José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

miércoles, diciembre 24, 2014

La noche mala del mall

Cuento de Navidad

para Marisol y Alberto


Galo Galecio, Navidad en los Andes, 1950, MAAC
            No los dejaron entrar. Nuestros guardias están bien entrenados. Aquellos intrusos argumentaron que ocuparían su sitio en la plazoleta, pero no se les permitió el paso. Seguridad ante todo. ¡También a quién se le ocurre llegar en un burro cargado de ollas, un baulito con quién sabe qué cachivaches y dos impúdicos petates! Ese par de campesinos desarrapados era una mancha antiestética en la alegre elegancia del mall. Y, además, quién sabe... en estos tiempos no se puede confiar. La Navidad requiere de tanto esfuerzo para que todo salga bien, que uno termina agotado. Por lo mismo es importante organizar la caridad de la misma manera cómo se organiza la exhibición de regalos. El estacionamiento está abarrotado y los carros son toros bufando, listos para la embestida ciega; la gente en los pasillos es un rebaño de ovejas balando excitado por un sendero angosto. Hay que cuidarse de todos y a todos hay que cuidar. Si ese hombre y su mujer querían sus pascuas, por Dios, que regresaran el día 26 e hicieran cola en la puerta de descarga igual que todos los pobres; pero no ahora, no la noche del 24 cuando todo tiene que salir a la perfección.
            Pasado el incómodo suceso, comprobado que los guardias cumplían las consignas sin titubeos, satisfecho porque la clientela no se enteró de la escena, el administrador continuó su ronda. El mall era un edificio luminoso y feliz. Las vitrinas lucían perfectas guirnaldas verdes y rojas, lucecitas de perfecta intermitencia, letreros con perfectas letras hechas de escarcha dorada en los que se leía Merry Christmas. Desperdigados por varios rincones del mall, los Papa Noel, tocaban una campana que sostenían en la mano derecha, reían y saludaban deseando a todos feliz navidad y merry christmas; después se sentaban a escuchar las peticiones de los niños. A su alrededor, esparcida en el piso, la nieve simulada por bolitas de plumafón convencía a todos de que, al fin, la ciudad empezaba a parecerse a las ciudades del primer mundo, donde en diciembre, bendito sea, nieva. Gracias al administrador del mall, que tenía una alta estimación por el folclor, junto a We wish you a Merry Christmas..., se escuchaba como música ambiental Dulce Jesús mío, mi niño adorado...
            Este año, en la plazoleta del mall, el administrador había mandado a construir un nacimiento autóctono. Se trataba de una casita como las que existen en las fincas de la zona cafetalera; la casita, que no tenía pared frontal, estaba rodeada de muñecos de cera, de tamaño natural, que representaban a campesinos luciendo sombreros de paja toquilla; reproducciones de vacas y toretes que pacían despreocupados, como si no existiesen las plazas de toros, de chanchos que almacenaban medidas infartantes de colesterol, chivos que ignoraban el destino de su carne remojada en cerveza la noche anterior a ser servida como seco, y hasta perros de la raza preferida por la sanidad. En las afueras del mall, el brillo eléctrico de una estrella coronaba la copa de un gigantesco árbol de Navidad. Afortunadamente, ese trío de mojinos, burro incluido, había desaparecido. El administrador sonrió por su ocurrencia. Todo estaba perfecto; igual que en Nueva York.
            Nada podía fallar pero, para el asombro del perfecto administrador y los perfectos clientes en sus bolsas repletas de regalos perfectamente empacados, falló lo principal. Lo inesperado sucedió en un parpadeo. Nadie pudo explicarse de qué manera los muñecos de cera que representaban a la autóctona Sagrada Familia se desvanecieron. La gente se indignó y se imaginó ladrones desalmados. El administrador se acordó de aquellos intrusos, aparentemente inocentes, y despidió de inmediato al ingenuo Jefe de Seguridad.
            Al mismo tiempo, en una finca de la zona cafetalera, una pareja de campesinos se regocijaba con el nacimiento de su hijo que dormía acurrucado sobre un pesebre con el rostro todavía arrugado debido al esfuerzo del parto. Un burro y una vaca los rodeaban apacibles. El azul intenso de una estrella crupcrullaba en el firmamento.

De Vastas soledades breves, 2004.


sábado, diciembre 06, 2014

Escritura seductora e inteligente


Begoña Huertas (Gijón, 1965)

            La leí de un tirón en un vuelo de Madrid a Bogotá, el pasado 7 de octubre: la novela me envolvió en la realidad de la lectura y, por unas horas, me desconecté de la esquemática atención de las azafatas. Leer en las esperas de los aeropuertos y en los aviones es una práctica que aún mantengo para desconectarme por completo del móvil. En Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, el lector es atrapado por el drama escondido en los hilos sutiles que tejen la trama: a medida que vamos leyendo, vamos desentrañando con asombro la compleja vivencia que se esconde tras la aparente feliz cotidianidad burguesa de Sergio y Lidia.
Una noche en Amalfi nos ofrece el retrato de Lidia, una mujer libérrima que desafía el canon de la familia patriarcal y construye relaciones de pareja paralelas en distintos lugares del mundo, en una suerte de globalización de la vida doméstica signada por separaciones y reencuentros productos de los viajes laborales. Antaño se decía que los marineros tenían en cada puerto un amor y a nadie parecía asombrarle. El que una ejecutiva que viaja tenga en cada ciudad un amor, una familia, parecería trastornar todo el universo masculino. Al final, Sergio decide, de manera ambivalente, vivir con la mentira conociendo la verdad y es entonces que entendemos que sobrevivir a la mentira existencial puede ser una manera de alumbrar las intricadas pasiones humanas.
Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, tiene una escritura fluida e inteligente que seduce a quien la lee con situaciones asombrosas y humanamente complejas, con personajes que son develados a medida que avanza la trama, con la puesta en evidencia de aquellos pequeños asombros que modifican completamente la percepción de la vida.

viernes, noviembre 14, 2014

Ayotzinapa




Cuarenta y tres corazones
extraviados en la muda
herida de la tierra.

Cuarenta y tres esqueletos
calcinados bajo el sombrero
emplumado de la Catrina.

Cuarenta y tres silencios
como calabacitas inútiles
en el lecho de un río.

Cuarenta y tres soñadores
del abecedario y los números
para niños de pupitres vacíos.

Cuarenta y tres desaparecidos,
que son estadísticas junto a miles
que tampoco están y también amaron.

Cuarenta y tres calvarios
para que la poesía abandone
el pueril malestar del poeta.