José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

viernes, julio 29, 2011

Contribución al debate sobre la libertad de expresión en Ecuador

¿Son corporaciones democráticas los medios en Ecuador?

Leí que uno de los sueños del magnate Rupert Murdoch era que su hijo James heredara News Corp., la empresa que gobierna el imperio mediático de Murdoch. La revista Semana (Bogotá, julio 18, 2011, p. 72) en el reportaje “Jaque al rey” comenta que eso “en el mundo corporativo es considerado un acto de nepotismo inaceptable”, y añade: “En su condición de accionista mayoritario tenía la posibilidad de hacerlo, pero cada vez más bloques de accionistas minoritarios protestaban contra ese manejo familiar.”

La comunicación es un bien público que, en Ecuador, es manejado generalmente de manera privada a través de empresas familiares de medios. De hecho, los principales medios de comunicación han sido y son propiedad de al menos dos o tres generaciones, por lo tanto, sus administradores casi nunca rinden cuentas ni a una junta de accionistas ni al público sino a un cónclave de familia. Los Pérez, en relación con El Universo; los Mantilla con El Comercio; los Alvarado con Vistazo y Ecuavisa; los Martínez con Expreso; los Vivanco con La Hora; etc. Lo que en el mundo de las corporaciones es considerado nepotismo, en Ecuador es una práctica que aparece como si fuera algo natural e imposible de ser cuestionado.

Justamente, uno de los graves problemas para el ejercicio de la libertad de expresión es la concentración de la propiedad de los medios en pocos grupos familiares. Esta situación imposibilita la real democratización de sus paquetes accionarios de tal forma que las políticas comunicacionales y los controles internos no dependan de la voluntad omnímoda de un solo dueño sino del criterio debatido y consensuado de una junta de propietarios. Es por ello que, en nuestro país, la personalización de los conflictos lleva a desdibujar totalmente el sentido de la libertad de expresión pues, al final de cuentas, lo que se defiende —en las cuestiones ideológicas y políticas que realmente importan—, no es el bien social de la libre opinión ni el debate de los diferentes puntos de vista de la sociedad sino las creencias personales y simpatías políticas del dueño del medio. En la práctica, el ser dueño de un medio que no rinde cuentas a nadie, en un país en donde no existen regulaciones y se sataniza el concepto de responsabilidad ulterior, concede al dueño un poder ilimitado pues permite a una persona o a una familia ejercer el poder político sin necesidad de participar en las elecciones toda vez que los gobernantes elegidos tienen que estar en concordancia con el pensamiento del dueño del medio para gobernar sin tanta oposición mediática.

Así, los medios nos han acostumbrado a la exposición de las rencillas y ajuste de cuentas personales en el seno de las contradicciones de una clase social. ¿Por qué el ataque mediático a Henry Raad y los ex dueños de El Telégrafo por parte de Carlos Pérez, el dueño de El Universo, que ordenó poner el nombre de Raad en el urinario público de su periódico? Tales rencillas encierran la pugna por intereses que el público jamás llega a conocer sobre todo porque tales pugnas no son ventiladas de manera transparente sino que son encubiertas de diversas formas. ¿Por qué el ataque de los Isaías, cuando eran dueños de TC y Gama, a Jaime Mantilla, principal de Hoy, o al banquero Fidel Egas, cuando era dueño de Teleamazonas y del grupo Diners, Soho, Fucsia, y Gestión? Las retaliaciones van desde borrar de la cobertura de eventos sociales hasta exacerbar las denuncias políticas en contra de los rivales. En medio de tales rencillas, muchas veces, los periodistas honestos se ven envueltos y casi obligados a tomar partido por uno u otro bando.

Además, como en la práctica son empresas de un solo dueño, esos medios son recalcitrantes a todo tipo de responsabilidad por lo que publican, evaden permanentemente la rendición social de cuentas y se escudan bajo el paraguas de la libertad de expresión de la que jamás se acuerdan a la hora de censurar y/o despedir a un periodista que no coincide con las ideas del propietario del medio. Los ejemplos de este tipo abundan en nuestro país aunque la mayor parte de ellos no trascienden al público justamente porque no se trata de empresas democráticas sino de feudos familiares. Para muestra un botón: el periodista Xavier Lasso fue expulsado de la página editorial de El Comercio por escribir acerca de las acciones positivas del gobierno de Rafael Correa: “La señora Guadalupe Mantilla encontró que yo ya no tenía que seguir en el diario. Simplemente ordenó que no se publicaran mis artículos”, declaró el periodista sobre la censura y el despido que sufrió.

El derecho de réplica y el deber de la rectificación

No hay que confundir la libertad de expresión que permite a una persona, periodista o no, opinar sobre una situación determinada con la inculpación que esa misma persona puede hacer de otra a través de un medio periodístico. Por ejemplo, una cosa es opinar, incluso con acritud, acerca del rendimiento de una selección de fútbol o sobre la política económica de un gobierno, y otra cosa es acusar a un funcionario de ese gobierno de enriquecerse en el ejercicio de su cargo o al seleccionador de dicho equipo de hacer negocio con el pase de los jugadores. Una cosa es opinar en contra de la concepción política de un gobernante, otra cosa es acusarlo de cometer un crimen de lesa humanidad. Para lo primero existe el debate público de los distintos actores, para lo segundo es necesario un tribunal de justicia. El problema, en nuestro país, se da porque algunos periodistas, o editorialistas que opinan desde las diversas corrientes políticas e ideológicas, pretenden convertirse en moralistas y fiscales de la sociedad y se vuelven irresponsables en el uso de la palabra a cuenta de una malentendida libertad de expresión.

Frente a la opinión de un editorialista o el reportaje de un periodista en el que se expresan punto de vista sobre diversos sucesos, existe el derecho de réplica. Esto significa que la persona aludida puede responder en similar tono a las opiniones vertidas por el periodista ya que partimos del supuesto de que nadie es dueño de la verdad y que ésta se construye en el debate de las ideas. Lastimosamente, en nuestro país, los medios han convertido el derecho de réplica casi en una dádiva del director editorial del medio y, salvo que uno tenga cierto reconocimiento social, las réplicas van a refundirse en espacios que no se compadecen con aquellos en los que la opinión o el reportaje de alguien dejó malparada a la persona que resulta involucrada en un suceso. Si un medio fuera democrático permitiría que la réplica ocupe titulación, lugar y extensión similares a la del editorial o reportaje que la generaron. Pero esto, claro, es impensable en un negocio que ha hecho de la mala noticia o del escándalo los motivos para vender.

La inexistencia del ejercicio del derecho de réplica y la ausencia de responsabilidad ulterior en los medios ecuatorianos ha convertido, lastimosamente, al insulto basado en la fácil adjetivación, a las insinuaciones perversas, y a los juicios apresurados, la más de las veces cargados de una moralina insoportable, en malas prácticas del periodismo. En muchas ocasiones, estas tendencias ocasionan lo que se conoce como un linchamiento mediático y dejan en indefensión jurídica a quienes se ven involucrados en aseveraciones sin sustento, subjetivas o provenientes de la mala entraña de quien las realiza. El caso reciente de las chicas del colegio 28 de Mayo parecería demostrar lo dicho: es probable que la presión moralista de un medio haya llevado a una autoridad escolar a tomar una medida disciplinaria extrema. Lo más terrible es que satanizaron a las chicas por un baile de moda calificado de “erótico”—baile estéticamente horrible para mi gusto pero ese es otro cantar— (como fueron calificados de inmorales el tango, el twist, el bolero, etc., a su debido momento), realizado en una casa particular, en una fiesta privada, que tuvo la mala estrella de aparecer colgado en youtube, y, lo peor, es que, al final como buenos alumnos de Tartufo, los medios fueron incapaces de realizar su autocrítica: ¿por qué si les parece inmoral el llamado “baile del choque” lo promocionan en los canales de televisión y lo publicitan en diarios y revistas?

Al mismo tiempo, una persona agraviada injustamente por un medio tiene el derecho de exigir una reparación mediática y, llegado el caso, pecuniaria, y el medio, por su parte, tiene que cumplir con el deber de la rectificación. La rectificación es el reconocimiento del medio de que ha cometido una equivocación, de que ha faltado a la verdad o ha exagerado, que ha sacado falsas conclusiones, en definitiva, que ha perjudicado a una persona con una noticia o una opinión. Desafortunadamente, en Ecuador, los medios son reacios a la rectificación: es como si partieran del supuesto de que jamás se equivocan y que tienen la verdad en sus manos. Muchas veces, de manera testaruda, no solo que no rectifican sino que cuando alguien reclama por alguna noticia, el medio se da el lujo de ratificar lo dicho y volver a agraviar al reclamante poniendo una nota de la redacción al reclamo, con la que pretenden deslegitimarlo. En ese sentido, un medio sin responsabilidad ulterior ni regulación alguna puede fusilar mediáticamente a un ciudadano sin que éste tenga la oportunidad de defenderse en igualdad de condiciones. De ahí que se vuelva un imperativo ético y legal el deber de rectificación que tiene un medio.

La diferencia entre el derecho a réplica y el deber de la rectificación es que en el uno, el agraviado tiene el derecho a que su palabra sea publicada por el medio en igualdad de condiciones en la que fue publicada la palabra de quien ha emitido una opinión que lo afecta; en el otro, es el medio el que tiene la obligación de reconocer el error sobre lo dicho en un artículo de opinión, en una noticia o cuando se trata de una inculpación que no puede ser probada.

La necesidad de regulación y democratización de los medios

A ciertos dueños de medios y también a ciertos periodistas, igual que a los editorialistas de corte político que por lo general escriben desde sus particulares militancias, se les eriza el cuero cabelludo cuando se habla de regulación. Enseguida esgrimen la muletilla de la libertad de expresión para oponerse a todo tipo de normativa. Pero, desde el momento en que un medio hace uso de un bien público como es la comunicación y desde el momento en que dicho medio hace negocio mediante el usufructo de dicho bien público, la regulación se vuelve imprescindible.

No obstante lo dicho, es necesario también señalar que la regulación no puede ser el pretexto para imponer lo que se conoce como censura previa. Lo peor que le puede pasar a una sociedad democrática es que existan censores del pensamiento y la libre circulación de las ideas; asimismo, nada más nefasto que aquellos inquisidores que determinan qué es lo moral y qué lo inmoral. La regulación implica una normativa en el marco de principios que tienen que ver con el cuidado de la niñez, el impedimento de la propaganda que fomente el racismo y la discriminación por cualquier motivo, la prohibición de incitar a cualquier tipo de violencia y de hacer apología del delito y, en general, aquello que la humanidad reconoce como tópicos a ser desterrados de la convivencia democrática.

La regulación conlleva la responsabilidad ulterior del periodista. Y es que el uso de la palabra y del bien público que es la comunicación y el derecho a la información implica no solo una rendición social de cuentas sino también una responsabilidad personal sobre lo que se dice y la forma en la que se lo dice. Algunos sostienen que la existencia de la responsabilidad ulterior implica una suerte de autocensura pues quien escribe va a estar pensando en las consecuencias de lo escrito. Pero la real autocensura no es hacerse responsable de lo dicho, sino callar una verdad por temor al poder, sea este político, económico o social. A veces, los periodistas callan porque temen malquistarse con el dueño del medio y, en consecuencia, perder el empleo. Saber que se es responsable de lo dicho es todo lo contrario a la autocensura: hacerse responsable de la palabra es practicar la libertad de expresión sin miedo pues lo que se dice está sustentado por la verdad.

Pero para que exista verdadera libertad de expresión debe existir un proceso de democratización que implica la apertura de los paquetes accionarios de los medios, la apertura a concurso de las frecuencias de radio y televisión, el impulso a los medios de comunicación comunitarios. Que las empresas familiares se transformen en sociedades anónimas que vendan sus acciones en la bolsa, que los directorios sean espacios de amplio debate ideológico, que las directrices sean tomadas por el consenso de una junta de accionista y no por la voluntad todopoderosa de un solo dueño, que los editores de noticias y de opinión rindan cuentas a un directorio con capacidad real de tomar decisiones. Que las frecuencias que son del Estado sean objeto de permanente concurso público de adjudicación de las mismas. Que los medios comunitarios tengan posibilidad real de competir por las frecuencias o por la circulación frente a los monopolios familiares que hoy día existen sin cuestionamiento igual que si su existencia fuera un mandamiento divino.

La ausencia de autocrítica en los medios


Tanto en los espacios propiamente periodísticos como en los espacios de entretenimiento de la mayoría de los medios existe una lamentable ausencia de autocrítica. Cierta propensión a la telebasura y a la superficialidad sobre lo que los medios consideran entretenimiento popular son las constantes. Se trata del populismo cultural más espantoso que existe pues a cuenta de que eso es lo que le gusta a la audiencia los medios carecen de pudor para su programación televisiva o para hacer de ello un reportaje.

Frente a esta crítica los medios responden que el televidente o el lector pueden cambiar de canal o no comprar el periódico o la revista. Aquello es cierto. No obstante, nos encontramos con una serpiente que se muerde la cola puesto que la cultura dominante está construida sobre la base de los gustos de una audiencia formada con los gustos de quienes dominan los espacios de difusión de lo que se llama la cultura popular.

Una telenovela, por ejemplo, es promocionada en los medios escritos —a veces propiedad del mismo canal— a través de la publicación de propaganda disfrazada de entrevista o reportaje a sus protagonistas. Además, ahora en programas de chismes y escándalos, los propios personajes de la farándula de la televisión se han convertido en los protagonistas de las noticias sobre sus amores y desamores. Todo aquello alimenta el morbo de la gente igual que la crónica roja.

¿Está la libertad de expresión amenazada en Ecuador?

La libertad de expresión, al menos en el ámbito político, es un derecho que se practica sin cortapisas en Ecuador, tanto que las páginas editoriales de los periódicos están cargadas de editorialistas que opinan lo que les apetece acerca del gobierno y sus funcionarios; en muchos casos, con insultos y rudos calificativos sobre una gestión política, una decisión administrativa que se considera errónea, o una declaración de esas que suelen ser realizadas al paso en algún aeropuerto o evento público. Pero una cosa es la opinión y otra una acusación sin fundamento: frente a la segunda, afortunadamente, existen leyes que le ponen freno pero que no habían sido aplicadas por miedo al verdadero poder: ese que puede aniquilar a una persona publicando permanentemente solo críticas y noticias negativas en su contra y cuyos ejemplos, en algunos medios ecuatorianos, no es difícil de encontrar.

Acerca de otros ámbitos no se practica la misma libertad: todavía existe temor reverencial a opinar sobre ciertas disposiciones eclesiales y la derechización de un sector de la jerarquía católica, por ejemplo; resulta impensable una crítica a la política de los medios desde los propios medios y los “defensores del lector” de los periódicos siguen siendo un mal chiste; la telebasura es aupada y promocionada en los propios canales en complicidad con los diarios; la crónica roja y el amarillismo es un negocio redondo que no admite cuestionamiento alguno. No leeremos jamás una reflexión de esa naturaleza en las páginas editoriales de los diarios simplemente porque los medios no admiten una crítica frontal al modelo de periodismo que ellos mismos han definido como “libre” y cuyos propietarios defienden a ultranza.

Lo que está en crisis en Ecuador es el modelo de propiedad —concentrador, monopólico y familiar— de un bien público como es la comunicación; un modelo que vive sin rendición de cuentas, que manipula políticamente a la sociedad, que ejerce su poder poniendo contra las cuerdas a los gobiernos democráticamente elegidos hasta someterlos a su ideología, que pertenece a unas cuantas familias y que carece de vocación democrática en lo que realmente importa: la propiedad del paquete accionario, la toma de decisiones sobre políticas comunicacionales, y la responsabilidad ulterior frente a la sociedad por el uso de la palabra.

Hoy, las escuchas telefónicas que de manera antiética e ilegal practicaron algunos periodistas de News of the World —uno de los grandes tabloides amarillistas de Murdoch que tuvo que ser cerrado por el propio magnate debido al escándalo de las escuchas—, ya llevaron a la cárcel a algunos mandos importantes de dicho pasquín. A nadie sorprendería que el propio Murdoch tenga que purgar una pena por lo que hizo la gente de su periódico. Y a nadie por esas latitudes se le ocurre decir que se trata de un atentando a la libertad de expresión. En su número final, que apareció el 10 de Julio pasado, News of the World tuvo que rectificar: “Phones were hacked, and for that this newspaper is truly sorry... there is no justification for this appalling wrongdoing.” (“Los teléfonos fueron pinchados y por ello este periódico está realmente arrepentido… no hay justificación para esta atroz malapráctica”). Por el contrario, todos están de acuerdo que se trata de una de las tantas aristas que se desprenden de la responsabilidad ulterior que tiene el ejercicio del periodismo. Lo que sucede es la pérdida de poder y el final de la impunidad por parte de las empresas familiares mediáticas, la de Murdoch incluida.

martes, julio 12, 2011

Cuando la escritura confronta a la muerte


Se trata de un escritor llamado Manuel de Narváez que a sus 64 años se enfrenta a la muerte, solo, enfermo y pobre en su buhardilla de Barcelona, lejos de su país, Colombia, en la noche de un viernes sin premoniciones. El inquilino, opera prima de Guido Tamayo, Premio Nacional de Novela Breve organizado por la Universidad Javeriana, en el 2010, es la historia de una agonía en la que cabe la escritura como derrota personal pero al mismo tiempo como confrontación vitalista a la muerte. De Manuel cuenta el narrador: “Escribe porque escribir y vivir son lo mismo dentro de su invadido organismo. Escribe porque el cáncer no podrá desalojar toda la literatura que él ha inoculado en su delgado cuerpo. Escribe porque morirá escribiendo y será polvo, pero polvo literario.” (105)

En la novela breve de Tamayo, la escritura como opción de vida de su personaje es un camino de derrotas: el éxito literario está reñido con la autenticidad del ser, el sosiego personal no es posible mientras exista la necesidad casi biológica de la escritura, el mundo carece de piedad frente a los derrotados por la exigencia del arte. Manuel de Narváez está atrapado en el desgarramiento que le provoca su propia imposibilidad de realización escrituraria: “Manuel no escribe con la serena disposición de un santo sino con la compulsión de un hombre endemoniado. Ataca las teclas con el vértigo de un poseído.” (86)

Manuel ha viajado a una Barcelona cruel como toda ciudad que se resiste a los extraños que intentan encontrar la realización de su ser en ella. Él también llegó cargando con el fardo de los ilusos: “la mayor y mejor consigna de su generación después, claro está, de la de ser guerrillero: ser escritor en Europa.” (32) Pero esa Barcelona en la que agoniza no es el fingido paraíso de un escritor sino el infierno cotidiano al que hay que sobrevivir haciendo lo único que Manuel puede y quiere hacer, o sea, escribiendo. Esa Barcelona donde vive Manuel es una ciudad cruel, violenta, una ciudad agazapada en el mal que se aparece con su monstruo de adentro al iluso que se creyó el sueño de deambular inspirado por las ramblas, el museo Picasso, la Sagrada Familia y el parque Güell. Finalmente, el único espacio en el que es libre es en la habitación amarilla en donde vive, una habitación que puede estar en cualquier parte del mundo: “A veces se encierra en su habitación como en un cofre. Se sumerge en ella y echa llave. Puede pasar allí varios días sin salir a la calle, sin ver ni tan siquiera la sala, y mucho, el balcón. Allí escribe la novela, la corrige, la reescribe.” (63)

En ese infierno cotidiano, la aparición de Encarna es apenas un remanso bizarro pues la relación que Manuel entabla con ella está basada en el desamor como suplencia del afecto, en la necesidad que tienen uno del otro: ella de su dinero para comprar droga, él de su cuerpo para tener sexo. Encarna es otra derrotada a la que Manuel somete a un fantasioso procedimiento pues le exige que cada vez que se encuentren siempre deba ser la primera vez. “Él le contará que es colombiano, que escribe, que vive solo y que desesperadamente a una francesa muerta. Ella le dirá, a su vez, que es de Gerona, que vino a Barcelona a estudiar cine pero que terminó de puta porque le fascina la heroína.” (31) Encarna ya no tiene ganas de amar, de pensar siquiera en un proyecto de vida por simple y pequeño que sea; ella es un desamor sin remordimiento.

La otra mujer en la vida de Manuel, esa Laura a quien nunca llegó a conocer y que estaba traduciendo sus novelas, representa esa esperanza fugaz, ese respiro ante la derrota que implica el reconocimiento de su escritura en otra latitud. Está en las antípodas de Encarna. “De inmediato conectó con esa prosa desordenada, llena de imágenes inéditas en su memoria de lectora curtida y con un lenguaje desconcertante por lo audaz y mestizo.” (41) Pero en la vida de quien vive en la derrota no hay respiro: Laura muere sin que se hubiesen visto personalmente y con ella también muere la breve ilusión de Manuel.

Manuel de Narváez, olvidado por su familia, sin posibilidades de construir una relación amorosa, es un personaje que lleva en sí la tristeza del solitario. Es la misma tristeza de aquel que sabe que a su entierro únicamente asistirán sus “cuatro gatos del alma” y, tal vez, Encarna, y que nadie llorará. “Cada uno de los cuatro gatos leerá un poema, un fragmento, una frase. Así lo festejarán en su más hondo. Por su parte Encarna, en un arranque de sensibilidad irreconocible, dejará caer una lágrima sobre su tumba y de esa manera abonará de sentimiento su eternidad.” (109) Es un personaje que carga con el germen de la destrucción de sí mismo, atrapado en la condición de la derrota y en la incapacidad de amar y que, al mismo tiempo, despierta en el lector toda la solidaridad necesaria para buscar una salvación que no llegará jamás pues su condición intrínseca es la de un derrotado para el mundo aunque su escritura, esa que construye en soledad vivencial, es el triunfo de la autenticidad del ser sobre la muerte que, sin embargo, no puede ser celebrado.

Esta novela breve de Guido Tamayo está escrita con la economía de lenguaje que demanda el género, cuidando cada aparición del personaje construido con la precisión requerida para confrontarnos con el dolor humano; está desarrollada con la profundidad existencial que demanda la historia que cuenta y con la piedad necesaria para entender a un personaje que se nos presenta desnudo de alma. Tamayo maneja el tempo de la narración que, pese a que su momento narrado se sostiene en tres pasos que van de la cama a la cocina, encierra toda una vida hecha de girones altamente significativos. Tamayo hace de la frase corta, sustantiva, directa, una forma de narrar que envuelve la tristeza de los sucesos y convierte a su relato en una historia de la que el lector no querrá desprenderse.

El inquilino, de Guido Tamayo, es una novela breve escrita con lenguaje sustantivo, apretado y de honda resonancia espiritual, que encierra la confrontación del individuo, desde su soledad existencial y su ser auténtico, con la crueldad del mundo y la derrota del artista, desde la inutilidad de la escritura, frente a la dolorosa constatación de la muerte.

Guido Tamayo, El inquilino. Bogotá, Mondadori / Pontificia Universidad Javeriana, 2011.

domingo, mayo 29, 2011

Tercera edición de El alma en los labios


Acaba de salir la tercera edición, corregida y definitiva, de El alma en los labios, en la colección Cochasquí, auspiciada por el Gobierno de la Provincia de Pichincha. La primera fue publicada por editorial Planeta (2003) y la segunda por el M.I. Municipio de Guayaquil (2007). En esta edición he corregido un anacronismo importante que había pasado por alto y que una amiga querida me hizo ver, modifiqué alguna puntuación defectuosa y limpié de basurilla al texto. Mi gratitud a Raúl Pérez Torres por acoger la novela en dicha colección y a Antonio Correa por el cuidado editorial.

Para los seguidores y visitantes del blog, reproduzco el “Epílogo” de la novela, que está narrado por Jean d’Agreve, seudónimo utilizado por Medardo Ángel Silva, y que en la novela convertí en uno de los personajes de la misma. Jean d’Agreve, que estaba visitando a la prostituta Gardenia Guerra en el momento en que Silva se suicidó, quedó como un fantasma vagabundo ya que no tuvo cuerpo a donde regresar. Por esa razón sobrevive hasta los sucesos que él narra en el epílogo. Avril d’Agreve es la hija que se rumora tuvo Silva y que en la novela aparece como hija de Medardo Ángel Silva / Jean d’Agreve y Gardenia Guerra, personaje de la ficción.


EPÍLOGO

Es cerca de la medianoche del jueves 9 de febrero de 1978. La voz del más popular de los locutores guayaquileños, Carlos Armando Romero Rodas, había anunciado a las nueve y doce minutos, a través de la frecuencia de Radio Cristal que, en la clínica Domínguez, acababa de fallecer Julio Jaramillo.

En el “Rincón de los Justos”, emblemática cantina de Matavilela, barrio de rameras y cachineros donde cualquier día en sus calles es día de ocio, una cofradía de escritores jóvenes ha sembrado, sobre la mesa que comparten cada noche, un tupido bosque de vidrio, botellas vacías del oro líquido ofrendado en memoria del cantante. Los cofrades, que han estado bebiendo desde que escucharon el anuncio mortuorio, están agrupados alrededor de Sicoseo, una más del infinito número de torres de marfil que se desmoronan luego de la publicación del número único de su revista literaria.

Junto a ellos, en una mesa solitaria, una anciana de aproximadamente ochenta años bebe en silencio el aguardiente de caña manabita que le sirve Narcisa Martillo, renacida flor voluptuosa del dulce pecado. Narcisa es la mesera del salón, la hembra diligente a la que el poeta mayor, Fernando Nieto Cadena, invoca como esa mujer que busco, encuentro y pierdo a cada rato... qué me podrá decir de los agravios... qué del amor... qué del adiós en todos mis fracasos.

A la anciana la recuerdo joven, en el Cementerio de Guayaquil durante el entierro del bardo Medardo. Es Gardenia Guerra buscándome en vano, indiferente a la mirada despectiva de alguna asistente que, sin reconocer la viga en el ojo propio, tuerce en lindo mohín la boca roja y exclama indignada: ¿Habráse visto? Ya no puede salir una dama a la calle que no tropiece con esta bazofia.... Yo agitaba mis brazos para que me viera pero, carente de cuerpo que me albergara, me había convertido en un soplo invisible y todos mis intentos por llamar su atención fueron inútil aleteo de albatros escarnecido por marineros de corazón vicioso.

Tampoco en esta noche me alcanza a ver Raúl Vallejo, aprendiz de flacos huesos en medio de aquella hermandad de sicoseadores de la palabra. Él implora al aire con voz de enamoradizo impenitente: “déjame yacer contigo paloma de blanco vuelo, déjame amar tu plumaje, paloma, tu misterio”. Y mientras eleva su plegaria, sostenido en un hálito de nostalgia, palpita el recuerdo de su adolescencia cautivada por los ojos felinamente aceitunados y la piel de sedosa miel de Susana Orellana Villegas, sobrina nieta de Rosa Amada.

En aquel crepúsculo, cuando enterramos a mi poeta, Gardenia Guerra ya cargaba en su vientre, aún sin saberlo, el germen de la que bautizaría con el nombre de Avril d’Agreve. Avril abandonó el claustro materno el 8 de marzo de 1920 y, para mi orgullo de padre, todavía trabaja como reportera cultural de France Press, en París. A pesar de los años transcurridos, ella continúa inocentemente ignorante de su origen pues fue dada en adopción el día 23 del mes siguiente a su nacimiento. Para Gardenia, Avril es un dolor en el vientre herido por donde se desangra sin tregua.

Con su sapiencia rocolera, el novelista Jorge Velasco Mackenzie se dirige a la trajinada Wurlitzer del salón y selecciona una serie de canciones interpretadas por J.J. Después de los acordes iniciales a cargo de los violines y el requinto de Rosalino Quintero, la voz del ídolo fallecido empieza a cantar cuando de nuestro amor, la llama apasionada... Julio Jaramillo utiliza el mismo tono melancólico que usara Francisco Paredes Herrera cuando cantó su pasillo por primera vez el 22 de junio de 1919.

El domingo anterior a esa fecha, Paredes había entrado a la peluquería “La Elegancia” cerca del mediodía. Al leer El Telégrafo, que dedicó la página 4 de la edición del día 15 a mi poeta, recién se enteró el joven músico de la muerte de Medardo. Leyó el poema que aparecía en el diario y, prendado por el sentido trágicamente premonitorio de los versos, se dedicó durante la semana siguiente a componer la canción que estrenó ante sus contertulios, Alfonso Estrella, Alberto Andrade y Víctor Sarmiento, esa noche dominical en la que andaban de copas.

El cuarteto deambulaba por la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca que ya dormía y cuyos vecinos reclamaban silencio a gritos detrás de las celosías de madera de sus conventuales casas. Se detuvieron en el parque, frente a la Catedral, y Paredes empezó a tocar su guitarra que rasgó la mística nocturnidad del cielo cuencano. Cuando terminó de cantar se abrieron las ventanas de las casas aledañas y los vecinos aplaudieron, olvidados de su desvelo, con los ojos enrojecidos e hinchados por causa de penas antiguas y secretas.

A esos chapoteos humanos para salvar la Vida del naufragio del Olvido también contribuye aquel monumento esculpido en bronce y piedra por Alfredo Palacio que fuera inaugurado a las once de la mañana del domingo 10 de junio de 1973 en la Plaza de San Agustín. Cuatro años más tarde, frente a la escultura en la que se ve al Poeta y a la Muerte intercambiando las miradas seductoras de su indómito idilio, Miguel Donoso Pareja maestro de vida y literatura que, interrumpiendo un exilio de 13 años, había llegado de México con Aralia López, su compañera de esa época, una rutilante freudiana ortodoxa leyó, en una tarde de banca de parque, ante una audiencia integrada por los sicoseadores de la existencia: Y en el aire se va la muerte cierta, la de vivir, que no es morir siquiera, y la piedra nos trae la vida muerta, sin ir al bosque aquel donde cortaron la cabeza dolida del ahorcado... porque la piedra está en el aire y vive en esta soledad en que morimos.

Mientras la canción, grabada por J.J. para el sello Ónix, suena en la rocola, Gardenia Guerra gime como un animal que se lame heridas de ausencia en una cueva abandonada. Avril es el recuerdo más cruel. Jean d’Agreve, una pena perenne. Cuando la voz de Julio Jaramillo está concluyendo la canción ...para expresar mi amor solamente me queda rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda dejar mi palpitante corazón que adora..., Gardenia revienta en llanto como si las lágrimas se le hubiesen acumulado durante el transcurso de sus grises años.

Los cofrades de Sicoseo la observan acongojados y el poeta Fernando Artieda se levanta de su silla y tiene un vaso de cerveza derritiéndose en su mano y declama con la musicalidad de su ronquera crónica y es un homenaje a la anciana ebria, para escribir un bolero no es necesario estar sentimental... para escribir un bolero no es necesario sentirse deprimido... no es necesario escribir... esta ciudad es un bolero en ciernes... es un bolero.

Ninguno de aquellos poetas, que repiten los ritos bohemios e iconoclastas de todas las cofradías de todos los tiempos como si fuesen actos fundacionales, alcanza a percibir el dolor de vida que se ha instalado en la mesa de la anciana. De golpe, Gardenia recuerda la tarde lluviosa de ese 30 de enero de 1919 cuando le llevé como regalo de cumpleaños una copia del poema “El alma en los labios” manuscrita por el propio Medardo. Inmediatamente después de que mi poeta me entregó la hoja con los versos, les añadí debajo del título, hacia el margen derecho de la página, con letra muy parecida a la de Medardo, la discreta dedicatoria que también mi poeta escribiría meses más tarde y que hasta hoy conserva el poema: Para mi Amada.

domingo, mayo 15, 2011

Una reflexión vital desde la literatura

Abdón Ubidia durante la ceremonia de inauguración de la Feria de Libro de Bogotá, el jueves 5 de mayo, en el momento en que ofrecía el discurso de orden. Tuve el honor de participar como comentarista y entrevistador en la presentación de su libro La aventura amorosa y sus personajes, el viernes 13, en el auditorio "Jorge Enrique Adoum". A continuación, mi comentario acerca del mismo.

En Ciudad de invierno, novela corta que es ya un clásico de la literatura ecuatoriana, Abdón Ubidia disecciona con maestría la angustia interior del personaje / narrador que experimenta su condición de amante abandonado para convertirse en esposo engañado e imaginar a su rival convertido en el Amante y, al final, a partir de la traición que lleva a cabo contra su amigo y rival, decide perderse para la vida: “Han pasado pocos años de esto. Ahora me dejo vivir en una ciudad sin paisaje. No se ven montañas. No se ve el sol, ni llueve nunca. Está como abandonada en el desierto. Hay un mar. Pero ese mar es un remedo. La bruma lo ahoga siempre. A veces le cuento esta historia a alguna prostituta del puerto. A veces, alguna finge creerme”.

Bruno, el pintor, y AleXandra, la burguesa aventurera, ambos personajes de La madriguera, novela finalista del Rómulo Gallegos del 2004, encarnan al Amante de la aventura amorosa: el primero, buscador empedernido de lo erótico; la segunda, descubridora de sus deseos en la joven madurez de sí misma. Y en esa novela, Armando, el escritor que “no estaba metido en ninguna aventura ni búsqueda existencial como no fuese la literaria” asume el papel del Confidente. La gente de la ciudad pasa a convertirse en el Coro de los demás, dispuesto a crear el rumor, a vivir de él y en él: rumor que de tanto repetirse pasa a convertirse en verdad irrefutable.

Ahora, Abdón Ubidia, nos trae La aventura amorosa y sus personajes, un libro escrito con la intensidad que emerge de la vida y se hace literatura, con la sabiduría que proporcionan los libros y la experiencia vital, con la fluidez que da el oficio de escritor y la agudeza para escarbar en la condición humana que da el oficio de lector. Un libro que conmueve por la sinceridad con la que toca el campo de la realización amorosa y por la manera cómo presenta la imbricación de literatura y vida en dicho campo. Un libro que estremece por las verdades del amor que hombres y mujeres a veces nos resistimos a aceptar por la preferencia hacia la institucionalidad por sobre la opción del riesgo. Una escritura que se sostiene en la idea de que “el arte y, en especial, la literatura son las únicas formas eficaces para testimoniar, completa y complejamente, el amor humano. Que vida y literatura son equivalentes. Que la literatura es el significante mayor del significado más profundo de la vida humana.” (23)

En La aventura amorosa y sus personajes, Abdón Ubidia reflexiona sobre el estado más hermoso de tal aventura que es la fase heroica (no hay nada más bello que un amor que empieza) y señala que “los grandes ensayos dedicados al amor, escritos en el siglo XX y lo que va del XXI, son libros tristes porque ponen énfasis especial en la fase trágica de la Aventura amorosa” (19). Y la reflexión que realiza está poblada de ejemplos literarios, lo que hace del libro no sólo un camino de reflexión sobre la aventura amorosa sino una peregrinación festiva a través de las grandes obras de la literatura: El Quijote, Madame Bovary, Lolita, Bella del señor, El amante, El cuarteto de Alejandría —especialmente, Justine— , El final de la aventura, El arte de amar, etc.

Abdón Ubidia, como en el estudio de los cuentos maravillosos populares que hizo Propp, señala que en toda aventura amorosa intervienen ocho personajes (Propp señaló 7 y Ubidia, en su estudio sobre el cuento popular ecuatoriano aplicó dicha caracterización): el Amante, el Amado, el Engañado, el Rival, El confidente, El alcahuete, el Coro Social, y el Sustituto. Su libro se divide en dos partes: la primera, que nos habla acerca de la aventura amorosa, la pasión y el matrimonio como esferas enfrentadas a veces, concurrentes, otras; la segunda, que desarrolla el sentido de cada uno de los personajes de la aventura amorosa, confrontando, al final, el principio de realidad contra el principio romántico, concluyendo que: “existe un ‘principio romántico’ que se opone al ‘principio de realidad’. Y que tal principio romántico, con su carga emotiva, sensible, a veces desesperada, nada ‘cuerda’, es el que posibilita el inicio o realización plena de nuestras Aventuras amorosas, por momento embrujadas, por momentos hipnóticas.” (160)

Este libro es también una plática erudita entre la experiencia vital que construye la aventura amorosa y la manera cómo la literatura la representa en sus textos. En esta plática, a partir de decenas de ejemplos de la literatura, el autor nos confronta con algunos imposibles: la eternidad de las relaciones amorosas, el final feliz de tales relaciones, la existencia de la fidelidad en los amores, y la viabilidad de la institución matrimonial para la pervivencia del amor.

Al mismo tiempo, el libro de Ubidia, desarrolla el papel que cumplen cada uno de los ocho personajes de la aventura amorosa partiendo del postulado de que “la Aventura amorosa se arma como un drama en toda línea, con una estructura que implica un comienzo, un desarrollo y un fin previsto, y, desde luego, con una dramatis personae ya definida.” (79) Toda aventura amorosa habrá de acabarse porque el principio de realidad así lo exige pero durante su existencia ella unirá lo superficial y lo profundo. Y sostiene que “la Aventura amorosa, frágil, perentoria, es el paso previo tanto del Matrimonio que da fin, como de la Pasión que quiere, en vano, prolongarla.” (47)

Abdón Ubidia también desarrolla la idea de que el ser humano es una dualidad viviente que, por un lado, gusta del calor de hogar por lo que de seguridad tiene y que aquello lo hace sentirse en paz, calmo, confortable, y que, por otro, gusta de la aventura que lo convierte de doméstico en heroico, de conservador en arriesgado y que es, justamente esa dualidad, la que permite que convivan tanto la aventura amorosa como el matrimonio. Por ello, el autor afirma: “Este libro está hecho para que ese reconocimiento sea posible. O por lo menos para que ella, la Aventura amorosa, llegue a ser admitida, de modo privado, persona, como un derecho individual, como una ‘amante’ esporádica y necesaria; como el espacio de libertad y locura festiva, que acompañe, ‘infielmente’, el normal y normado amor del matrimonio, mientras éste subsista.” (49)

Estamos ante un libro que da cuenta de una lucha perdida: la lucha por la felicidad que libran los amantes en el decurso de la vida. Por fortuna, existe la literatura para curar las heridas que provoca la aventura amorosa a fuerza de metáforas. Y, a pesar de estas verdades, “al final de una Aventura, otra Aventura vendrá” (152) porque siempre el ser humano estará dispuesto a jugarse el pellejo en nombre de la libertad, a arriesgar su paz de espíritu en nombre de la delicias de eros, a sentir el vértigo que provoca el abismo antes que la calma de los crepúsculos, a preferir el viaje hacia la noche —tópico romántico de la aventura— antes que las mañanas bucólicas de los domingos… o, quizás no, quizás el ser humano quiere ambos estados: quiere, imposible de imposible, tenerlo todo.

La aventura amorosa y sus personajes, de Abdón Ubidia, es un libro que reafirma la condición triste del amor, dado su sentido efímero, aún cuando su autor se detenga en la fase heroica; un libro cuya lectura, alimentada por la plática profunda de la vida con la literatura, vuelve menos dura la aceptación del principio de la realidad y más esperanzadora la práctica vital del principio romántico. Un libro cuya lectura será una aventura en sí misma en la medida en que el amor como experiencia vital está sazonado por la literatura como experiencia intelectual de la vida y por cuanto sus planteamientos repercutirán en más de una persona lectora. Un libro atrevido pensado en quienes se atreven a ser parte de la aventura amorosa aunque se sepa, de antemano, que el final siempre será triste.

Abdón Ubidia, La aventura amorosa y sus personajes. Quito, Editorial El Conejo, 2011, 167 pp.

domingo, mayo 08, 2011

Una muestra con traje de feria

En febrero de este año, almorzando con Leonel Giraldo, gerente de Planeta en Bogotá, nació la idea de preparar una muestra de la literatura ecuatoriana destinada a la promoción de nuestros escritores frente al público colombiano. Con ese objetivo preparé este libro que reúne a 13 cuentistas, 15 poetas y 6 ensayistas ecuatorianos de distintas generaciones y corriente estéticas. Ayer se presentó en el auditorio Jorge Enrique Adoum de la XXIV Feria Internacional del Libro de Bogotá. Para armar la muestra conté con la colaboración desinteresada de los autores que aparecen en ella y de Jorge Velarde cuyo cuadro “Anabela leyendo” (óleo sobre lienzo, 145 x 200 cm, 1994, colección del autor) ilumina la portada: a todos ellos mi gratitud por su respuesta generosa al momento de aportar con sus textos en la construcción de este muestrario. A continuación, un fragmento del prefacio que escribí.

Hay quienes piensan que el Ecuador es tan solo una línea imaginaria e incluso se solazan con el enunciado teorético de que nuestro país no existe. Tal vez no existe como ellos hubiesen querido que el país sea: intelectuales que reniegan del lugar en donde nacieron porque —vanidosos que se avergüenzan de su patria igual que el nuevo rico de la madre que no terminó la secundaria—, imaginan que su obra tendría mejor suerte si hablaran francés o español con escupitajos madrileños. Nos tocó el destino de ser nominados por causa de nuestra ubicación geográfica pero las tierras del Ecuador encierran una cultura signada por la diversidad, un espacio que conjuga maneras diferentes de ser y estar en el mundo. Y, a pesar de las lucubraciones, la línea imaginaria existe: atraviesa la conciencia de nuestra nación plural.

En esa gran patria que es la lengua habitan nuestras patrias chicas, aquellas que compartiendo el territorio del español tenemos formas expresivas y acentos propios como propia es la historia y la cultura múltiple que encierran el territorio que nos define como Estados. Porque, si bien es cierto, pertenecemos al inmenso ámbito de la literatura escrita en español también formamos un territorio más pequeño que continúa, como en los tiempos de la colonia, distante de la metrópoli porque en esta globalización del tránsito libre de los capitales se han erigido, cruel paradoja, las mayores barreras para el paso libre de las personas. Y, aunque compartimos la patria de la lengua, padecemos para la obtención de nuestros visados y una vez allá somos motejados sudacas.

Existimos como cultura de variada expresión, como territorio de la diversidad, como historia particular que nos ha hecho ser lo que somos, como nación múltiple que se construye a sí misma de manera permanente, como una identidad contradictoria, múltiple y mutante. Existimos con nuestras señas particulares, con una vida propia al margen de ese mundo global del que somos discriminados por un pasaporte motivo de sospecha en las aduanas de la segregación y el miedo a nuestra piel. Existimos con una identificación marcada en el rostro que nos vuelve una comunidad en cualquier punto del planeta que habitemos.

Es como si las palabras de la tribu se perfumaran de cacao de aroma o de café de altura, se vistieran de sombreros de paja toquilla de Montecristi o de poncho otavaleño, se presentaran en el sabor único de nuestros langostinos, se musicalizaran en la dulce voz atenorada de Julio Jaramillo o en el rítmico carnaval de la marimba esmeraldeña, se divirtieran en el fútbol entusiasta y pundonoroso de nuestra selección nacional, se fundieran en la naturaleza biodiversa de la Amazonia o las islas Galápagos.

Y nuestra literatura —no por su color local sino por la tradición cultural en la que está embebida— es una de las tantas expresiones que nos diferencia de y nos acerca a las otras patrias chicas. Se trata de una literatura más bien desconocida entre los habitantes de la patria de la lengua española pero también de una literatura que, embebida de la tradición literaria del país, se alimenta sin complejos de la tradición de la lengua y del mundo. Una literatura que da cuenta de la diversidad que constituye esa unidad de formas múltiples y disímiles llamada Ecuador.