José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, septiembre 30, 2018

El libro que me domesticó para siempre

Fotograma de El principito (2015), dirigida por Mark Osborne.

      Érase una vez, un libro que me domesticó cuando yo era niño. Durante las tardes de un febrero guayaquileño, a comienzos de los setenta, solía sentarme en la sala, apertrechado con una bolsa de galletas de animalitos; ¡todo un rito para leer y releer, las aventuras de aquel príncipe niño llegado a la tierra desde el asteroide B-612! Cuando arribé al capítulo del encuentro entre el principito y el zorro, quedé maravillado. El zorro le pide al niño que lo domestique y este le pregunta, qué significa «domesticar». «Crear lazos», responde el zorro, y, en seguida, explica: «Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo...». Desde entonces, mis lazos con El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, son indestructibles.
      Hasta hoy, cada vez que abro este libro que ha cumplido setenta y cinco años, me topo con la hermosa dedicatoria de Saint-Exupéry a su amigo León Werth, escritor judío, antimilitarista, libertario, que por la fecha de escritura de la novela, escondido de la persecución nazi, pasaba «hambre y frío». La dedicatoria es una semblanza de la dolorosa humanidad de su destinario, pero, sobre todo, es una tesis sobre lo fundamental que resulta para el ser humano la permanencia del espíritu de la niñez en la edad adulta. Luego de ofrecer excusas por haber dedicado su libro para niños a un adulto, el autor concluye: «Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes (pero pocas lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria: A León Werth, cuando era niño».
Primera edición en español, 1951
Al final del encuentro del zorro con el principito, cuando se están despidiendo, luego de reconocer la necesidad de los ritos para cultivar la amistad, el zorro le regala un secreto a su amigo. «Aquí está mi secreto —le dice el zorro antes de despedirse; aceptando que, cuando ya no esté, va a llorar por él— Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». La vida es lo que se lleva en el corazón. El zorro sabe que, a pesar de la separación, el que haya sido domesticado por el principito valió la pena. Cuando el niño ya no esté más, entonces, el zorro podrá verlo al contemplar el movimiento de las espigas de trigo. Somos intensidad e instante, y memoria de lo vivido.
Aprendí, leyendo y releyendo El principito, los diferentes tipos humanos que llegamos a ser, y con los que nos encontramos durante la existencia. Lecciones de ética y estética para estar atentos al mundo y enfrentarnos al sinsentido del poder, la arrogancia y la vanidad. Visiones del amor, su luminosidad y sus dolores. Aprendí que la muerte es un retorno a la semilla que fuimos. Érase un libro que me domesticó, para siempre.


 Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 28.09.18

domingo, septiembre 16, 2018

¿Es posible escribir sin ser machista?


           
La pastora Marcela, durante el entierro de Grisóstomo, del sevillano Manuel García, conocido como Hispaleto, 1862.
«Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos». Estas palabras de la pastora Marcela, del Quijote (I, 14), definen el carácter de un personaje que defiende su libertad vital, el derecho a su belleza y a su vida solitaria; todo ello, al margen del requerimiento de los hombres. Cervantes ratifica la independencia de Marcela al sostenerla en la libertad económica y logró un personaje femenino, más allá de que pudiese estar anclado a una utopía pastoril, que, aún hoy, confronta los usos de la sociedad patriarcal.
            Pero hay que entender que la literatura da cuenta del espíritu vital de su tiempo y, los prejuicios de la sociedad patriarcal suelen estar en ella; por tanto, el machismo de ciertos personajes responde a su condición cultural y no, necesariamente, a una intencionada representación del poder patriarcal por parte del autor. El cuento «Al subir el aguaje», de Joaquín Gallegos Lara, enfrenta al Cuchucho y la Manflor, en un desafío signado por el deseo sexual y la defensa del cuerpo. La Manflor gana el duelo a machete y el Cuchucho se retira respetando su palabra. Cuchucho representa la violencia y el ansia sexual machistas; y la Manflor es una disidencia, no solo porque vive alejada de la comuna sino porque es lesbiana. A pesar del mundo en que se mueve el cuento, Gallegos Lara logra, mediante la narración sustantiva, que sea la persona que lee, y no el autor, quien emita una valoración moral respecto del suceso.
            Macondo, de Cien años de soledad, es una sociedad patriarcal. Sin embargo, García Márquez se dio modos para construir, en medio de personajes femeninos de variada gama, dos personajes fuertes, que hacen que las cosas sucedan, aunque representen opuestos: Úrsula Iguarán, la institucionalidad; y Pilar Ternera, la marginalidad. Úrsula pone sensatez en las desmesuras de José Arcadio y la decadencia de la casa de los Buendía es evidente cuando ella ya no puede gobernarla. Pilar Ternera, que conoce el secreto de las barajas y espanta con su risa a las palomas, logra que los Buendía ejerzan la libertad sexual que está reprimida en su hogar. El ejercicio de la prostitución es la expresión de la complejidad de su espíritu libre y su muerte, a los 145 años, es otro de los signos de la decadencia de Macondo.
La literatura es una expresión del ser y el mundo de quien escribe. No se puede escribir ni de lo que no se conoce, ni de lo que no se es. Todavía vivimos en una sociedad patriarcal, clasista, sexista, homofóbica y, frente a ella, quienes escribimos literatura debemos ser conscientes y ejercer la crítica y la autocrítica, sobre tales prejuicios, en la escritura de nuestras ficciones. Lo más importante, en todo caso, no es escribir sin ser machista; sino perseverar para evitar el ser machista, aunque no se escriba nada.

Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, el 14.09.18

domingo, septiembre 02, 2018

Mi voz, haciendo la segunda de Medardo Ángel Silva, en El alma en los labios


           
Ilustración de la portada de la primera edición de El alma en los labios (Planeta / Seix Barral, 2003), de la artista Lola Solís.
En 1977 conocí a Rosa Amada Villegas. Yo era entonces un estudiante de literatura que ansiaba escribir una novela sobre Medardo Ángel Silva y su amada, pero aún me faltaba no solo escritura sino haber leído mucha poesía y, sobre todo, mayor experiencia en el amor. Durante las tantas tardes en que hablamos, ella me mostró papeles de enamorado, pequeñas medallas, una cajita de música, poemas manuscritos, fotos y otras chucherías que Medardo le había obsequiado. Rosa Amada, después de contarme el episodio del suicidio del poeta en su delante, dijo: «A mí me marcaron como la mujer por la que se mató el poeta».
      Me convertí en usuario de la hemeroteca de la Biblioteca Municipal de Guayaquil. Con otro poco de imaginación terminé un libro de cuentos que titulé con un verso de Fernández Retamar: Toda temblor, toda ilusión. El libro ganó el premio de relatos José De la Cuadra de 1978, pero no lo publiqué por consejo de Miguel Donoso Pareja, quien me señaló las deudas del texto. En 2003, logré transformar aquel libro en mi novela El alma en los labios y, en ella consigné que aquel intento de abordar a Silva, «tenía datos inexactos, anacronismos, y desbordaba un barroquismo cuyo mérito fue testimoniar mis infinitas ganas de escribir».
      He dicho que todo lo que escribo es mentirosamente autobiográfico. También he dicho que El alma en los labios es mi libro más autobiográfico. No es un juego de palabras, sino una descripción del espíritu de la novela. Reconstruir la voz de un poeta, en este caso, de Medardo Ángel Silva, implicó adentrarme en su poesía, en sus crónicas, en el ambiente cultural en el que vivió; y, además, sentirme como si fuera un poeta heredero del espíritu romántico de Bécquer, de la modernidad de entre siglos, y de cierto decadentismo rubendariano. Tuve que sentir en mí, ese amor signado por una permanente melancolía, de cercanía de muerte:

          Dulzura de los éxtasis del amor bajo la luna:
          aromas embriagantes aspirados por una
          lúgubre y perfumada cabellera moruna…
 
      También realicé una investigación académica sobre las crónicas firmadas como Jean d’Agreve, que aparecieron en El Telégrafo. Este personaje le permitió al poeta recorrer, descubrir y describir la Guayaquil nocturna de comienzos del siglo veinte; esa ciudad de los fumaderos de opio en la Quinta Pareja y de los burdeles tristes, que, según sus crónicas, duerme luego del trajín del día, pero en la que «…bajo la complicidad de los techos y tras la hipocresía de las ventanas, arden las llamas de la concupiscencia, cuyo incendio sensual aviva el hálito de N. S. El Diablo».
Recuperar para la literatura la voz del poeta fue, en realidad, hacer la segunda de un dúo: construir la armonía de un canto con la mayor discreción. Medardo Ángel Silva es quien habla, desde sí y también desde Jean d’Agreve, que, por necesidades de la ficción, se convirtió, desdoblado de su poeta, en el narrador de la novela. Rosa Amada es una memoria que, para mí, perdura en «El alma en los labios», y en la escritura.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 31.08.18