Blog cultural de Raúl Vallejo.
Artículos escritos con Inteligencia Natural.
José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos. (De El perpetuo exiliado, 2016).
En 1910, durante el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas, la alemana Clara Zektin propuso que se declarara el 8 de Marzo como el Día Internacional de la Mujer.
La mujer del
caramanchel tiene ese aire de vida triste, que no sé;
la del anuncio de
Louis Vuitton no existe sobre las calles que transito.
La voluptuosa que
se me acerca en el bar, perfuma la seducción,
la oficinista
entre papeles moldea el día fluorescente con su trabajo.
La artista, a quien
le dicen loca, transforma la vida con su instrumento;
la que amamanta al
fruto de su vientre, perpetúa la especie y el amor.
La que lucha, la
que sufre, la que reza en clausura para el mundo,
la que canta, la
que inventa, la que brilla con su inteligencia.
La mujer, a cuyo
lado soy en la vida, me hace humano en el oficio de cada día.
El guayaquileño Andrés Crespo es Blanquito y la colombiana María Cecilia Sánchez es Lorna, en Pescador, de Sebastián Cordero, estrenada el 8 de febrero de este año en el circuito cinematográfico de Colombia
Al final de la película, el pescador Carlos Adrián
Solórzano, alias Blanquito, está en Quito, sentado frente al mostrador de una
cevichería. Al leer el nombre del negocio, Mariscos
del mar, su rostro se transforma de tal manera que pasa, en cuestión de
segundos, de la risa a la nostalgia, de la nostalgia a una suerte de llanto
contenido y de este a la risa otra vez. El espectador se acuerda de que el dueño
de la tienda del recinto El Matal, que se quedó en ese pueblo de la Costa norte
del Ecuador, le contó a su amigo Blanquito (Andrés Crespo), al comienzo del
filme, su sueño de instalar una cadena de cevicherías con ese nombre. Blanquito
lo había embromado diciéndole: “¿Y de dónde más van a ser los mariscos?”. Blanquito,
que deambula en Quito, ya no quiere regresar a El Matal; y el dueño de la
tienda, no ha salido del recinto. En los extremos de los sueños del que se va y
del que se queda, la vida continúa como un camino de lecciones permanente.
Pescador
(2011), la película más reciente de Sebastián Cordero, es un filme en el que
Blanquito, un personaje que encarna un
alma pura, realiza un viaje de aprendizaje vital desde una población
costera hasta la capital del país. El viaje de Blanquito pasa por la búsqueda
del padre, la persecución del amor y la lucha por la independencia personal. En
este viaje, Blanquito se mantiene como un espíritu noble a pesar de introducirse
en mundillos al margen de la ley, de confrontar la maldad cotidiana y de sufrir
el desencanto de sus ilusiones sentimentales.
La historia de la película parte de un hecho
noticioso acaecido en un pueblo de la Costa ecuatoriana. Una mañana, al iniciar
las tareas de pesca, los pescadores se encuentran con cajas cargadas de
paquetes de cocaína que el mar ha depositado en la playa. Los pescadores
recogen y se reparten los paquetes. Blanquito, a quien a sus treinta años no le
interesa la pesca y anhela irse del pueblo, también recoge una decena de
paquetes y los esconde. Cuando llegan los narcotraficantes al pueblo para
reclamar la mercancía, Blanquito decide quedarse con los paquetes pues intuye que
estos le permitirán salir del pueblo y vivir en la ciudad; es decir, salir a la
vida.
La película, sin embargo, no es otro filme violento
de narcotraficantes que persiguen a un individuo para arrebatarle la droga que
este les ha quitado. La película es un filme sobre la vida de un individuo y su
proceso de crecimiento al momento de abrirse al mundo. Este, tal vez, es uno de
los grandes aciertos de la historia. Sebastián Cordero no quiso encerrarse en
el clisé del narcocine y logró
explorar la historia personal de un hombre sencillo y bueno en medio de un
mundo corrompido y corruptor.
Blanquito, ya con los paquetes de droga en su poder
y a punto de irse de El Matal, conoce a Lorna (María Cecilia Sánchez, de
Colombia), una colombiana que quiere regresar a su país para reencontrarse con
su pequeña hija y que ha sido abandonada por su amante, dueño de una casa de playa
en el pueblo. Ambos emprenderán un viaje con finalidades contradictorias: él,
que quiere irse de su pueblo, y ella, que quiere regresar al suyo. Blanquito,
que acaba de sufrir una decepción amorosa, se ilusiona con Lorna y emprende el
viaje: una travesía en donde siempre estará rondando un amor ilusorio y no
correspondido que, sin embargo, se mantiene durante todo el viaje en la línea
del deseo contenido y expresado de forma discreta y graciosa por su parte.
La primera estación del viaje es Manta. Lo que
sucede ahí sirve para que el espectador conozca la ética de los personajes.
Mientras Blanquito se muestra respetuoso con Lorna, ella intenta volarse con la
droga —que, obviamente, Blanquito no carga consigo— y abandonar al pescador a
su suerte. Así, queda sentado ante el espectador que Blanquito es un hombre
bueno pero no un tonto y que tiene la astucia suficiente como para enfrentarse
a un mundo poblado de de seres tramposos.
El viaje cinematográfico continúa hacia Guayaquil
pero en este tramo del trayecto el director Sebastián Cordero ha sacrificado la
verdad geográfica en nombre del sentido argumental del filme. Quien conoce la
carretera desde Manta a Guayaquil sabe que en esa ruta no se cruza la gabarra
que prestaba sus servicios entre San Vicente y Bahía, antes de que se
construyera el puente Los Caras, el más largo del Ecuador, inaugurado el 3 de
noviembre de 2010. ¿Cuánta importancia tiene este asunto en el filme? Los
puristas tal vez encontrarán en esta distorsión geográfica un elemento negativo
pero en la película está concebido como un espacio abierto para mostrar al
personaje en un momento de meditación.
Blanquito llega a Guayaquil, la segunda estación del
viaje, en busca de su padre, un político que ocupa el cargo de Prefecto de la
provincia. “Ese es de los peores”, le dice a Fabricio (Carlos Valencia) el conductor
del carro en el que se desplazan. El padre no lo reconoce y la ilusión de
Blanquito se desmorona. También visitan la tumba de Julio Jaramillo y, como en
la primera película de Cordero, Rata,
rateros, ratones, (1999), el Cementerio de Guayaquil vuelve a mostrarse
como un espacio simbólico de la memoria de la ciudad. Frente a la tumba de
Julio Jaramillo están Blanquito y Fabricio, ambos unidos en ese instante desde
la orfandad de los hombres abandonados por sus padres. La caminata nocturna de
Blanquito, acompañada musicalmente de un dueto de acordeón y saxofón, es una de
las secuencias más intensas de la película: ahí está el pescador en la ciudad,
atragantado de mundo, como en el cuento de Demetrio Aguilera Malta, de los años
30, “El cholo que se fue pa’ Guayaquil”.
Al final llegan a Quito donde se supone que tienen
como compradores de la droga a Elías (Marcelo Aguirre), el amante de Lorna, y a
dos de sus amigos. Aquí, la historia de la película toma un giro inesperado:
cuando Blanquito ve, a través de los ventanales de la casa de Elías, a éste y a
Lorna copulando, algo se transforma en él. Al final, decide avanzar solo en la
vida y le deja a Lorna la parte convenida por la venta de un paquete de la
droga. Al día siguiente, cuando Lorna acude al hotel y sale a la calle, mira
para ambos lados tratando de encontrar rastros de Blanquito: la mirada de
Lorna, ya subida al carro, junto a Elías, es la mirada de quien también se ha
transformado. Entonces vemos a Blanquito en la cevichería, sonriendo, a punto
de llanto, lleno de nostalgia por El Matal pero convencido de que no regresará
al pueblo, y dispuesto a la vida.
Pescador es
una película realizada con mano maestra en su narrativa cinematográfica: un
ritmo intenso, una trama envolvente, una fotografía que saca provecho del
paisaje para el viaje y de los primeros planos para describir a los personajes;
el guión está cargado de un humor inteligente que aprovecha los giros populares,
y la canción de amor del filme, reelaborada por la banda mexicana Los Shajatos,
a partir de una vieja cumbia de Rodolfo Aicardi, contribuye al sentido de la
pérdida que sutilmente propone la película. Pescador,
de Sebastián Cordero, es la película de un director que sabe cómo contar
historias que atrapan al espectador, con profundidad vital y calidad estética.
Trailer de Pescador
(2011), la película más reciente de Sebastián Cordero, que es un filme en el que
Blanquito, un personaje que encarna un
alma pura, realiza un viaje de aprendizaje vital desde una población
costera hasta la capital del país.
Sin diálogos, narrado en primeros
planos y planos insertos. Consumación, dirigido por X.B. Ruiz, (2012), está
anunciado como la historia de un crimen pasional “contado desde la perspectiva
de un periodista de crónica roja, como material ideal para primera plana, en un
mundo donde la violencia y la superficialidad de la información es un
paradigma.” Y es que detrás de cada noticia de crónica roja existe un drama de
seres de carne y hueso que el negocio de la prensa amarillista ha convertido en
un espectáculo morboso que apela al temor a la muerte inherente al ser humano.
Se trata de un cortometraje de
producción independiente (9m. 41s.), de carácter experimental en el que aquello
que no ve el espectador en la pantalla, aquello que intuye más allá del primer
plano, aquello que construye desde los silencios, es lo que va llenando, in
crescendo, de mayor densidad la historia que se cuenta. Como en un iceberg,
aquello que está oculto del campo visual es la parte más compleja y dura de la
historia narrada con fluidez.
La música, en ausencia de los
diálogos, tiene una función semántica en el corto y, por tanto, rellena de
significados intensos el drama de aquellos personajes que nos hablan aunque
carezcan de voz. La música, abstracción por excelencia, se convierte en texto que
nos hace olvidar la ausencia de diálogos del cortometraje, gracias a la edición
que conjuga la intensidad de cada exergo musical con la secuencia fílmica.
Lastimosamente, no se trata de música compuesta de manera especial para el
corto sino de música clásica, acertadamente escogida eso sí, pero que da cuenta
de una carencia artística en la composición del cortometraje.
Los primeros planos y los planos
insertos son, por lo general, planos cortos que nos van describiendo los
elementos complementarios de la historia. Los planos secuencias que corresponden,
casi siempre, a la narración hecha por las cámaras de seguridad nos permiten
prescindir de los diálogos. En ese sentido, el director se excede un poco en el
plano del marido que llora desconsoladamente asido a la mano de su esposa
muerta. Si bien se trata de un momento intenso del corto, su extensión
contrasta con la del resto de las escenas; es, justamente, por el dolor
condensado de aquel instante que su extensión se vuelve aún más notoria.
Sin embargo, esta última apreciación
mía tenga que ver con el hecho de ser, en la vida real, el padre de la actriz
que interpreta a la esposa que yace muerta sobre la cama. Mientras el público
contempla la mano y la muñeca de una mujer muerta, acariciada por su marido
desconsolado, yo contemplo el lunar de nacimiento de mi hija. Pero esta
reflexión es absolutamente personal y la introduzco en este comentario nada más
porque mientras contemplaba el corto, que de por sí es doloroso, sentí una
angustia profunda que se manifestaba en la sequedad de mi boca y la humedad de
mis ojos.
Somos, al igual que el periodista
de crónica roja, mirones de un drama que no por repetido en los diarios de
crónica roja deja de conmovernos. Y es que el corto termina construyendo una
historia paralela al drama que narra: la perversidad del mirón cuyo trabajo se
alimenta del drama de las personas que son arrebatadas de la vida por la muerte
que se cuela de manera violenta en su cotidianidad. Pero todos nosotros somos
también ese mirón que asiste a la muerte como espectáculo, tal como circula en
las primeras planas de los periódicos de crónica roja.
El cortometraje Consumación,
dirigido por X.B. Ruiz, es un filme cuyo sentido de la experimentación obliga
al espectador, desde un tipo de historia ya cotidiana en la crónica sangrienta
de la prensa amarillista, a enfrentarse con la fragilidad humana, que, en
definitiva, es su propia fragilidad.
El cortometraje Consumación, fue subido por su director X.B. Ruiz en You Tube,de donde lo he copiado
La
literatura es también un espacio lúdico de la palabra. Y que todo sea posible
en la escritura resulta una condición de la poesía contemporánea. En Los
poemas del coronel Aureliano Buendía tenemos un muestrario de esa
juguetería que es la literatura contemporánea. Ramiro Oviedo (Chambo, Ecuador,
1952) conjuga en esta propuesta poética la estrategia del manuscrito
encontrado, la asunción del personaje literario que se define desde una
escritura, la construcción del diálogo de los textos literarios y, al mismo
tiempo, nos ofrece una palabra poética que fluye desde lo conversacional.
El
poeta se convierte en un alquimista que reinventa textos y les da nuevas
significaciones a partir de otros textos ya conocidos. Oviedo ha imbricado su
escritura en las páginas de Cien años de soledad para descubrir, desde
la invención, los poemas que se salvaron del fuego bilioso del coronel. El
poeta nos descubre un palimpsesto en el que la escritura del coronel Aureliano
Buendía va siendo revelada a través de sucesos ficticios que se han ido
superponiendo a la no menos ficticia palabra poética. Y, sin embargo, como
decía Flaubert, “todo lo que inventamos es cierto”. Así lo señala el propio
Oviedo sobre este poemario: “Haberlos hallado es en sí un milagro. Y si todo milagro
es una mentira, como la novela, estos treinta y tres poemas son los hijos
legítimos de una mentira ejemplar, donde se oculta más de una verdad
escandalosamente invisible.”
Los poemas del coronel Aureliano Buendía es un libro que dialoga literariamente con
un texto emblemático de la literatura latinoamericana e introduce una dimensión
nueva en un personaje ya clásico como es el coronel: nos presenta al miliciano
rebelde, consumido por sus derrotas, recluido en su taller donde fabrica
pescaditos de oro, recreado ahora en su faceta de poeta. Al mismo tiempo, es un
poemario que encierra el desasosiego causado en el espíritu del ser humano por
causa de la violencia y el desamor.
Estos
poemas —homenaje de un poeta ecuatoriano a García Márquez, el maestro colombiano
de nuestra América— son fieles al mundo novelesco y sacan partido de esa
referencialidad textual pero los poemas están también, por sí mismos, cargados
de un hálito poético propio con el que toca directamente a sus lectores. En
“Balance” está toda la carga de la soledad que lleva encima el coronel: “Al
filo de mis cincuenta años sólo soy una chatarra de coronel. / Mi botín, un
flechazo en cámara lenta, / una gota de melancolía que se muere de sed, / la
embriaguez que colmó el vaso, / un goce diminuto torturado a tiempo completo.”
La
segunda parte de este libro, Cóctel molotov, es una antología personal
de los poemas que Ramiro Oviedo considera más significativos en el desarrollo
de su obra poética. Este muestrario nos permite acercarnos a la obra de un
poeta conversacional de primer orden, a una poesía cargada de vitalidad y
desparpajo, a una estética dolida de la cotidianidad del ser humano.
Los
ingredientes de este cóctel nos dan una bebida explosiva en la multiplicidad de
sus sentidos. La “cédula de identidad” con la que abre la muestra nos indica el
derrotero para una lectura desenfadada tanto como el propio poemario: “soy lo
que soy / poeta sin corbata / ni más ni menos que el panadero de la esquina /
un poeta gratis / no un poeta barato / alérgico al Parnaso Cía. Ltda.”
La voz poética de estos textos es provocadora, desacralizadora y, en estos
tiempos espantosos en la que los escritores parecen haberse convertido en
entelequias descomprometidas del mundo, no le teme para nada a la toma de
partido. Por ello Ramiro Oviedo, al igual que Gabriel Celaya, parecería decir
también: “maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales
[…] maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.”
El
poema “Mama Marilyn” viene muy a propósito del cincuentenario de la muerte
—¿asesinato?—, conmemorado por el mundo el año pasado, de quien se convertiría
en un mito contemporáneo. Con un tono de crónica, la voz poética pasa revista
por la vida de Norma Jeane Baker, que se transformaría en Marilyn Monroe, “la
actriz del séptimo arte / que murió convencida de haber asesinado su sombra,”
debido a la construcción iconográfica de Hollywood. Un poema que testimonia esa
idolatría que ha generado M.M. y también esa rabia contradictoria frente a la
cultura del espectáculo que, habiéndola creado, también la destruyó: “Quedó
como una escultura de cera / en un candelabro del altar de los sacrificios de
la Twenty Century Fox”.
Una
suerte de “memorial de agravios” evocado por una voz poética desterrada por voluntad
propia; una retahíla de fracasos políticos, humanos, artísticos en una sociedad
caracterizada por la desesperanza; un cántico furibundo, anárquico, doloroso
dada la imposibilidad de triunfar en una lucha social; todo lo dicho se
concentra en ese monólogo poético que es “pedrada en ojo tuerto”, un poema
marcado por la huida del sujeto de palabras —que se siente inútiles pero
no lo son, no lo serán jamás— confrontado al sujeto de la acción, a ese
que va cayendo en una lucha desigual y sin futuro, marcado por la búsqueda de
otra vida en otra parte no sin cargar con el peso de la culpa del que se va:
“es que a veces —sin querer— / se me cae la cara de la pura vergüenza / de
estar vivo / al pie de la memoria / y con mis cicatrices enteritas”. Poema
escrito con mucha dureza, con imágenes desagarradas, con una tremenda fuerza
política —aunque quien lo lea no concuerde con los postulados ideológicos que
sostienen al texto.
El
conjunto de poemas de esta segunda parte del libro también recoge la
experiencia migrante del propio poeta. “París ha muerto” es un ejemplo del
desarraigo y la mimetización. Imágenes atrevidas que buscan una visión alejada
de las postales: “una manera decente de vivir en París / tal vez la más
conveniente para mí, sería en calidad de perro / pero un perro fucsia, con
granos de café en los ojos / para ver más allá de allá de allá. / un perro
rodeado de amigos perros.” Una muestra de humor —otra de las características
que atraviesa el poemario—, y de recuperación estética de la sencillez de la
vida popular, es “Pancho Villa, embajador en Francia”, poema-viñeta, muy de
atmósfera rulfiana, en la que la voz poética se refiere al mexicano Eraclio
Zepeda, embajador de México ante Unesco, y su parecido físico con el mítico
revolucionario. Debido a ese parecido, Zepeda hizo de Villa en México
insurgente, la película de Paul Leduc basada en el libro homónimo de John
Reed, estrenada en 1970, y el poema de Oviedo se encarga de contar una preciosa
anécdota de cómo en el imaginario popular la figura de Villa continúa luchando
por las libertades.
Este
libro de Ramiro Oviedo —que es un cóctel de varios poemarios de su autoría y
que ratifica de manera fresca para los lectores la confianza “en la poesía de
uso diario / como los fósforos”— inaugura la serie Escritores ecuatorianos que
la Embajada de Ecuador en Colombia y la editorial Con las Uñas ofrece,
particularmente, a la ciudadanía lectora de Colombia, este país de Historia compartida,
de frontera sobre cuya línea de esperanza habremos de construir la paz día a
día.