José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, enero 04, 2015

Platero, Juan Ramón Jiménez y yo



De pie, junto al pupitre de madera, con el libro en la mano, empecé a leer en voz alta: “¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico al mismo tiempo?”. Era un lunes y yo cumplía doce años; estábamos en clase de Castellano y, como todos los días, cada chico tenía que leer algún capítulo de Platero y yo. En esa época aún no existían los ruidos del entretenimiento de las redes sociales y todavía alguien podía leer en voz alta y el resto seguir con atención la lectura, sin desconcentrarse. Aquella mañana, la luz del sol de junio entraba por los ventanales del aula y las cabelleras de mis compañeros, domeñadas con glostora, relucían; y yo me imaginaba que así debía brillar el lomo, plata de luna, del asno: “Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba, ya muerto, sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…”.
El 12 de diciembre de 2014 se cumplieron cien años de la primera edición de Platero y yo y volví a tener entre mis manos el libro de aquellos años colegiales. En las primeras horas de aquel viernes revisé sus páginas y me topé con la bella caligrafía de mi madre, quien escribía mi nombre en la portadilla de mis textos escolares: César R. Vallejo Corral, I Curso “C”. Mi madre —cuya vida silenciosa se apagó, silenciosamente también, hace once años, el sábado 10 de enero— solía escuchar en las noches la lectura que yo le hacía de algunos capítulos del libro y suspiraba con esa tristeza que siempre llevó convertida en una luz tenue que alumbraba al prójimo desde sus ojos de cielo despejado. La melancolía de las páginas de Platero caía como un manto nocturno y mi madre y yo sonreíamos como dos huérfanos que comparten un mendrugo a hurtadillas.
El viernes 12 empecé de inmediato la relectura del libro y, a medida que iba avanzando en ella, fui compartiendo el mundo rural que la voz narrativa contempla en esa búsqueda juanramoniana de la esencia de las cosas, que está presente, por ejemplo en Piedra y cielo (1919): “¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!”, y esa visión elegíaca del mundo que ya estaba en Arias tristes (1905): “Estrellas, estrellas dulces, / tristes, distantes estrellas, / ¿sois ojos de amigos muertos? / —¡miráis con una fijeza!—”. Entre 1914 y 1915, JRJ escribe Sonetos espirituales, y en “Nada”, parecería yacer el espíritu de aquella contemplación desde esa colina roja, clásica y romántica, que le permite al hablante lírico interrogarse por lo esencial del yo: “Que tú eres tú, la humana primavera, / la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo! / … ¡y soy yo sólo el pensamiento mío”. La prosa poética de Platero y yo es, asimismo, premonitoria respecto a esa desnudez de la poesía, por cuya búsqueda padeció el poeta, y se expresa en la visión íntima del mundo que el yo lírico comparte con el asno, como si la cadencia de esa voz desvistiera a la rosa de su belleza literaria para convertirla en alma desnuda.
Platero y yo es un libro “en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero”, según el propio JRJ; un libro en donde la contemplación de la vida de la gente de los pueblos de la Andalucía de comienzos del siglo veinte y del paisaje rural parte de un sujeto que se sabe algo distante y distinto de aquel mundo, pues él anda tras la belleza pura; un libro en donde Platero y el lector somos los compañeros de aquel andante que nos permite escuchar su profundo soliloquio sobre la vida y el arte. La moraleja de la fábula no existe en este libro pues no es fábula y su autor confiesa que tiene “un horro instintivo” hacia los moralismo literarios: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor”, le dice a Platero mientras le promete que jamás hará de él un “héroe charlatán de una fabulilla”.
En el capítulo LX, “El sello”, JRJ narra cuánto soñaba de niño con tener un sello igual al de un amigo del colegio: “Aquel tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido”. Cuando llega un viajante de escritorio a su casa, rompe la alcancía y con un duro que se encuentra encarga el sello. Con pueril angustia espera la llegada del objeto soñado hasta que, finalmente, cuando el correo trae el aparatico, nada queda sin sellar en la casa: “Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez, Moguer”. Hoy, yo también pongo mi sello a los libros de mi biblioteca. Es un sello que tiene una figura que combina el rostro de un mono, una pata de cangrejo y el látigo de la mantarraya, ya que soy originario de la cultura manteño-huancavilca; debajo de la figura dice: Biblioteca Raúl Vallejo.
La relectura de Platero y yo ha sido una regocijante experiencia de mirarme para dentro y revivir, tras cada breve capítulo, los rostros que poblaron mi adolescencia y aquellas pequeñas experiencias que me fueron haciendo el lector que soy ahora. Yo sugiero la relectura —o, llegado el caso, la lectura— de esta “elegía andaluza” como una manera de olvidarse de tanto ruido mediático: hay que disfrutar de esa mirada juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos, hay que saborear esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin japonerías ni cisnes, una escritura poética que invoca tanto a Bécquer como a Darío. Al final del libro, me di cuenta de que algunos recuerdos de mis lecturas adolescentes viven en mí como las mariposas blancas que revolotean alrededor de las alforjas que carga Platero, detenido su vuelo en el cielo de Moguer.

miércoles, diciembre 24, 2014

La noche mala del mall

Cuento de Navidad

para Marisol y Alberto


Galo Galecio, Navidad en los Andes, 1950, MAAC
            No los dejaron entrar. Nuestros guardias están bien entrenados. Aquellos intrusos argumentaron que ocuparían su sitio en la plazoleta, pero no se les permitió el paso. Seguridad ante todo. ¡También a quién se le ocurre llegar en un burro cargado de ollas, un baulito con quién sabe qué cachivaches y dos impúdicos petates! Ese par de campesinos desarrapados era una mancha antiestética en la alegre elegancia del mall. Y, además, quién sabe... en estos tiempos no se puede confiar. La Navidad requiere de tanto esfuerzo para que todo salga bien, que uno termina agotado. Por lo mismo es importante organizar la caridad de la misma manera cómo se organiza la exhibición de regalos. El estacionamiento está abarrotado y los carros son toros bufando, listos para la embestida ciega; la gente en los pasillos es un rebaño de ovejas balando excitado por un sendero angosto. Hay que cuidarse de todos y a todos hay que cuidar. Si ese hombre y su mujer querían sus pascuas, por Dios, que regresaran el día 26 e hicieran cola en la puerta de descarga igual que todos los pobres; pero no ahora, no la noche del 24 cuando todo tiene que salir a la perfección.
            Pasado el incómodo suceso, comprobado que los guardias cumplían las consignas sin titubeos, satisfecho porque la clientela no se enteró de la escena, el administrador continuó su ronda. El mall era un edificio luminoso y feliz. Las vitrinas lucían perfectas guirnaldas verdes y rojas, lucecitas de perfecta intermitencia, letreros con perfectas letras hechas de escarcha dorada en los que se leía Merry Christmas. Desperdigados por varios rincones del mall, los Papa Noel, tocaban una campana que sostenían en la mano derecha, reían y saludaban deseando a todos feliz navidad y merry christmas; después se sentaban a escuchar las peticiones de los niños. A su alrededor, esparcida en el piso, la nieve simulada por bolitas de plumafón convencía a todos de que, al fin, la ciudad empezaba a parecerse a las ciudades del primer mundo, donde en diciembre, bendito sea, nieva. Gracias al administrador del mall, que tenía una alta estimación por el folclor, junto a We wish you a Merry Christmas..., se escuchaba como música ambiental Dulce Jesús mío, mi niño adorado...
            Este año, en la plazoleta del mall, el administrador había mandado a construir un nacimiento autóctono. Se trataba de una casita como las que existen en las fincas de la zona cafetalera; la casita, que no tenía pared frontal, estaba rodeada de muñecos de cera, de tamaño natural, que representaban a campesinos luciendo sombreros de paja toquilla; reproducciones de vacas y toretes que pacían despreocupados, como si no existiesen las plazas de toros, de chanchos que almacenaban medidas infartantes de colesterol, chivos que ignoraban el destino de su carne remojada en cerveza la noche anterior a ser servida como seco, y hasta perros de la raza preferida por la sanidad. En las afueras del mall, el brillo eléctrico de una estrella coronaba la copa de un gigantesco árbol de Navidad. Afortunadamente, ese trío de mojinos, burro incluido, había desaparecido. El administrador sonrió por su ocurrencia. Todo estaba perfecto; igual que en Nueva York.
            Nada podía fallar pero, para el asombro del perfecto administrador y los perfectos clientes en sus bolsas repletas de regalos perfectamente empacados, falló lo principal. Lo inesperado sucedió en un parpadeo. Nadie pudo explicarse de qué manera los muñecos de cera que representaban a la autóctona Sagrada Familia se desvanecieron. La gente se indignó y se imaginó ladrones desalmados. El administrador se acordó de aquellos intrusos, aparentemente inocentes, y despidió de inmediato al ingenuo Jefe de Seguridad.
            Al mismo tiempo, en una finca de la zona cafetalera, una pareja de campesinos se regocijaba con el nacimiento de su hijo que dormía acurrucado sobre un pesebre con el rostro todavía arrugado debido al esfuerzo del parto. Un burro y una vaca los rodeaban apacibles. El azul intenso de una estrella crupcrullaba en el firmamento.

De Vastas soledades breves, 2004.


sábado, diciembre 06, 2014

Escritura seductora e inteligente


Begoña Huertas (Gijón, 1965)

            La leí de un tirón en un vuelo de Madrid a Bogotá, el pasado 7 de octubre: la novela me envolvió en la realidad de la lectura y, por unas horas, me desconecté de la esquemática atención de las azafatas. Leer en las esperas de los aeropuertos y en los aviones es una práctica que aún mantengo para desconectarme por completo del móvil. En Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, el lector es atrapado por el drama escondido en los hilos sutiles que tejen la trama: a medida que vamos leyendo, vamos desentrañando con asombro la compleja vivencia que se esconde tras la aparente feliz cotidianidad burguesa de Sergio y Lidia.
Una noche en Amalfi nos ofrece el retrato de Lidia, una mujer libérrima que desafía el canon de la familia patriarcal y construye relaciones de pareja paralelas en distintos lugares del mundo, en una suerte de globalización de la vida doméstica signada por separaciones y reencuentros productos de los viajes laborales. Antaño se decía que los marineros tenían en cada puerto un amor y a nadie parecía asombrarle. El que una ejecutiva que viaja tenga en cada ciudad un amor, una familia, parecería trastornar todo el universo masculino. Al final, Sergio decide, de manera ambivalente, vivir con la mentira conociendo la verdad y es entonces que entendemos que sobrevivir a la mentira existencial puede ser una manera de alumbrar las intricadas pasiones humanas.
Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, tiene una escritura fluida e inteligente que seduce a quien la lee con situaciones asombrosas y humanamente complejas, con personajes que son develados a medida que avanza la trama, con la puesta en evidencia de aquellos pequeños asombros que modifican completamente la percepción de la vida.