José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, marzo 13, 2011

El escritor y la sociedad

Jean Paul Sartre es el paradigma del intelectual comprometido políticamente. En 1960, junto con Simone de Beauvoir, visitaron la Cuba revolucionaria de los barbudos de Sierra Maestra. En la foto, junto al Ché Guevara.

El escritor, al igual que toda persona, tiene deberes de ciudadanía que cumplir, tiene un compromiso ético con la sociedad a la que pertenece. Sus deberes comienzan por el uso de la palabra puesto que éste implica una responsabilidad social con los lectores que se enfrentan al texto literario. No se trata de una actitud mesiánica sino de entender que, dotado de las enormes posibilidades expresivas del lenguaje, el escritor debe cuidar la palabra y esto implica ser responsable por lo que dice, por la forma cómo lo dice, por la propuesta que se desprende de aquello que dice. La palabra nunca será neutra de ahí que su uso requiera de una actitud ética que esté consciente de aquello.

Uno está inmerso en la historia y, aunque quisiera, jamás escapará de ella. En La consagración de la primavera, Alejo Carpentier desarrolla maravillosamente este postulado a través de la historia de Vera, una bailarina que escapando de la transformaciones que vivía la Rusia zarista con la revolución de Lenin, viaja por el mundo y se encuentra con la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial y termina viviendo en la Cuba revolucionaria de los sesenta.

Yo nací el año de la revolución cubana por lo que, en lo personal, me sentido marcado por ella: por las ilusiones de una sociedad solidaria que generó, por el orgullo de soberanía de un pueblo sometido a un bloqueo criminal y también por las contradicciones entre libertad y justicia social que recorren su historia y sus fracasos en materia económica. Me ha tocado vivir el fin de la guerra de Vietnam y la caída del Muro de Berlín: es decir, la transformación del planeta de la guerra fría al planeta en el que Estados Unidos disputa con China y la Unión Europea el dominio del mundo. Al mismo tiempo, amanecí a la vida adulta con el retorno a la vida democrática en nuestro país: todo mi bachillerato lo hice bajo regímenes dictatoriales. Después, he participado activamente en nuestros procesos democráticos y, asumiendo mis deberes ciudadanos, he servido al país y espero haber contribuido a la construcción de una sociedad más justa y más solidaria.

Estos sucesos del Ecuador y el mundo han marcado mi palabra.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, marzo 06, 2011

La escritura y la dificultad

Fachada de la casa de José Lezama Lima, en La Habana; calle Trocadero 162. Lezama planteó como principio de su poética que solo lo difícil es estimulante.

Junto a la lectura, creo que todo aquel que quiera ser escritor —además de la búsqueda constante de las posibilidades expresivas y estéticas del lenguaje— necesita de una experiencia vital intensa, una sensibilidad especial frente a los espíritus de las personas y una actitud alerta a los sucesos del mundo pero, sobre todo, un punto de vista original para ver a los seres y a las cosas. E igual que para toda profesión, la del escritor también exige una disciplina particular: es necesario leer con método y sentido analítico y escribir sin tregua con un insobornable espíritu crítico.

Cuando yo era adolescente escribía con mucha facilidad, sin preocupaciones y también sin responsabilidad con la palabra. Mas llega un momento en que uno se da cuenta —gracias a la lectura atenta de literatura— de la diferencia entre un texto bueno y uno excelente. Es un momento de definiciones porque implica aceptar que no todo aquello que escribimos, aunque lo percibamos como bueno, tiene el nivel que imaginamos debería tener. Pero todavía hay algo más complejo: el instante crítico sucede cuando uno toma consciencia de la diferencia entre un excelente texto y uno que resulta imprescindible. En ese instante nos damos cuenta de que el arte es una utopía en cuya búsqueda pasaremos la vida entera.

En 1976, cuando cursaba sexto curso de bachillerato, escribí el cuento “Por culpa de la literatura”. En dicho texto resumí las dificultades que un adolescente puede tener al momento de decidir que quiere ser escritor. A los diecisiete años, sin embargo, sólo sabía de las dificultades con la familia y ciertas prevenciones por no tener respuesta clara frente a la pregunta: ¿de qué vas a vivir? Lo que no sabía es que las dificultades de un escritor son mucho más profundas y tienen que ver con el agobiante trabajo que requiere encontrar la palabra precisa, la imagen deslumbrante, la historia novedosa y con esa particular angustia personal que es producto del sentirse un tanto fuera del mundo pues la escritura requiere de una soledad esencial y de un aislamiento que lleva al escritor a convertirse en un observador del mundo cuando no tiene otros alicientes para ser parte de su transformación.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, febrero 27, 2011

Leer y escribir


Alrededor de los doce, mi ñaño Tito, trece años mayor que yo, empezó a regalarme los libros que aparecían semanalmente en las colecciones de Salvat Universal y la Biblioteca de Autores Ecuatorianos editada por Ariel. Yo, en ese entonces, creía que era un imperativo moral el leer cada libro que me regalaban, así que en esa época leía mucho en mucho desorden. El gran descubrimiento de entonces fue para mí la literatura ecuatoriana. Y, claro, las ganas de escribir historias parecidas a las que leía. Al comienzo, imitaba a los autores de mis las lecturas: terminé Don Goyo, de Demetrio Aguilera Malta e inmediatamente escribía una nouvelle llamada Zacarías. Aquello fue un valioso instrumento para comenzar a afinar mi escritura. Escribía con gran soltura y con enorme disciplina dándole continuidad a las historias de los libros que leía o imitándolos sin ningún recato. Después de leer El profeta y El loco, ambas de Gibrán Jalil Gibrán, escribí mi primera novela llamada Vuelta a la vida, que entonces no sabía que podía ser el nombre de un cebiche y a la que le di tono apocalíptico y sentencioso. Una vez que terminaba “mis novelas” se las enseñaba a mi hermano que se convirtió en un ávido consumidor de mi literatura. Hasta hoy, para mí sigue siendo importante lo que mi hermano opine acerca de mis libros.

Desde esa época supe que quería ser escritor. No lo sabía en aquel tiempo pero lo practicaba: antes que nada, era un lector voraz. Ahora puedo decir que para escribir es imprescindible leer. Uno tiene que alimentar su propio proceso creativo con la asimilación de aquello que la historia de la literatura nos enseña. Así, leer los clásicos se convierte en una obligación estética para el oficio de escritor. Nada más errado que pensar que no hay que leer para evitar las influencias o, peor, que únicamente hay que leer lo que está de moda. Todo lo contrario: el problema no es tener influencias sino saber escogerlas entre lo mejor de la literatura del mundo y, además, formar el criterio conociendo el proceso universal de la literatura. Y, en medio de todo lo que hay que leer, puedo afirmar que en la literatura escrita en lengua española, el Quijote es el centro del canon y por tanto el libro cuya lectura es fundamental para todo aquel que aspire a ser escritor. En síntesis, la lectura de literatura contribuye sustancialmente al aprendizaje de la propia escritura.

(Fragmaento de una entrevista para una colección de mis cuentos, para jóvenes lectores, que, bajo el título Ópera prima y otros corazones, saldrá en mayo de este año con Edinun)

domingo, febrero 13, 2011

Anaïs & Henry


El verano es época de celo. Los vientos de agosto elevan las cometas y las faldas de las colegialas en vacaciones. Anaïs corretea impúdica bajo el sol que arde. Dos jóvenes enamorados exploran caricias nuevas a la sombra de los árboles. Jadean. El césped del parque tiene la sensualidad de una esmeralda de joyería. Henry la persigue y su cabeza se refresca con el aire que baja de las montañas. Un par de ancianos camina como si la carga de la vida no les pesara. Henry alcanza a Anaïs. La domina, le muerde el cuello. Gruñen. Ella, en cuatro sobre el césped, se relaja y lo deja hacer. Una niña, de vestido palo de rosa, los contempla sonriendo y llama la atención de su padre: “Mira, papi, están haciendo perritos.” Aúllan satisfechos.




(De Ángeles desterrados, inédito)

domingo, febrero 06, 2011

El último tango en París y la mantequilla

No lo podía creer pero el cable de la AFP anunciando, desde París, el fallecimiento de María Schneider, decía: “La imagen de Schneider estará seguramente siempre vinculada con la mantequilla, por una de las escenas más cargadas de erotismo de El último tango en París, que fue rodada en un apartamento vacío en un barrio burgués de París.” ¿Quedará reducido para la historia del arte cinematográfico a la imagen de la mantequilla este filme de Bertolucci o simplemente se trata de la superficialidad con la que la difusión mediática trata los temas que no entiende?

Revisé la película y me topé con una conmovedora escena inicial. Marlon Brando, en el papel de Paul, un boxeador norteamericano retirado que acaba de enviudar debido al suicidio de su mujer, camina por París y grita: “Maldito Dios” ("Fucking God", según observación de Marcelo Báez). Su rostro se va transformado hasta que aparece en él toda la angustia que carga adentro. Después, a los 15 minutos, se da ese primer encuentro sexual entre Paul y Jeanne (María Schneider), la novia jovencita que vivirá una truculenta historia vital con el americano: encuentro primitivo, brutal, sin palabras que lo adornen. El apartamento en el que han coincidido Paul y Jeanne se convierte en el espacio de realización del deseo sin más ropaje que el deseo mismo como expresión de libertad de cada uno frente al drama íntimo de cada uno que entre ellos desconocen.

Después está la escena de la tina cuando deciden hablar en un idioma inventado por ambos —escena que me recuerda el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar: “Apenas él le amalaba el noema…”— en donde el tiempo y el espacio de la historia personal no tiene cabida. Conocerse desde el presente de los cuerpos sin historias que los humanicen es el desafío que enfrentan los personajes y que, inexorablemente, los conducirá a la tragedia final. El planteamiento de Bertolucci en la película es que, después de todo, resulta imposible construir una relación, por muy de piel que sea, sin que intervenga la historia personal que los protagonistas llevan encima.

Por supuesto, también está la famosa escena de la mantequilla. Aquella en la Paul sodomiza a Jeanne como símbolo de esa enfermiza posesión total que busca él respecto de ella. Mucho se ha hablado de esta escena por las propias declaraciones de María Schneider, que dice no haber sabido de la existencia de ella y que sus lágrimas fueron reales. La relación anal es todavía causa de escándalo treinta y nueve años después tal vez porque aún existe la hipocresía social respecto de la realización plena de la sexualidad humana.

El que se siga mencionando esa escena para referirse a la película es una prueba de lo que digo: lo que se busca, con mucha mojigatería, es escandalizar escandalizándose, y ocultar la fuerza del filme que reside en otros aspectos mucho más subversivos referente a la hipocresía de la sociedad: Dios como su ausencia del espíritu humano; la soledad como razón existencial del ser contemporáneo; el desamor como el estado permanente del espíritu.

Está, por supuesto, la esperpéntica escena del baile en el salón en donde se desarrolla un certamen de tango. La escena es la expresión de la libertad de la pareja en su mayor plenitud: frente al acartonamiento de los concursantes, la irrupción de Paul y Jeanne, un tanto ebrios, es una muestra de su ruptura con el mundo de las convenciones. El gesto final de Paul, que enseña la nalga a una de las organizadoras, es la metáfora de la ruptura del espíritu libre con la estrechez de la organización social que ordena y domestica incluso un baile tan libre como lo es el tango.

Y está la escena final: aquella en la que Jeanne le dispara a Paul y este camina hasta el balcón, mira Paris por última vez, se saca el chicle de la boca, lo pega bajo la baranda del balcón y muere. “No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre”, alcanza a murmurar Jeanne que imagina la denuncia que tendrá que hacer a la policía para justificar el disparo sobre aquel desconocido que, sin embargo, ha modificado radicalmente su propia vida.

El último tango en París (1972) es una película esencial del arte cinematográfico. Reducirla a la “escena de la mantequilla” —que, dicho de paso, desarrolla un diálogo de crítica y rechazo a la institución familiar mientras sucede la sodomización— es sacrificar el espíritu crítico dando paso a un moralismo reaccionario incomprensible en el siglo veintiuno. Afortunadamente podemos seguir viendo la película como esa indagación dolorosa en la siempre sorprendente condición humana.

domingo, enero 30, 2011

Dos tazas de café sobre una mesa

Un café siempre es un pretexto para otro café

entre uno y otro la vida despierta

en las palabras medidas para cada taza.

En la borra del café primero leo enterrados

tantos lechos en los que soy olvido

despertares con el alma cercenada

cuerpos felices, yertos en la memoria.

Las tazas vacías sobre la mesa albergan

tanta piel desgarrada en cada derrota

confesiones paridas en primaveras dolientes.

Las tazas del segundo café aguardan

nuestras palabras ancladas en el fondo

de esa turbulencia secreta que nos asfixia.

Emergerán sabias, añejadas en tanta renuncia

dispuestas a la vida de otro café.

domingo, enero 23, 2011

De Rosario Wurlitzer a Rosario Tijeras


En las últimas páginas de ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo (1951 – 1977), al revisar la “Discografía” que María del Carmen Huerta, personaje y narradora de la novela, ha necesitado para su escritura, encontramos una firma en cursiva: Rosario Wurlitzer. La novela de Caicedo, además de ser una apología a la salsa como la representación de una modernidad que pugnaba por dejar en el pasado a la cumbia, es también un baile romántico sobre el consumo de todo tipo de droga: marihuana, hongos, cocaína, etc. La droga como un ejercicio de vitalidad, de viaje hacia la libertad sin alambradas de ningún tipo.

Veintidós años después, Jorge Franco (1962) publicó Rosario Tijeras (1999). La noche salsera de Cali y de Medellín había sido invadida por los carteles y su secuela de violencia. Medellín / Metrallo había pasado de la romántica bohemia de los consumidores de droga al hiperrealismo de la muerte como un escenario de tragedias personales sin repeticiones posibles. La droga ya no era parte de la bohemia sino del crimen organizado y el poeta maldito cedió su sitio al mafioso. La protagonista de la novela de Franco es el símbolo de la vida sin futuro que ofrece el negocio del tráfico a todos los que participan de sus migajas.

Ciertamente, tanto María del Carmen Huerta como Rosario Tijeras son personajes de los que un lector masculino puede enamorarse gracias a ese espíritu de aventurero sedentario que habita en quienes vivimos las vidas de otros en los libros que leemos. Pero ambos son personajes sin futuro porque la vida que viven —rebelde, auténtica, a contracorriente de la pacatería—, es una aventura de auténtica sin ventura: están condenadas a la muerte física (Rosario Tijeras) o la muerte social (María del Carmen Huerta).

La mona María del Carmen nos aconseja: “Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos.” La niña bien de Cali cayó en la sima del abismo embadurnada de sangre. El cuerpo de Rosario Tijeras jamás pudo envejecer tanto: “Mientras le daban un beso, confundió el sabor del amor con el de la muerte.” Y Rosario murió en la práctica de muerte que llevaba en sí. María del Carmen se puso un nombre: “Siempreviva” pero ella y Rosario caminan “siempremuertas”. “Tú enrúmbate y después derrúmbate,” dice la mona. La muertevida de Rosario es la realización plena del derrumbe porque, como dice el narrador de la novela: “Nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.”

Para María del Carmen la música es todavía una tabla de salvación: la música como reemplazo de la vida misma: “Música que se alimenta de carne viva, música que no dejas sino llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandóname en la criminalidad…” Para Rosario Tijeras ya no hay música posible: “…a ella la vida le pesa lo que le pesa a este país. Sus genes arrastran una raza de hidalgos e hijos de puta que a punta de machete le abrieron camino a la vida […]. Hoy, el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no el uso.”

María del Carmen vive alucinada por la música y la droga y Rosario Tijeras vive inevitablemente en cada beso una muerte, drogada pero sin música. Son heroínas trágicas, marcadas desde un comienzo por el oráculo contemporáneo de un tiempo violento. Literatura dura para tiempos más duros todavía. Escrituras sin concesiones para un tiempo en que la traición a sí mismo muchas veces salva el pellejo. Las dos novelas festejan la rumba como el espacio y el tiempo de la liberación de un espíritu consumido por una vida cuya cotidianidad carece de sentido para las almas indomables, inquebrantables sino es con la muerte. Dos novelas para sentir la violencia de la vida en la intensidad de la literatura.

sábado, enero 15, 2011

María Elena Walsh, resucitando

Cuando mi hija Daniela era una bebita y aún no soñaba con ser actriz (¿o ya soñaba y yo no me había enterado?) yo le cantaba: “Manuelita, vivía en Pehuajó / pero un día se marchó; /nadie supo bien por qué /a París ella se fue / un poquito caminando /y otro poquitito a pie”. Sebastián, mi hijo que ahora es padre de mis dos nietos, también creció con esa canción y las otras de María Elena Walsh. Ambos aprendieron a reírse y a moverse con el “Twist del Mono Liso”, a disfrutar del tiempo no apurado con “La marcha de Osías”, a querer al doctor que los vacunaba con “La canción de la vacuna”, a saber que el que se vaya para la playa que desconfíe de un viaje en avión como en “El show del perro salchicha”. Desde el pasado lunes 10, somos huérfanos como Manuelita pero el consejo de la “Canción de tomar el té” nos sigue con ternura de madre que vive siempre: Cuidado cuando beban se les va a caer, la nariz dentro de la taza, ¡y eso no está bien!

El 16 de agosto de 1979, en los tiempos cuando el dictador Videla respondía: “El desaparecido, mientras sea desaparecido, no puede tener ningún tratamiento especial: es eso, una incógnita. No tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”, ella publicó en El Clarín, “Desventuras en el País Jardín-de-Infantes” (http://www.clarin.com/espectaculos/completo-articulo-Desventuras-Jardin-Infantes_0_406759477.html) Se trata de un artículo contra la censura de la dictadura que parecería considerar a la ciudadanía como una comunidad de párvulos que requiere tutela: “...somos veinticinco millones de sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la adultez y actualizamos creativamente, por peligroso que les parezca a bienintencionados guardianes”, y contra el espíritu de silencio que la censura había generado: “Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro.”

María Elena Walsh es una voz que le canta, desde imagénes mínimas de lo cotidiano, a la resistencia de los seres humanos frente al ejercicio sin ética del poder. Mercedes Sosa hizo conocer en Latinoamérica “Como la cigarra”, que testimonia la fuerza de la vida, su necedad frente a aquellos que han hecho de la muerte su manera de ser: “Tantas veces me mataron, / tantas veces me morí, / sin embargo estoy aquí, / resucitando. / Gracias doy a la desgracia / y a la mano con puñal / porque me mató tan mal, / y seguí cantando.”

María Elena Walsh (Buenos Aires, 1930 – 2011) es una canción de infancia que perdura pero también un alma irreverente a riesgo de su pellejo.