La segunda línea narrativa se asienta en la disección de la intimidad del Jefe, Generalísimo, Benefactor, Padre de la Patria Nueva, Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, dueño de una mirada "que nadie podía resistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a la gente.". Trujillo está atormentado por dos tipos de problemas. Los personales: su esfínter no funciona y no puede retener la micción; vive el ocaso de una potencia sexual que lo volvió una celebridad entre aquella machería caribeña; le subleva la rapacería de su mujer; le decepciona la inutilidad de sus hijos y sus hermanos. Los políticos: a pesar de que el Papa Pío XII lo condecoró con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio, el clero ha declarado su oposición el régimen y exige respeto a los derechos humanos; después de haber convertido a su gobierno en un baluarte del anticomunismo, los gringos amenazan con otra invasión; y, finalmente, las sanciones de la OEA tienen asfixiada la economía de la isla. Más allá de la postura política que el autor tiene contra los dictadores, la novela de Vargas Llosa hace de Trujillo un personaje literario complejo, completo, verosímil.
La tercera línea de la narración desarrolla el intricado mundo interior de quienes han fraguado el asesinato de Trujillo mientras esperan la llegada del dictador al lugar donde tendrá lugar la emboscada. Todos ellos fueron, en su momento, trujillistas convencidos; sostén del régimen en las diferentes esferas de la vida pública. Cada uno de los complotados tiene una historia personal que la novela va desentrañando hasta ubicarlos, frente al lector, en el momento de la definición: saben que en su gesto, se les irá la vida. Son personajes que van contribuyendo a que la novela nos muestre el horror de un régimen dictatorial: no sólo desde la represión directa que es lo evidente; sino desde esa zona personal en donde la dictadura ejerce la peor de las represiones: el dominio sobre el espíritu de la gente que hizo que miles de dominicanos colocaran en el vestíbulo de la entrada de sus casas, la placa de la lealtad: "En esta casa Trujillo es el Jefe".
La fiesta del Chivo, (Madrid: Alfaguara, 2000), de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), a través de tres líneas narrativas conjuga esa siempre difícil relación entre ficción e historia; disecciona las entrañas de las personas que se convirtieron en personajes públicos resolviendo con escritura maestra la relación de lo público y lo privado; y nos ofrece un descarnado y lúcido alegato contra la tiranía.
La novela desarrolla la tesis de que la miseria de los personajes que se enredan en el poder corrupto es la asunción del adulo y la hipocresía. En tales prácticas se anulan como seres humanos. Balaguer, por ejemplo, es un personaje taimado capaz de decir lo citado cuatro meses después del asesinato de Trujillo, cuando un año antes había dicho: “La obra de Su Excelencia el Generalísimo Dr. Rafael L. Trujillo Molina ha alcanzado tal solidez que nos permite, al cabo de treinta años de paz ordenada y de liderato consecutivo, ofrecer a América un ejemplo de la capacidad latinoamericana para el ejercicio consciente de la verdadera democracia representativa”. En este sentido, Vargas Llosa maneja con deslumbrante oficio de escritor la enorme documentación histórica que sustenta la novela.
Por lo dicho, asombra que existan ciertos lugares comunes (“tiembla como un papel”), expresiones cursis (“Eres pura como un lirio”), o frases hechas (“mirándose como sorprendidos en falta”); ciertos gazapos literarios como decir que un personaje no podría implicar a mucha gente, y, más tarde, resulta que, capturado dicho personaje, denuncia a todos los implicados en el asesinato de Trujillo; ciertos atentados a la economía del lenguaje (el insustancial saludo del comienzo del capítulo V).
Más allá de tales problemas, la construcción de la ficción imbricada en la verdad histórica está resuelta a través de la narración indirecta destinada al monólogo interior de los personajes. Cada momento público está planteado desde la problematización de la situación privada. De esta manera, Vargas Llosa consigue que la historia colectiva sea construida desde la mirada individual. La novela, entonces, se mantiene en el pacto fundamental de la ficción: la noción de verdad radica en la verosimilitud del discurso narrativo. En este campo, el manejo preciso de los indicios mantiene la intriga de un texto en el que los hechos son ya conocidos por el lector.