José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, noviembre 25, 2018

Los fantasmas cotidianos que vemos en la lectura

Solange Rodríguez Pappe ha publicado entre ocho libros de cuentos: Levitaciones (2017), La bondad de los extraños (2016), y Tinta sangre, (su primer libro, 2000). Foto de Tyrone Maridueña.
             Días atrás, leí que Akihito Kondo, japonés de 35 años, se había casado con el holograma de Hatsune Miku, la cantante virtual. Según AFP, Gatebox, compañía que creó el holograma, le entregó a Kondo uno de los 3.700 certificados de matrimonio que lleva extendidos. Que un personaje literario se case con un árbol vendría a ser, entonces, una propuesta casi realista, pero no lo es. Ni siquiera porque el actor peruano Richard Torres, un militante de la poligamia vegetal, ande casándose con árboles por todo el mundo. Que el pos-capitalismo haya convertido al mundo en una distopía en ciernes, no quiere decir que el asombro haya terminado.
En el cuento «Un hombre en mi cama», una mujer se casa con un acacia macho, su hermana disfruta contemplando hombres dormidos —versión de perspectiva feminista de la novela de Kawabata—, y el mundo carece de condiciones adecuadas para la vida al aire libre. Solange Rodríguez ha logrado la poderosa creación de una «realidad otra», atravesada por la soledad, y poblada de fantasmas y monstruos que responden a las proyecciones de nuestros anhelos, búsquedas, frustraciones y miedos, en su cuentario La primera vez que vi un fantasma.
            El cuento que da nombre al libro es una joya hecha de sutileza narrativa, de impecable composición, y de honda repercusión afectiva. Todos los elementos trabajan para que la aparición del fantasma sea tomada como un hecho natural. El escenario de un pueblo cercano a Las Vegas, el escape a una vida sin ilusiones, la inclusión de la historia de Bonnie y Clyde, la detención de la rueda de fortuna en una carta del Tarot, y hasta la interpretación de la empleada de limpieza: «Si una deja que le decidan la vida, una se llena de odios, de fantasmas». El tono del libro transita alrededor de la propuesta estética de este relato.

            Las narraciones se mueven con facilidad, y sin que el lector perciba en qué momento cambió de esfera, del nivel de lo cotidiano al de lo fantástico. «A tiempo para desayunar» y «Paladar» son ejemplares en este sentido. «Matadora» es un caso aparte: tres asuntos son tejidos con maestría, mezclan lo cotidiano y lo político, para confluir en un final de sorprendentes resonancias éticas. Rodríguez también es una cultora del micro relato, y así lo demuestra en «Pistola cargada», una sugerente poética del cuento; «Un paseo de domingo», del amor filial envuelto en necrofilia; y «Cuento antes de ir a la cama», sobre la venganza del desamor. Todos ellos, micro cuentos en lo que la autora maneja la intensidad y el factor sorpresa con solvencia.
            La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), publicado por la editorial catalana Candaya, es un libro de cuentos en el que la mirada de la autora consigue hurgar más allá de la realidad que todos vemos, para materializar no solo los fantasmas y monstruos que la habitan, sino también para construir renovados puntos de vista sobre lo real y lo fantástico, y un discurso político feminista que fluye natural en sus relatos.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 23 de noviembre de 2018.

domingo, noviembre 11, 2018

La novela ecuatoriana en el siglo XX, revisitada por la crítica Alicia Ortega Caicedo


           
Alicia Ortega Caicedo, autora de una obra monumental: Fuga hacia adentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX. (Foto de Carina Acosta, El Telégrafo)
En 1948, Ángel Felicísimo Rojas publicó La novela ecuatoriana, un ensayo que marcó no solo la visión de la literatura producida hasta entonces, sino también el camino de la crítica sociológica. Sus juicios, inscritos en la disputa entre una visión liberal y otra conservadora, atravesados por militancia socialista del propio Rojas, fueron referentes obligados para el estudio de nuestra novelística.
En 2018, Alicia Ortega Caicedo ha publicado Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX. En su libro, Ortega se interesa por la compleja relación entre literatura y crítica: «Lo que está en juego es una forma de comprender la construcción del sujeto en el lenguaje: el sujeto que lo enuncia y el sujeto referido en él. Lo que está en juego es el lugar del sujeto en el mundo que ese lenguaje construye en el relato, así como el lugar del sujeto en el mundo que hace posible ese lenguaje».
Ortega evita la visión panorámica y, desde una posición arriesgada pero necesaria, selecciona textos que, a su criterio, marcaron hitos en el devenir de nuestra novelística. Dicha selección es una decisión crítica que, sin proponérselo, construye un canon literario que posibilita nuevas lecturas. Al mismo tiempo, ella implementa un discurso que dialoga con otros ensayistas que, a lo largo del siglo veinte, han sido parte de nuestra tradición crítica.
            El segmento final «¿Desde dónde nos leemos?» es una lúcida revisión de lo que significa leer nuestra literatura como un proceso que se inserta en una tradición. Ella señala que esta construcción se ha dado con debates intensos, como el de Gallegos Lara y Palacio en referencia a las tareas políticas del escritor y la noción de literatura, concluyendo que «la mirada de ambos corresponde a la del ‘expositor’, para quien la realidad es ‘repelente’».
            Ortega ajusta cuentas con aquella tendencia crítica de los noventa que se pretende “extraterritorial”, incrustada en las “ilusiones de la globalización”. Dicha tendencia se ancla en un discurso excluyente en el que lo local y la tradición son categorías vistas como negativas mientras que lo cosmopolita y la modernidad es lo deseado. Ortega desnuda el sentido maniqueo de tal planteamiento: «Asimila toda referencialidad al país como una tarea de instrumentalización de la literatura, así como toda perspectiva subjetiva es leída como ‘voluntad estilística’ y ‘acabamiento formal’». Además, demuestra que los postulados de dicha tendencia se anclan en los treinta como si nada más hubiese ocurrido en nuestra literatura durante el siglo.
            Fuga hacia adentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX, de Alicia Ortega, es una obra monumental que reflexiona y pasa revista a la producción novelística del Ecuador durante el siglo pasado. El ensayo de Ortega, por la seriedad de su investigación, por la fuerza de sus argumentos, y por su escritura diáfana y fluida, está llamado a convertirse en la continuidad y superación de la obra de Rojas, para entender la novela del siglo veinte en Ecuador.

domingo, octubre 14, 2018

Literatura sumergida en la historia, historia imbricada en la literatura


            En la mañana del viernes 24 de noviembre de 2000, llegué al mítico departamento de la calle Bulnes 2009 y Santa Fe. Desde la boca del metro contemplé el edificio esquinero de siete pisos y arquitectura afrancesada a lo Haussman y, luego de respirar profundamente para calmar mi ansiedad, crucé la calle, llegué a la entrada y toqué el timbre. Fue el momento en que empecé a imaginar vida y amores signados por la política de cuarenta años del país. Con El perpetuo exiliado, he escrito una novela sumergida en la historia, tras un proceso de investigación, de tal forma que la consciencia del personaje y el espíritu de su época se sostienen en el sentido de lo histórico que está imbricado en la literatura.
La primera tarea a la que uno se enfrenta al abordar una novela con personajes históricos tiene que ver con el proceso de investigación. Es curioso, pero en la academia se valoran los artículos en revistas indexadas que exponen los resultados de una investigación. Hasta ahora, no se ha posicionado la idea de que la investigación en artes desemboca en un producto artístico. Y, sin embargo, la investigación de quien escribe debe ser tan rigurosa como la de un historiador. Para el novelista, además de documentar los hechos de la vida de su personaje, es fundamental recolectar información acerca de la vida cotidiana de la época en la que su novela transcurre.
En la medida en que la literatura construye personajes en conflicto, la novela habitada por personajes históricos debe proponer puntos de vista diferentes a los que abordaría, por ejemplo, un texto de ciencias sociales. En mi caso, al trabajar la figura de Velasco Ibarra, decidí que me enfocaría en la historia de amor entre aquél y Corina, su mujer, y en novelar los momentos de derrota que lo llevaron a vivir más años en el exilio que en su país, durante el transcurso de su vida política. Hay que hurgar en el adentro del personaje: sentir sus anhelos, triunfos, derrotas, y también sus miedos.

            Asimismo, una novela cargada de historia implica también una visión histórica y política sobre el personaje y el período novelado. En Ecuador, las novelas escritas sobre Velasco Ibarra son, por lo general, antivelasquistas. La tarea que me autoimpuse fue la de escribir una novela que mostrara el sentido humano, es decir, el lado privado, de un personaje público, y que se ubicara desde un punto de vista testimonial evitando juicios políticos personales. Me parece que quien escribe debe querer a su personaje —lo que no implica estar de acuerdo con él—, y quererlo significa, entre otras cosas, mostrarlo con piedad desde su intimidad y consciencia.    
            Somos frágiles cuando nos llega el amor, de ahí que, la historia de un romance permite abordar las luces y sombras del alma de un personaje. Por eso resulta tan estremecedora la frase de Velasco Ibarra, cuando regresa a Quito, junto al cadáver de doña Corina: «yo solo he venido a meditar y a morir». Esa frase fue la iluminación que yo necesitaba para cerrar mi novela.


Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, el 12.10.18
Las fotos del edificio donde vivía Velasco Ibarra las tomé en noviembre de 2000.