José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, marzo 20, 2011

Sentir el mundo en la palabra

Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo / yo tomé el menos transitado / y eso ha hecho toda la diferencia.

La literatura, entendida como una pasión de vida, me ha deparado muchas satisfacciones. En primer lugar, la posibilidad de representar estéticamente aquello que pienso y siento acerca del mundo, las cosas y la gente y, por supuesto, la comunicación plena con esos lectores, desconocidos cercanos de mi palabra, para quienes uno escribe. Luego, la alegría que significa cada nacimiento en la aparición un libro nuevo. Finalmente, como en la canción “Resumen de noticias”, de Silvio Rodríguez, a través de mi literatura, si bien “no he estado en los mercados grandes de la palabra he dicho lo mío a tiempo y sonriente.”

Aún con la experiencia vivida que llevo encima no me gusta dar consejos a los jóvenes que se inician en la literatura, en parte, porque me parece que no existe consejo posible en un campo en el que prima la libertad personal, la intuición que nace de las tripas y la experiencia vivencial de cada uno, y, en parte también, porque creo que lo que marca la diferencia en la literatura, como en el poema “The Road Not Taken”, de Robert Frost, es el escoger el camino menos transitado.

La literatura es un mundo que se construye con palabras en el marco de la realización de una propuesta estética; es la asunción de una responsabilidad ética frente a esos hipotéticos lectores a quienes va dirigido el texto literario; es la realización plena de un espacio utópico que desaparece en el momento mismo de la aparición del texto; es la conjunción del sentido lúdico del lenguaje con la expresión de una ética de la letra; y, finalmente, creo que la literatura es la posibilidad de sentir el mundo en la palabra.

(Fragmento final de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, marzo 13, 2011

El escritor y la sociedad

Jean Paul Sartre es el paradigma del intelectual comprometido políticamente. En 1960, junto con Simone de Beauvoir, visitaron la Cuba revolucionaria de los barbudos de Sierra Maestra. En la foto, junto al Ché Guevara.

El escritor, al igual que toda persona, tiene deberes de ciudadanía que cumplir, tiene un compromiso ético con la sociedad a la que pertenece. Sus deberes comienzan por el uso de la palabra puesto que éste implica una responsabilidad social con los lectores que se enfrentan al texto literario. No se trata de una actitud mesiánica sino de entender que, dotado de las enormes posibilidades expresivas del lenguaje, el escritor debe cuidar la palabra y esto implica ser responsable por lo que dice, por la forma cómo lo dice, por la propuesta que se desprende de aquello que dice. La palabra nunca será neutra de ahí que su uso requiera de una actitud ética que esté consciente de aquello.

Uno está inmerso en la historia y, aunque quisiera, jamás escapará de ella. En La consagración de la primavera, Alejo Carpentier desarrolla maravillosamente este postulado a través de la historia de Vera, una bailarina que escapando de la transformaciones que vivía la Rusia zarista con la revolución de Lenin, viaja por el mundo y se encuentra con la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial y termina viviendo en la Cuba revolucionaria de los sesenta.

Yo nací el año de la revolución cubana por lo que, en lo personal, me sentido marcado por ella: por las ilusiones de una sociedad solidaria que generó, por el orgullo de soberanía de un pueblo sometido a un bloqueo criminal y también por las contradicciones entre libertad y justicia social que recorren su historia y sus fracasos en materia económica. Me ha tocado vivir el fin de la guerra de Vietnam y la caída del Muro de Berlín: es decir, la transformación del planeta de la guerra fría al planeta en el que Estados Unidos disputa con China y la Unión Europea el dominio del mundo. Al mismo tiempo, amanecí a la vida adulta con el retorno a la vida democrática en nuestro país: todo mi bachillerato lo hice bajo regímenes dictatoriales. Después, he participado activamente en nuestros procesos democráticos y, asumiendo mis deberes ciudadanos, he servido al país y espero haber contribuido a la construcción de una sociedad más justa y más solidaria.

Estos sucesos del Ecuador y el mundo han marcado mi palabra.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, marzo 06, 2011

La escritura y la dificultad

Fachada de la casa de José Lezama Lima, en La Habana; calle Trocadero 162. Lezama planteó como principio de su poética que solo lo difícil es estimulante.

Junto a la lectura, creo que todo aquel que quiera ser escritor —además de la búsqueda constante de las posibilidades expresivas y estéticas del lenguaje— necesita de una experiencia vital intensa, una sensibilidad especial frente a los espíritus de las personas y una actitud alerta a los sucesos del mundo pero, sobre todo, un punto de vista original para ver a los seres y a las cosas. E igual que para toda profesión, la del escritor también exige una disciplina particular: es necesario leer con método y sentido analítico y escribir sin tregua con un insobornable espíritu crítico.

Cuando yo era adolescente escribía con mucha facilidad, sin preocupaciones y también sin responsabilidad con la palabra. Mas llega un momento en que uno se da cuenta —gracias a la lectura atenta de literatura— de la diferencia entre un texto bueno y uno excelente. Es un momento de definiciones porque implica aceptar que no todo aquello que escribimos, aunque lo percibamos como bueno, tiene el nivel que imaginamos debería tener. Pero todavía hay algo más complejo: el instante crítico sucede cuando uno toma consciencia de la diferencia entre un excelente texto y uno que resulta imprescindible. En ese instante nos damos cuenta de que el arte es una utopía en cuya búsqueda pasaremos la vida entera.

En 1976, cuando cursaba sexto curso de bachillerato, escribí el cuento “Por culpa de la literatura”. En dicho texto resumí las dificultades que un adolescente puede tener al momento de decidir que quiere ser escritor. A los diecisiete años, sin embargo, sólo sabía de las dificultades con la familia y ciertas prevenciones por no tener respuesta clara frente a la pregunta: ¿de qué vas a vivir? Lo que no sabía es que las dificultades de un escritor son mucho más profundas y tienen que ver con el agobiante trabajo que requiere encontrar la palabra precisa, la imagen deslumbrante, la historia novedosa y con esa particular angustia personal que es producto del sentirse un tanto fuera del mundo pues la escritura requiere de una soledad esencial y de un aislamiento que lleva al escritor a convertirse en un observador del mundo cuando no tiene otros alicientes para ser parte de su transformación.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, febrero 27, 2011

Leer y escribir


Alrededor de los doce, mi ñaño Tito, trece años mayor que yo, empezó a regalarme los libros que aparecían semanalmente en las colecciones de Salvat Universal y la Biblioteca de Autores Ecuatorianos editada por Ariel. Yo, en ese entonces, creía que era un imperativo moral el leer cada libro que me regalaban, así que en esa época leía mucho en mucho desorden. El gran descubrimiento de entonces fue para mí la literatura ecuatoriana. Y, claro, las ganas de escribir historias parecidas a las que leía. Al comienzo, imitaba a los autores de mis las lecturas: terminé Don Goyo, de Demetrio Aguilera Malta e inmediatamente escribía una nouvelle llamada Zacarías. Aquello fue un valioso instrumento para comenzar a afinar mi escritura. Escribía con gran soltura y con enorme disciplina dándole continuidad a las historias de los libros que leía o imitándolos sin ningún recato. Después de leer El profeta y El loco, ambas de Gibrán Jalil Gibrán, escribí mi primera novela llamada Vuelta a la vida, que entonces no sabía que podía ser el nombre de un cebiche y a la que le di tono apocalíptico y sentencioso. Una vez que terminaba “mis novelas” se las enseñaba a mi hermano que se convirtió en un ávido consumidor de mi literatura. Hasta hoy, para mí sigue siendo importante lo que mi hermano opine acerca de mis libros.

Desde esa época supe que quería ser escritor. No lo sabía en aquel tiempo pero lo practicaba: antes que nada, era un lector voraz. Ahora puedo decir que para escribir es imprescindible leer. Uno tiene que alimentar su propio proceso creativo con la asimilación de aquello que la historia de la literatura nos enseña. Así, leer los clásicos se convierte en una obligación estética para el oficio de escritor. Nada más errado que pensar que no hay que leer para evitar las influencias o, peor, que únicamente hay que leer lo que está de moda. Todo lo contrario: el problema no es tener influencias sino saber escogerlas entre lo mejor de la literatura del mundo y, además, formar el criterio conociendo el proceso universal de la literatura. Y, en medio de todo lo que hay que leer, puedo afirmar que en la literatura escrita en lengua española, el Quijote es el centro del canon y por tanto el libro cuya lectura es fundamental para todo aquel que aspire a ser escritor. En síntesis, la lectura de literatura contribuye sustancialmente al aprendizaje de la propia escritura.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, febrero 13, 2011

Anaïs & Henry


El verano es época de celo. Los vientos de agosto elevan las cometas y las faldas de las colegialas en vacaciones. Anaïs corretea impúdica bajo el sol que arde. Dos jóvenes enamorados exploran caricias nuevas a la sombra de los árboles. Jadean. El césped del parque tiene la sensualidad de una esmeralda de joyería. Henry la persigue y su cabeza se refresca con el aire que baja de las montañas. Un par de ancianos camina como si la carga de la vida no les pesara. Henry alcanza a Anaïs. La domina, le muerde el cuello. Gruñen. Ella, en cuatro sobre el césped, se relaja y lo deja hacer. Una niña, de vestido palo de rosa, los contempla sonriendo y llama la atención de su padre: “Mira, papi, están haciendo perritos.” Aúllan satisfechos.




(De Ángeles desterrados, inédito)

domingo, febrero 06, 2011

El último tango en París y la mantequilla

No lo podía creer pero el cable de la AFP anunciando, desde París, el fallecimiento de María Schneider, decía: “La imagen de Schneider estará seguramente siempre vinculada con la mantequilla, por una de las escenas más cargadas de erotismo de El último tango en París, que fue rodada en un apartamento vacío en un barrio burgués de París.” ¿Quedará reducido para la historia del arte cinematográfico a la imagen de la mantequilla este filme de Bertolucci o simplemente se trata de la superficialidad con la que la difusión mediática trata los temas que no entiende?

Revisé la película y me topé con una conmovedora escena inicial. Marlon Brando, en el papel de Paul, un boxeador norteamericano retirado que acaba de enviudar debido al suicidio de su mujer, camina por París y grita: “Maldito Dios” ("Fucking God", según observación de Marcelo Báez). Su rostro se va transformado hasta que aparece en él toda la angustia que carga adentro. Después, a los 15 minutos, se da ese primer encuentro sexual entre Paul y Jeanne (María Schneider), la novia jovencita que vivirá una truculenta historia vital con el americano: encuentro primitivo, brutal, sin palabras que lo adornen. El apartamento en el que han coincidido Paul y Jeanne se convierte en el espacio de realización del deseo sin más ropaje que el deseo mismo como expresión de libertad de cada uno frente al drama íntimo de cada uno que entre ellos desconocen.

Después está la escena de la tina cuando deciden hablar en un idioma inventado por ambos —escena que me recuerda el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar: “Apenas él le amalaba el noema…”— en donde el tiempo y el espacio de la historia personal no tiene cabida. Conocerse desde el presente de los cuerpos sin historias que los humanicen es el desafío que enfrentan los personajes y que, inexorablemente, los conducirá a la tragedia final. El planteamiento de Bertolucci en la película es que, después de todo, resulta imposible construir una relación, por muy de piel que sea, sin que intervenga la historia personal que los protagonistas llevan encima.

Por supuesto, también está la famosa escena de la mantequilla. Aquella en la Paul sodomiza a Jeanne como símbolo de esa enfermiza posesión total que busca él respecto de ella. Mucho se ha hablado de esta escena por las propias declaraciones de María Schneider, que dice no haber sabido de la existencia de ella y que sus lágrimas fueron reales. La relación anal es todavía causa de escándalo treinta y nueve años después tal vez porque aún existe la hipocresía social respecto de la realización plena de la sexualidad humana.

El que se siga mencionando esa escena para referirse a la película es una prueba de lo que digo: lo que se busca, con mucha mojigatería, es escandalizar escandalizándose, y ocultar la fuerza del filme que reside en otros aspectos mucho más subversivos referente a la hipocresía de la sociedad: Dios como su ausencia del espíritu humano; la soledad como razón existencial del ser contemporáneo; el desamor como el estado permanente del espíritu.

Está, por supuesto, la esperpéntica escena del baile en el salón en donde se desarrolla un certamen de tango. La escena es la expresión de la libertad de la pareja en su mayor plenitud: frente al acartonamiento de los concursantes, la irrupción de Paul y Jeanne, un tanto ebrios, es una muestra de su ruptura con el mundo de las convenciones. El gesto final de Paul, que enseña la nalga a una de las organizadoras, es la metáfora de la ruptura del espíritu libre con la estrechez de la organización social que ordena y domestica incluso un baile tan libre como lo es el tango.

Y está la escena final: aquella en la que Jeanne le dispara a Paul y este camina hasta el balcón, mira Paris por última vez, se saca el chicle de la boca, lo pega bajo la baranda del balcón y muere. “No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre”, alcanza a murmurar Jeanne que imagina la denuncia que tendrá que hacer a la policía para justificar el disparo sobre aquel desconocido que, sin embargo, ha modificado radicalmente su propia vida.

El último tango en París (1972) es una película esencial del arte cinematográfico. Reducirla a la “escena de la mantequilla” —que, dicho de paso, desarrolla un diálogo de crítica y rechazo a la institución familiar mientras sucede la sodomización— es sacrificar el espíritu crítico dando paso a un moralismo reaccionario incomprensible en el siglo veintiuno. Afortunadamente podemos seguir viendo la película como esa indagación dolorosa en la siempre sorprendente condición humana.