la mujer que realiza el trabajo doméstico como tarea remunerada lo hace en condiciones precarias y de explotación salarial.
El patriarcado que nos oprime a mujeres y hombres —a las mujeres, sobre todo—, es la norma cultural de un sistema económico y social que solo persigue la reproducción del capital sin que le importe el ser humano.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 04.01.19

domingo, diciembre 09, 2018

La procacidad y la violencia del lenguaje en tuiter


           
Detalle de "El jardín de las delicias" (1500 - 1505), El Bosco
Una escritora, para comentar una noticia —de una homofobia asquerosa—, no ha tenido mejor expresión de desagrado que escribir W(hat) T(he) F(uck), así, en inglés, porque me imagino que le suena cool. Un abogado, que suele dictar cátedra de derecho y todología moralista, no duda en empezar una frase sentenciosa con la muletilla: «En este país de mierda…». Una educadora, inteligente y sensata, simplifica la filosofía de la vida con ese viejo lugar común de los borrachitos de barrio: «no hay que joder, ni dejarse joder». Alguien reflexiona, indignado contra el machismo, utilizando la misma simbología machista del «pipí que se achica». Y, como si estuviésemos en un capítulo de Black Mirror, todos ellos obtienen centenares de likes y retuits.
La llamada mala palabra en la literatura cumple la función de un detonante que, dependiendo del contexto, deviene una subversión del bien decir, que, las más de las veces, encubre las variadas formas de la opresión política y social, como en el caso de los cuentos del cholo y el montuvio en Los que se van, clásico de la literatura ecuatoriana. Asimismo, permite al autor arribar a un clímax expresivo y liberar vitalmente a un personaje como sucede en el Quijote (I, 52), cuando el cabrero se burla del Caballero de la triste figura y le dice que tiene «vacíos los aposentos de la cabeza». A esta ofensa, don Quijote responde: «Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió». Como el diálogo era frente a frente y no por tuiter, el cabrero entabló tal pendencia con don Quijote que «del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo».
El insulto directo o la mala palabra gratuita son gérmenes del lenguaje violento y, cuando se dicen en las redes sociales, son la antesala de la escalada de agresividad entre internautas. Estos últimos tienen una identidad cotidiana; con aquella, a muchos les costaría decir, frente a frente, aquel «MVV» que escriben sin más, en el mundo virtual. No me refiero a la manada de troles, que existen para boicotear cualquier postura de un “enemigo” en cualquier campo (político, religioso, deportivo, sexual, etc.). Me refiero al común de la gente que se siente autorizada para utilizar un lenguaje soez por el solo hecho de navegar en la red, como si la realidad fuera únicamente su ser y el teléfono móvil. ¿Si figuras públicas, destacadas, utilizan la violencia verbal para definir sus posiciones, por qué las personas comunes no pueden expresarse de igual manera?
Vivimos un continuo intento de escandalizar al buen burgués, en la búsqueda de likes, y, así, pervertimos la calidad artística de la mala palabra. Don Quijote le comenta al Caballero del Verde Gabán (II, 16), mientras reflexiona sobre poesía y poetas: «…la pluma es la lengua del alma: cuales fueran los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos…». ¡Cuánto revelamos acerca de nuestra alma en cada tuit que publicamos!

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 07.12.18

domingo, noviembre 25, 2018

Los fantasmas cotidianos que vemos en la lectura

Solange Rodríguez Pappe ha publicado entre ocho libros de cuentos: Levitaciones (2017), La bondad de los extraños (2016), y Tinta sangre, (su primer libro, 2000). Foto de Tyrone Maridueña.
             Días atrás, leí que Akihito Kondo, japonés de 35 años, se había casado con el holograma de Hatsune Miku, la cantante virtual. Según AFP, Gatebox, compañía que creó el holograma, le entregó a Kondo uno de los 3.700 certificados de matrimonio que lleva extendidos. Que un personaje literario se case con un árbol vendría a ser, entonces, una propuesta casi realista, pero no lo es. Ni siquiera porque el actor peruano Richard Torres, un militante de la poligamia vegetal, ande casándose con árboles por todo el mundo. Que el pos-capitalismo haya convertido al mundo en una distopía en ciernes, no quiere decir que el asombro haya terminado.
En el cuento «Un hombre en mi cama», una mujer se casa con un acacia macho, su hermana disfruta contemplando hombres dormidos —versión de perspectiva feminista de la novela de Kawabata—, y el mundo carece de condiciones adecuadas para la vida al aire libre. Solange Rodríguez ha logrado la poderosa creación de una «realidad otra», atravesada por la soledad, y poblada de fantasmas y monstruos que responden a las proyecciones de nuestros anhelos, búsquedas, frustraciones y miedos, en su cuentario La primera vez que vi un fantasma.
            El cuento que da nombre al libro es una joya hecha de sutileza narrativa, de impecable composición, y de honda repercusión afectiva. Todos los elementos trabajan para que la aparición del fantasma sea tomada como un hecho natural. El escenario de un pueblo cercano a Las Vegas, el escape a una vida sin ilusiones, la inclusión de la historia de Bonnie y Clyde, la detención de la rueda de fortuna en una carta del Tarot, y hasta la interpretación de la empleada de limpieza: «Si una deja que le decidan la vida, una se llena de odios, de fantasmas». El tono del libro transita alrededor de la propuesta estética de este relato.

            Las narraciones se mueven con facilidad, y sin que el lector perciba en qué momento cambió de esfera, del nivel de lo cotidiano al de lo fantástico. «A tiempo para desayunar» y «Paladar» son ejemplares en este sentido. «Matadora» es un caso aparte: tres asuntos son tejidos con maestría, mezclan lo cotidiano y lo político, para confluir en un final de sorprendentes resonancias éticas. Rodríguez también es una cultora del micro relato, y así lo demuestra en «Pistola cargada», una sugerente poética del cuento; «Un paseo de domingo», del amor filial envuelto en necrofilia; y «Cuento antes de ir a la cama», sobre la venganza del desamor. Todos ellos, micro cuentos en lo que la autora maneja la intensidad y el factor sorpresa con solvencia.
            La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), publicado por la editorial catalana Candaya, es un libro de cuentos en el que la mirada de la autora consigue hurgar más allá de la realidad que todos vemos, para materializar no solo los fantasmas y monstruos que la habitan, sino también para construir renovados puntos de vista sobre lo real y lo fantástico, y un discurso político feminista que fluye natural en sus relatos.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 23 de noviembre de 2018.