José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, marzo 25, 2018

Juan Ramón Jiménez, espíritu en mi poesía

En la Universidad de Maryland, marzo 2018

Durante muchos años fui un poeta vergonzante. Escribía mis poemas en papel de reciclar y los echaba sin piedad al cesto del olvido. No solo era que no hallaba mi propia voz, sino que tampoco encontraba asuntos para mi poesía. Entonces llegué a la Universidad de Maryland, con una beca Fulbright – Laspau, para hacer una maestría en Literatura Latinoamericana. El Departamento de Español y Portugués, donde estudié, queda en el edificio Juan Ramón Jiménez.
JRJ enseñó en Maryland, entre 1943 y 1951. El 23 de enero de 1956 fue nominado por la universidad al Nobel de Literatura, que recibió en ese año. La nominación, firmada por A. E. Zucker, e impulsada por Graciela Palau de Nemes, a quien conocí en 1996, una de las mayores especialistas en la obra juanramoniana, ponía énfasis en el valor de Platero y yo, como el “mejor poema en prosa escrito en español.”
A más de cien años de su aparición, hay que disfrutar en Platero y yo de esa mirada juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos; saborear esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin japonerías ni cisnes, poesía que invoca tanto a Bécquer como a Darío. El narrador, mientras le promete que jamás hará de él un héroe charlatán de alguna fabulilla, le dice a Platero: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor.”
La lectura de la obra de JRJ, especialmente, Diario de un poeta recién casado (1916) y Animal de fondo (1949), me produjo un deslumbramiento: él construyó su poesía en la búsqueda de la expresión desnuda y el encuentro con un dios propio, como pasión de vida en sacrificio de la vida misma: “durante toda esta vida mía de libertad constante, he intentado comprender la verdad y la belleza, la belleza verdadera, esa belleza que está en todo, en lo llamado bello y lo amado feo”. Estudiando a JRJ, en sus memorables antolojías, descubrí la desnudez de la poesía y encontré la voz propia buscada. Él, lleno de interrogantes y conciencia de totalidad, dijo: “¿Mi mejor poesía? Mi obra en su conjunto.”
El viernes anterior regresé a la Universidad de Maryland y ofrecí un recital basado en Mística del tabernario, que contó con la presencia de mis queridos maestros del Departamento. En “Autorretrato, 2015”, abrí la lista de aquellos con los que he alimentado mis lecturas y mi escritura de poesía, con el de JRJ: “El acertijo de mundo que soy es poema / habitado por nombres que evoco en vano. // Trasparencia de rosa desnuda en jardín / que pregunta si soy Juan Ramón Jiménez…”
En la planta baja del edificio todavía está un busto de JRJ, en bronce; su nariz es de un amarillo refulgente por causa de la creencia estudiantil de que, frotándola, el alma del poeta contribuirá a una buena nota. No resistí la tentación de oficiar el rito, y el espíritu de Juan Ramón, diseminado en ese dios deseado y deseante, herético, creado a su semejanza, estuvo conmigo durante aquella feliz lectura, así como me ha acompañado en mi escritura poética.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 23.03.18

lunes, marzo 19, 2018

Retrato con nostalgia

Miguel Donoso Pareja (1931-2015) Feria del Libro de Guayaquil, 2009

Poseía un corpachón de marinero jubilado y una piel curtida por los soles de altamar; su espíritu albergaba una vida cargada de exilio, amores difíciles y una batalla, personal y permanente, con el lenguaje. De joven, su rostro fue el de un seductor romántico y bello, cargado de bohemia y mundo; a la vejez, se le instaló la sonrisa de los abuelos querendones. No era buen conversador y le disgustaba que le pidieran mensajes: “Los mensajes se los dejo al Papa.” Siempre llevó una barbita de candado que junto a su pelo y las cejas pobladas fueron blanqueándose hasta convertirlo en la réplica ecuatorial del Coronel Sanders.
En el Taller de Literatura que, en los ochenta, inauguró Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 13 de julio de 1931 – 16 de marzo de 2015), él solía bromear: “Mis novelas son la escritura de un sádico para lectores masoquistas.”
La obra, experimental y profunda, se nutrió de un vitalismo camuflado tras los malabares y las máscaras de la palabra. Dice el narrador de Henry Black (1969): “Hacer el amor, por ejemplo, no es para mí un acto gratuito sino una manera de buscar la soledad. Casi, diría, que es una forma de morir.” En Día tras día (1976), la experiencia erótica transita la angustia existencial que implica la búsqueda, el encuentro y la pérdida de Gudrum, simbólica e inaccesible; así como las vicisitudes del exiliado y su retorno a la patria, en Nunca más el mar (1981). Hoy empiezo a acordarme (1994), construye una manera propia de narrar la historia novelesca, a través de un sujeto envuelto de manera compleja en la realidad, la ficción y diversos niveles de verosimilitud. Miguel era un titiritero romántico, un descreído de la felicidad.


Para mí la literatura es la fusión de dos conceptos, el uno de Flaubert, el mayor realista del orbe, quien señala que todo lo que inventamos es cierto; el otro, de la brasileña Clarice Lispector que nos recuerda que la realidad es lo increíble. 

Miguel Donoso Pareja, La tercera es la vencida (2011)

Tenía una pedagogía generosa con sus talleristas, que, muy a su pesar, generaba una imprescriptible relación de maestro y aprendiz. Su crítica frontal, que a veces cayó en la adjetivación desprolija, le granjeó respeto, pero también animadversión. Por ello, y por su impertinencia crítica, no fue una persona querida en los círculos literarios, acostumbrados al elogio mutuo. En 2007, le fue otorgado el Premio Eugenio Espejo, mas el reconocimiento que le dieron sus pares casi siempre fue a regañadientes.
En la intimidad hogareña, los dolores personales que acumuló durante su vida cedían al amor incondicional por sus nietos. Esos dolores están concentrados en Leonor (2006), novela de vida y muerte, amor y desolación, de culpa y redención. Novela desgarradoramente personal que, al mismo tiempo, testimonia el fracaso del distanciamiento brechtiano: “Con el oscuro objeto pegado a su sien, Leonor ha apretado el gatillo. X cae y cree que está muerto, Leonor cae y sigue pensando que está viva, cada uno soñando por el otro.”
A tres años de su fallecimiento, y pese a los homenajes que se apropian del Muerto —como él mismo se nombraba en sus últimos textos—, Miguel Donoso Pareja sigue siendo un escritor más comentado que leído; pero sus libros son su legado y esperan nuevos lectores para espantar al olvido.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 16.03.18
 

sábado, marzo 10, 2018

Una lección de cine sobre la diversidad



Daniela Vega (Santiago de Chile, 1989), actriz y cantante lírica, es la protagonista de Una mujer fantástica. (Foto tomada de su cuenta de Twitter @danivega)
            Empiezo a escribir este comentario acerca de una buena película en el tratamiento del tema de la tolerancia y los prejuicios de una sociedad conservadora frente a la diversidad sexual, cuando leo la noticia que viene de Chile. En la sesión del Consejo Municipal de Ñuñoa, del pasado martes 6, el alcalde Andrés Zarhi desistió de la declaración de Hija Ilustre a Daniela Vega, por problemas de género: “No podemos dárselo a una mujer, si nosotros tenemos la identidad de un hombre.”
Daniela Vega (Santiago de Chile, 1989) es la mujer trans, actriz y cantante lírica, que protagoniza Una mujer fantástica, ganadora del Oscar 2018 a la Mejor Película de Habla No Inglesa. Y como en Chile no existe, legalmente, la identidad civil de género, como sí existe en Ecuador desde diciembre de 2015, Daniela, paradójicamente, además, tuvo que viajar a recibir el Oscar a una película sobre los avatares de las personas trans, con un pasaporte que tenía su identidad masculina, la de un pasado que ya quedó atrás.

Una mujer fantástica también ha ganado, entre otros premios tanto o más importantes que el Oscar, el Premio Especial del Jurado, el de Mejor Actriz y el Premio Únete, de la ONU, en el pasado Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana; el de Mejor Película Iberoamericana en los Premio Goya; el Teddy Award y el Oso de Plata al Mejor Guion en el Festival de Cine de Berlín; el Premio de Jurado y de Mejor Actriz del Festival de Cine de Lima; y Mejor Película, Dirección e Interpretación Femenina, del Premio Iberoamericano de Cine Fénix.

            Daniela es Marina Vidal, una mujer trans cuya pareja, el empresario textil Orlando Onetto, protagonizado por Francisco Reyes (Santiago, 1954), un hombre mayor, fallece súbitamente. A partir de ese momento, Marina se verá enfrentada, desde la soledad y su duelo silencioso, a la sospecha y el desprecio de una estructura familiar y social que nunca aceptó esa relación amorosa.
La actriz lleva adelante su personaje con inteligencia y naturalidad. Su expresiva mirada, más que sus palabras, hablan del drama interior y la discriminación cotidiana que vive Marina, y que se manifiesta en una desconfianza atávica para con las personas, incluso aquellas que la aceptan tal como es. Su relación con su viejo profesor de canto (Sergio Hernández) es, en cambio, relajada, afectuosa: la escena del abrazo mientras él está sentado frente al piano, define el cariño. En términos de guion, esta escena explicará la presentación de Marina en el teatro, como cantante lírica.
Sonia (Aline Küpperheim)), la ex pareja de Orlando, y su hijo Bruno (Nicolás Saavedra), representan la familia tradicional, desconcertada por la actitud asumida por Orlando, el padre; un entorno familiar que rechaza a Marina, porque siendo una mujer trans es la nueva pareja de Orlando. Gabriel (Luis Gnecco), hermano de Orlando, representa ese nivel mínimo de humanidad para entender una relación afectiva compleja. Estos personajes hacen que la película transite con equilibrio en la definición de los afectos y desafectos.
Y, si bien, la discriminación e intolerancia quedan claras, la exposición con naturalidad de la cotidianidad de la personaje protagónica nos permite entender a Marina Vidal como esa mujer fantástica de la que quiere el director que nos enamoremos, tal como lo hicimos, en otro tiempo y en otro espacio, con la Holly Golightly, interpretada por Audrey Hepburn, en Breakfast at Tiffany’s (1961), basada en la novela homónima de Truman Capote.

Marina Vidal es un personaje pleno de una humanidad que se muestra con todos sus claroscuros.
El director Sebastián Lelio (Mendoza, Argentina, 1974), ha logrado que Daniela Vega despliegue sus dotes como artista. Sus planos, sus diálogos, la interiorización de su personaje, y su canto lírico: todo está conjugado para hacer de Marina Vidal un personaje cargado de verdad vital. Un personaje pleno de una humanidad que se muestra con todos sus claroscuros: esa degradación en el dolor a la que se somete por voluntad propia en la discoteca, es un ejemplo tan válido como la agresión física que sufre en la camioneta a manos de tres hombres machistas e intolerantes; así como su propia violencia contra la familia de su pareja fallecida cuando les reclama que le devuelvan el perro que le había regalado Orlando.
El ritmo de la película es moroso y se regodea en las secuencias largas, de carácter introspectivo, logrando con ello, que el espectador participe de la mirada que, desde adentro de sí misma, Marina tiene sobre una sociedad, en el que el médico, el policía, e inclusive la comisaria, es decir, la institucionalidad del Estado, junto con la familia tradicional, la de Orlando, su pareja, se asocian para discriminarla por el solo hecho de ser diferente.
Con ese espaciamiento de los planos, el director consigue intensificar, con éxito, la subjetividad de la personaje protagónica: la escena de Marina desnuda sobre la cama, mirando su rostro en el espejo que cubre su genitalidad es un plano maestro en la generación de sentidos éticos. Una explicación metafórica, premonitoria, desde la misma película, a la negativa del alcalde para declarar a Daniela Vega, Hija Ilustre de Ñuñoa.
            Una mujer fantástica (2017), dirigida por Sebastián Lelio, es una poderosa lección de cine sobre el sentido de la diversidad del ser humano, en confrontación con la intolerancia y los prejuicios, mediante el profundo tratamiento de un episodio conmovedor, que muestra, desde episodios íntimos y cotidianos, la vida en constante lucha de una mujer trans en contra de la discriminación.

Daniela Vega y Francisco Reyes son Marina y Orlando, la pareja amorosa de Una mujer fantástica, dirigida por Sebastián Lelio.