José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

miércoles, marzo 07, 2007

Deslumbramientos a partir de unas langostas

Con Gabriel García Márquez en La Habana, en 1985, en la Casa de las Américas

—“Me han pedido 61 entrevistas en las últimas 48 horas”, —comentó García Márquez mientras transcurría aquella fresca tarde de diciembre de 1985 y los comensales platicábamos de libros, de esto y lo otro, y devorábamos algunas langostas cubanas recién sacadas de la parrilla. Tuve que bajarme casi un vaso de cerveza Atuey para que me pasara el trozo de langosta atorado en la garganta seca después de escuchar su frase.
Yo era entonces un audaz escritor y periodista de 26 años que comía con un apetito de adolescencia prolongada. Había sido invitado al II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de Nuestros Pueblos y la jefa de la revista en donde trabajaba —Vistazo, la más importante de Ecuador— me dio permiso para el viaje a La Habana con la condición de que regresara con una entrevista al premio Nobel que, dicho sea de paso, yo había asegurado que estaba prácticamente concedida. El adverbio me sostendría la vida al regresar a Guayaquil si la entrevista fracasaba.
Una fascinante mujer llamada Trini Pérez, de la que los escritores solían enamorarse sin que ella diera más motivo que la cautivante amabilidad de sus iluminados ojos, conocía de mis tribulaciones laborales. Como alta funcionaria de Casa de las Américas tuvo la generosa idea de colocarme en un grupo de trabajo donde estábamos Frei Betto, Chico Buarque, Eduardo Galeano, Roberto Fernández Retamar, Osvaldo Soriano, García Márquez, y yo. Me sentí como la canción–acertijo de Plaza Sésamo: “hay una cosa que no pertenece a este lugar”. El problema para mí era que desde el comienzo del encuentro, García Márquez, que acudía a las sesiones cuando el grupo ya había empezado a trabajar y se retiraba discretamente antes de que concluyera, se quejaba sin remedio de esa desmesura cotidiana que viene junto a la fama: “Cada vez que camino por los corredores hay alguien que quiere hacerme una entrevista”.
Luego de oír la frase sobre el número de entrevistas sentí que era la descortesía más deplorable del Caribe el que yo arruinara un almuerzo de langostas con alguna impertinencia; después de todo, habíamos pasado algunos días trabajando juntos en la redacción del manifiesto final del encuentro y me daba vergüenza romper ese clima de confianza. Me movía en una paradoja terrible pues entre más cerca estaba del escritor que tenía que entrevistar más lejana era la posibilidad de hacerlo sin que pareciera un abuso de confianza.
Pero el tiempo de mi estadía en la isla se acababa y me veía sin trabajo por esas calles de mi ciudad “donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia”. Además yo estaba con varias Atuey adentro, había hecho una apología sibarita sobre la langosta cubana celebrada ruidosamente por los comensales y Osvaldo Soriano, que durante esa semana llena de sobresaltos me asesoró acerca de la manera de abordar a García Márquez para que me concediera la entrevista, me golpeó sin disimulo en el hombro para que me decidiese a hablar:
—Pues con mi pedido serán 62. —Lo solté de golpe y sin los preámbulos que había repasado frente al espejo de mi habitación del Hotel Riviera y me sentí igual que José Arcadio Buendía cuando anunció a sus hijos que la tierra era redonda como una naranja, “temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de la imaginación”.
Afortunadamente, García Márquez y Mercedes Barcha, los anfitriones de aquella mesa de cuatro personas, tuvieron a bien reírse de lo que yo había dicho. A lo mejor vieron en mi azoramiento el destello de “los ojos marítimos y solitarios” de aquellos que, como Ulises, el de padre holandés, se extravían por San Miguel del Desierto. Soriano me tranquilizó con un guiño cómplice y mi miró con el mismo asombro con el que lo había hecho cuando, días atrás, le pedí que firmara mi ejemplar de la edición cubana de Triste, solitario y final. Mercedes me ofreció otro pedazo de langosta y García Márquez habló dirigiéndose a Soriano y a mí:
—Las entrevistas son otra forma de la literatura —dijo la frase como una sentencia parecida a la que pronunció Ángela Vicario “cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar” y “ella le contestó impasible: Fue mi autor”. Saboreó con los ojos cerrados un bocado de langosta y cuando hubo terminado con él, añadió—: Los periodistas siempre me preguntan lo mismo: sobre la paz mundial, que por qué soy amigo de Fidel y Belisario, que qué significa el color amarillo en mi vida, que no se qué vainas más... y todos quieren tener la exclusiva —bebió media copa de vino blanco y terminó la idea con una nueva sentencia—: es preferible inventarlo todo.
Mas yo no quería entrevistarlo para hablar de los mismos temas de siempre cuyas respuestas básicas, por otra parte, ya están en El olor de la guayaba, el libro de conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza; yo quería entrevistarlo acerca de los deslumbramientos que provocaban algunos episodios de sus novelas. García Márquez, por su lado, no quería hablar de otra cosa que no fuera sobre El amor en los tiempos del cólera, la novela que el 4 de diciembre acababa de ser presentada en Bogotá.
Como se dio cuenta del laberinto laboral en el que estaba atrapado, me propuso la amistosa salida de que yo lo entrevistaría únicamente si leía la novela para el siguiente día y que si no alcanzaba a hacerlo, entonces tenía libertad para asumir en toda su extensión la fórmula que había expuesto. Puesto que no existía un solo ejemplar de la novela a mi disposición en la ciudad, la propuesta me dejó la misma sensación que la del cuento “La mujer que llegaba a las seis”, cuando a la mujer se le ocurre pedir otro cuarto de hora a José, el hombre detrás del mostrador. Trescientos ejemplares viajaban por los cielos del Caribe y las burocracias aduaneras del capitalismo y del socialismo dejaron que los cajones se extraviaran y que los libros llegasen a La Habana justo cuando los últimos invitados al Encuentro regresábamos a nuestros países. Cuando tomaba el avión de regreso a mi país, el martes 10, yo, que esperé como asunto de vida o muerte la llegada de los libros, me identifiqué enseguida con la angustia de Pietro Crespi que regresó a Macondo “a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar a tiempo para su boda”.
Me imagino que todo esto tenía que ver, tal que una maldición gitana, con ese aspecto siniestro de la fama contra el que tanto se queja García Márquez. En aquellos días, copié del Granma una parte de su discurso durante la inauguración del Encuentro en el que contó que “un Premio Nobel de Literatura asegura haber recibido en lo que va del año casi dos mil invitaciones a congresos de escritores, festivales de arte, coloquios, seminarios de toda índole: más de tres diarios en sitios dispersos del mundo entero. Hay un congreso institucional con frecuencia constante y con todos los gastos pagados, cuyas reuniones se suceden cada año en treinta y un lugares distintos, algunos tan apetecibles como Roma o Adelaida, o tan sorprendentes como Stavanger o Yverdon, o en algunos que más bien parecen desafíos de crucigramas, como Polyphénix o Knokke. Son tantos, en fin, y sobre tantos y tan variados temas, que el año pasado se celebró en el castillo de Mouiden, en Amsterdam, un congreso mundial de organizadores de congresos de poesía”.
Me consolé del extravío de los cajones con los libros cuando por fin pude leer El amor en los tiempos del cólera el martes 31 de diciembre de 1985, en la playa de Salinas. Fue una galopante lectura de día completo que terminó una hora antes de que empezaran los fuegos pirotécnicos con los que la gente del balneario celebra el Año Nuevo. Tiempo después, en alguna parte que no recuerdo, leí una declaración de García Márquez en la que decía, con su maniática manera de entreverar ciertos paradigmas de la crítica literaria que El amor en los tiempos del cólera era su mejor novela y aquella por la que sería recordado. No coincido con aquella opinión pero de lo que sí estoy seguro es de que esta novela desparrama una enorme sabiduría, pespunteada de manera original sobre la base de un oficio controlado hasta en su mínimos detalles, sobre el eterno tema del amor erótico, que se resume en la enseñanza de Florentino a la viuda de Nazaret: “nada de lo que se haga en al cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor” o en lo que aprende Florentino de su experiencia con Ángeles Alfaro: “que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna”. Cuando llegué a la parte en que América Vicuña toma la iniciativa del amor y arrincona a Florentino Ariza, de tal manera que “lo fue llevando de la mano hasta la cama como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa”, me acordé de las langostas, aunque éstas eran a la parrilla.
A las cinco de la tarde, de aquel domingo 8 de diciembre, después del opíparo almuerzo, los comensales llegamos al Hotel Riviera y lo que sucedió fue como en esas películas de guiones obvios donde los encuentros casuales con algo o con alguien remarcan los deseos y temores de los protagonistas. No bien habíamos entrado al lobby del hotel, García Márquez fue abordado por un periodista del Clarín de Buenos Aires que le espetó sin preámbulo de ningún tipo y con la cancha de los porteños sus ganas de entrevistarlo, en exclusiva, che. García Márquez negó con algo de fastidio tal posibilidad pero enseguida recuperó su sentido caribeño del humor y le dijo:
—Mira, estas dos personas también son periodistas —Soriano y yo nos miramos y sonreímos como si fuésemos cofrades de alguna secta secreta y antigua— y andan conmigo porque les he hecho prometer que no habrá ninguna entrevista.
¡Qué puedo decir! Nunca más he vuelto a estar cerca de García Márquez ni creo que él se acuerde de este episodio perdido en el laberinto sin fin de sus azarosos episodios de vida huyéndole a las entrevistas exclusivas. Yo, en cambio, aún conservo conmigo el glorioso sabor de las langostas, la serena hospitalidad de Mercedes Barcha, la discreta complicidad epistolar que mantuvimos con Osvaldo Soriano hasta su muerte y la edición de Casa de las Américas de Crónica de una muerte anunciada, con el autógrafo de su autor: Para Raúl, del patriarca. Gabriel, 85.
Por supuesto que me hubiera gustado preguntarle por qué razón se identificó al escribir el autógrafo con el dictador más triste de la literatura, aquel personaje de El otoño del patriarca, de quien dice uno de los narradores de la novela, que es “el anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria”. También le hubiera preguntado sobre el final de estilo y sentido simbólico paralelo aunque de resolución anecdótica opuesta de El coronel no tiene quien le escriba: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Mierda”, y de El amor en los tiempos del cólera: “Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches: —Toda la vida —dijo”.
Finalmente, no pude entrevistar a García Márquez. Hube de inventarlo todo.

Publicado en Gaborio. Artes de releer a García Márquez. Julio Ortega, compilador. México DF, Jorale Editores, 2003: 89-93.

sábado, febrero 17, 2007

"Si se calla el cantor, no pasa nada: la lucha continúa"


Entrevista para Vanguardia con María Luisa Carrión
Enero 4 de 2007
(De izquierda a derecha: Ariruma Kowii, durante su intervención; Raúl Vallejo, el autor; y Marcelo Báez, editor. Durante la presentación del libro el 10 de enero de 2007, en la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, durante la inauguración del encuentro de poesía "Ritual de la palabra")

¿De qué se trata Crónica del mestizo?
Crónica del mestizo es un poema largo, compuesto por once estancias, en el que el Yo poético, a la manera de un cronista colonial, va recorriendo algunos levantamientos indígenas a lo largo de nuestra historia y tomando conciencia de que el poeta ya no es más “la voz de los que no tienen voz” sino, apenas, voz de su propia soledad, puesto que aquellos que, aparentemente “no tienen voz”, han hablado, con voz propia, a través de sus actos. Al mismo tiempo, el yo poético se interroga acerca del sentido moral que tiene su testimonio en la medida en que habla de sucesos de los que ha estado ajeno, de dolores que no ha sufrido, de luchas políticas en las que no ha participado. El yo poético toma consciencia de sus límites: ya no puede hablar en representación de nadie más que de sí mismo.

¿Por qué abordó esa temática?
Hace algunos años, en una conversación con Alejandro Moreano, él me hizo notar el hecho de que los levantamientos indígenas de los 90 en el país no habían suscitado una obra significativa en la literatura—no digamos una producción literaria como, por ejemplo, sucedió con el indigenismo de los 30. La conclusión a la que llegamos, en ese momento, fue que los escritores de hoy estaban tan ajenos a la realidad del país, tan ensimismados en la moda del apoliticismo, que la historia pasaba por su lado sin que la tomaran en cuenta. Después, dándole vuelta a las inteligentes reflexiones con las que Alejandro profundizó el tema, me dije a mí mismo que, en combinación con lo dicho, los actores históricos con su presencia y con su poderosa voz política habían desplazado de la escena pública la voz del poeta que, en los sesenta y parte de los setenta, se consideraba a sí mismo como el que hablaba a nombre de los desposeídos. Entonces decidí escribir sobre el tema de los levantamientos pero también sobre los límites que tiene la representación del Otro por parte del yo poético.

¿Con qué novedades nos encontramos en este libro?
Una novedad, con todo el respeto y la admiración que tengo por Neruda, tal vez podría ser el cambio de perspectiva de aquello que heredamos de la voz poética solidaria y comprometida con la que él construye su Canto general y también de la llamada “poesía comprometida” de los sesenta: desde mi punto de vista, los levantamientos indígenas hablan por sí solos, no son voces de muertos sino el grito perenne de una lucha que sobrevive los silencios de la “historia oficial”. Al situarnos en el leit motiv radical del poema, “si se calla el cantor” no pasa nada: la historia sigue, la lucha continúa; los desposeídos de todas las épocas no requieren del poeta para ser, aunque cierta poesía sí requiera de los actores de la historia para existir. De hecho, mi propia Crónica del mestizo no habría existido sin los hechos históricos que testimonia.

¿Alguna experimentación en particular?
En el poema cito breves textos de crónicas, manifiestos y los versos de la primera estrofa del “Atahualpa huañuni” (“Elegía a la muerte de Atahualpa”), atribuido a un cacique de Alangasí, y que Juan León Mera señala como el poema fundacional de la lírica ecuatoriana. Estos versos los cito para evidenciar la distancia cultural del hablante lírico con respecto de los seres sobre los que intenta construir un poema puesto que ni siquiera conoce su lengua. Imito el lenguaje de las crónicas, con cierta tonalidad épica, para dar testimonio de la historia y, a su vez, cuando el yo poético se interroga acerca del valor de su presencia en los sucesos de los que da fe, el lenguaje adquiere un tono intimista y dubitativo: el poema se abre y se cierra con este tono pues quise acentuar la actitud lírico del yo poético.

¿Qué tipo de investigación previa hizo para la realización de este poemario?
Trabajé, en el campo académico, con la Corónica de Guaman Poma de Ayala, y con los escritos críticos de Juan León Mera; leí sobre los levantamientos indígenas durante la colonia en un imprescindible libro de Segundo E. Moreno: Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito desde comienzos del siglo XVIII hasta finales de la colonia; y, utilicé para los datos de los sucesos recientes la base de mi trabajo Crónica mestiza del nuevo Pachakútik. Ecuador: del levantamiento indígena de 1990 al Ministerio Étnico de 1996, publicado por el Latin American Studies Center de la University of Maryland, College Park.

Cuéntenos de sus hábitos de escritura…
Los textos narrativos los escribo directamente en el ordenador, aunque los esquemas los trabajo a mano en un cuaderno de notas; en cambio, los textos poéticos los escribo, en un cuaderno especial, primero a mano, a veces a lápiz, a veces con pluma fuente –antes lo hacía con tinta negra o azul, ahora también con tinta verde (ya sé: igual que Neruda, pero qué le voy a hacer: así escribo). Trabajo en mi estudio que está en una especie de ático de la casa. Asumo cierto ritual: quemo un palo de incienso, escojo un tipo música que considero acorde a lo que escribo, cebo mi mate amargo y requiero que el teléfono sea respondido por el contestador automático. No son sofisticaciones: son muletas necesarias para derrotar el miedo a la ausencia de las palabras. Me gusta dibujar mapas de acciones, esquemas con las ideas básicas del texto, encierro en círculos las relaciones de los personajes, marco de alguna manera los momentos intensos del relato, acomodo algún final ajustado a mi ansiedad por tener resuelta la historia antes de escribirla: todas son manías que me ayudan a escribir y no las expongo como teoría de la escritura sino como testimonio del pánico creativo. Ahora que, si me dejaran en una isla con tan sólo lápiz y papel, de todas maneras escribiría; a lo mejor amontonaría piedritas sobre montículos de arena pero, estoy seguro, también escribiría.

Muchas veces, los escritores sacan ideas de su plano laboral y lo aplican en su producción narrativa. ¿Son las reuniones de gabinete una fuente de ideas, el día a día como ministro tal vez o por lo contrario?
No en mi caso. La función pública —también la docencia o la administración escolar— requiere de su propio sistema de “inspiración y transpiración”. Estas tareas están en una esfera muy distinta a la del trabajo creativo y uno tiene que separarlas de manera radical; de lo contrario se corre el riesgo de no cumplir ni con las responsabilidades éticas ni con las estéticas. Sin embargo, el ámbito laboral, así en términos generales, está incorporado a mi producción literaria tanto como lo están otros ámbitos de la vida: las relaciones familiares, las relaciones personales, o la bohemia.

¿Cómo equilibra el tiempo y la vocación entre ser un funcionario público y escritor?
De la misma manera como durante toda mi vida he equilibrado las responsabilidades laborales con la necesidad de escribir. En nuestro país, quienes escribimos literatura vivimos de trabajos, a veces cercanos, a veces lejanos, a las letras, pero no por eso dejamos de escribir. Para mí, el logro de ese equilibrio es imposible de explicar. Obviamente, en la función pública que ahora ejerzo, el deber ciudadano que he asumido me obliga a priorizar, siempre, las responsabilidades del ministerio.

domingo, febrero 11, 2007

Las preguntas de la literatura en los papiros electrónicos

A mediados del siglo XV, entre 1452 y 1455, Gutenberg estuvo dedicado a una tarea que habría de modificar sustancialmente el sentido social de la escritura y la lectura basado en una novedosa manera de asumir la multiplicación del saber. A finales del siglo XX, en el año 2000, Stephen King ha puesto a circular su novela más reciente en el espacio cibernético a través de Internet: los cibernautas que llegaron a la página electrónica del señor King el primer día disfrutaron de algunos capítulos gratis; al día siguiente con un par de dólares adquirían el derecho de bajar la información para almacenarla en los ordenadores personales.
Los 200 ejemplares de la Biblia que imprimiera Gutenberg distan mucho no sólo de los millones de ejemplares que las editoriales imprimen de las novelas de Stephen King sino también de los cientos de miles de usuarios de Internet que en una semana ya tenían almacenada la novela en sus particulares discos duros, pero ambos hechos constituyen gigantescos saltos tecnológicos que amplían en su momento el acceso a la cultura escrita. La imprenta de Gutenberg hizo de la lectura una práctica potencialmente accesible a la humanidad. La novela de King, presentada en Internet, ha modificado tecnológicamente la relación del público lector con el texto literario. Ambas representan el esfuerzo humano por reproducir la escritura, esa esfera de abstracciones destinada a posibilitarnos un entendimiento complejo del mundo.
Además de los adelantos tecnológicos en la industria gráfica y el significado de la Internet, en esta época las potencialidades de los multimedia son impredecibles para el desarrollo de la cultura escrita, siempre y cuando no se entienda la relación como una competencia excluyente en la que tenemos que optar por uno u otro medio. La novela didáctica acerca de la historia de la filosofía, El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, por ejemplo, también tiene su versión en CD-ROM. Se trata, entonces, de otro instrumento novedoso que modifica sensiblemente el papel del lector porque potencia la función lúdica de la literatura y hace del texto ya no sólo un juego literario manejado desde la esfera de la recreación lectora, sino un juego en sí mismo que permite la interacción y la creatividad del lector frente a la autoridad de la palabra escrita. El CD-ROM tiene algunas ventajas sobre el libro: en primer lugar, ocupa un espacio insignificante y almacena, de lejos, mayor información, a tal punto que una enciclopedia de algunos volúmenes cabe en un disco compacto; en segundo lugar, abre las posibilidades didácticas y críticas de y acerca de cualquier texto; en tercer lugar, desarrolla nuevas formas de intensidad lúdica desde el texto literario convirtiendo al lector en una inteligencia interactuante. Su desventaja básica tiene que ver con su naturaleza pues requiere de mayor tecnología para ser operado; así, mientras el libro se necesita solamente a él mismo, el CD-ROM necesita, de entrada, un ordenador personal.
Así mismo, Alianza editorial, con la edición de las Obras completas de Miguel de Cervantes, preparada en 1996 por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, incluyó varios disquetes (3,5; HD) con los textos de las obras tal y como estaban fijados en la edición impresa, archivado en formado MS-DOS (ASCII). La copia en disquete obviamente no pretendía sustituir al libro como tal sino constituirse en una herramienta a ser utilizada por los académicos. Lo interesante de la experiencia es la combinación complementaria de dos instrumentos aparentemente disímiles en el que el objeto libro cumple con las funciones tradicionalmente a él asignadas y los disquetes, instalados en los ordenadores personales, ponen los textos de Cervantes a disposición del que así lo desee, ya sea para copiar una cita textual, ya sea para enviar un capítulo o una parte de él a través del correo electrónico como un documento adjunto y ser parte de ese diálogo continuo que es la cultura de los libros.
En cualquier caso, ya sea que continúe en la forma tradicionalmente conocida de libro, ya sea que adopte la forma de un texto de la red, ya que se encuentre comprimido en un disquete o potencializado en un CD-ROM, la relación del texto literario con sus lectores todavía depende de algunas definiciones primigenias que incluyen una conceptualización de lo que es la palabra literaria, del sentido que ésta tiene en el mundo de hoy, y de los procesos sociales y educativos destinados a expandir el acceso a la lectura y al libro.
Concibo la palabra de la escritura literaria como un intento de impregnarse en el papel igual a un sueño que, en aguas frías, nada contracorriente para no ser arrojado al océano pragmático del mercado. Por su naturaleza, no es nunca la última palabra porque su ciclo no se cierra en el punto final de lo dicho sino que fluye en la multiplicación eufórica de los instantes. Se autoriza a sí misma para construir el otro orden de las cosas: toca lo sagrado y se arma el jolgorio profano; toca lo severo y lo vuelve un amasijo de preguntas; toca la superficie ligera de las máscaras y las endurece con el anuncio del secreto insondable que yace tras ellas. La palabra literaria busca esa desnudez con la que se vestía el ‘dios deseado y deseante’ de Juan Ramón Jiménez.
El destino de la palabra literaria ha sido siempre el de la irreverencia, el de la construcción de un discurso que se interesa por la duda, por la pregunta, por el lado oculto de las buenas conciencias. Es por esto que el poder destierra al artista para que agonice en el patio trasero de la mansión levantada sobre los terrenos abonados con el espíritu de sus esclavos. Ya lo sabía el poeta condenado a la soledad y la muerte después de ser utilizado como un saltimbanqui de feria en “El rey burgués”, de Rubén Darío. Y es por eso que escritores y artistas debemos estar conscientes de que es contra la tautología del poder que inventamos nuestras pesadillas y les damos forma y nos exorcizamos a través de lo creado. Es la posibilidad de contemplar la transición de muerte y resurrección en el horizonte ensangrentado de luminosidad agónica, allí donde el poder tan solo puede confirmar que son las seis y treinta de la tarde. La palabra literaria requiere de la libertad que perdió el mono de la fábula de Augusto Monterroso “El mono que quiso ser escritor satírico”, quien por causa de sus compromisos personales tuvo que dedicarse a la Mística y el Amor, pero frente a su inautenticidad ya no fue apreciado por nadie.
La literatura y el arte son el espacio sin alambradas sobreviviente en el que la utopía ha construido morada. Existencia paradójica de un sitio para el lugar que es lo que es por que existe sin sitio alguno. Edad de fragmentos diseminados como piezas de un rompecabezas sostenido en el aire, en los que a duras penas el sujeto alcanza a reconocer la desfiguración de la conciencia que imagina de sí mismo. En ella y su razón no hay espacio para el espacio que no tiene lugar. Y, sin embargo, la palabra literaria irrumpe fragmentada, sobreviviendo a la angustia alucinante de saberse siempre fuera de lugar y se posa aleteando entre el polvo de la finitud y el soplo suave de la eternidad. Es la intensidad insospechada de la orfandad adulta entretejida en la construcción paradigmática del Sollozo por Pedro Jara, de Efraín Jara, o la recurrencia metafísica acerca del amor y su huella indeleble en la osamenta desnuda de Los amantes de Sumpa, de Iván Carvajal.
La palabra literaria rehuye y rechaza el espectáculo. Hoy que la vida y la muerte no son más los espacios privados que confirman el origen, la transición y la condición efímera del sujeto; ahora que la vida y la muerte se han convertido en el bizarro argumento de consuelo para el vacío finisecular; ahora que el tiempo y el espacio son categorías infinitas que, sin embargo, caben sin más en cada puerto particular del espacio cibernético; ahora que el asombro parece ser un arcaísmo, la palabra literaria aún se refugia en la serena sabiduría del libro que habla callado, abierto como un agosto de sol y viento, en las manos de su lector solitario y cómplice. Es la palabra de Adso de Melk, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que recupera la memoria enriquecida por la vida en la monástica paz de una vida retirada. A la literatura, y su verbo andrógino, le corresponde fortalecer el espíritu de los pasajeros de la nave de los locos que todavía no es aceptada para atracar en puerto seguro. En tanto escritor, con mi escritura quisiera contribuir con la marca de un punto de veneno en la piel acerada y soberbia del absoluto que manda, sabiendo que existe la permanencia de signos capaces de escupir su impertinencia en el maquillaje perfecto de la mueca soberbia del poder.
El sentido de la literatura en el mundo de hoy nos remite a la pregunta que cada grupo de escritores, de una u otra forma, se hace en su momento y hace a su tiempo: ¿qué es y qué sentido tiene aquello que escribo? A comienzos del siglo XVII, Miguel de Cervantes en su “Prólogo al lector” de La gitanilla, la primera de la serie de las Novelas ejemplares, dice acerca del sentido de sus textos: “Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo...” y señala sobre su oficio: “...y es así que soy el primero que he novelado en lengua castellana...”[1] En este sentido, Cervantes está abogando por el goce intelectual de su palabra literaria en la misma dirección que Carlos Fuentes, en el tercer tercio del siglo XX, plantea en La nueva novela hispanoamericana, que “la fusión de moral y estética tiende a producir una literatura crítica, en el sentido más profundo de la palabra: crítica como elaboración antidogmática de problemas humanos”[2], pero, además, Cervantes es consciente de su proyecto estético, de aquello que hace de su palabra literaria, una palabra única.
La literatura estaría destinada a ser parte de la construcción de una memoria cultural a partir de procesos que incluyen asuntos contradictorios en apariencia como son la continuidad de la tradición poética y la ruptura estética. Esa memoria es fundamental para el dibujo de aquello que hemos llamado identidad. Es el sentido que tiene la famosa sentencia de Heródoto: “Hesíodo y Homero han elaborado la teogonía de los griegos, han dado a los dioses sus apelativos, han distribuidos entre ellos sus derechos, honores y los ámbitos de su obrar, y han aclarado sus imágenes”[3]. En este caso, la palabra literaria es fundacional: construye el orden de una tradición y también el sentido de la identidad cultural de la nación.
La función ética de la literatura continúa mostrando a la literatura como una confrontación del ser con la compleja condición de ser humano. En Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoum, una de la voces narrativas del texto, el autor ficcionalizado, define a la propia novela como un libro “sobre el fracaso de nuestro país como república, el fracaso de su partido como guía de un pueblo que no tiene patria, el fracaso de literatura como arma y como literatura, es decir, el lento y largo fracaso de uno mismo”[4], como una manera de plantear un interrogante ético que no permite simplificaciones ideológicas.
Lo lúdico, en algunos casos, tiene que ver con la experimentación del texto que plantea desafíos directos a sus lectores. Rayuela, de Julio Cortázar, por ejemplo, es una novela básicamente lúdica pero no exclusivamente lúdica pues tras el juego de las posibles lecturas y la tabla-guía para lectores desprevenidos no se encuentra sólo la peripecia formal sino, sobre todo, una reflexión teórica sobre el texto novelístico y una honda meditación acerca del desarraigo, la palabra intelectual que incide en la vida de todos los días, y el amor como desgarramiento espiritual. En otros casos, lo lúdico se refiere a esa experiencia estética del ser humano que no puede ser definida con la superficial alegría sino con la ambigua vocación de placer en la que se conjugan vida y muerte como elementos indispensables del rito purificador que es la lectura, como en la poesía de César Dávila Andrade, sin ir más lejos. Pero, en todos los casos, lo lúdico jamás se presenta como un elemento aislado sino como sustancia imprescindible de un todo poético que reside “en lo inefable que lo envuelve todo, que flota sobre todo, que lo vivifica y transfigura todo”[5], según las enseñanzas de Aurelio Espinosa Pólit, que sigue al abate Henri Brémond en su discurso de 1925.
“Tener un destino entraña el tener un origen”, escribió Iván Carvajal en su trabajo “Acerca del destino de la poesía”, para enfatizar el sentido de lo poético que va más allá de ciertas servidumbres históricas exigidas en demasía al texto literario. “El origen, en sentido poético, nos coloca en la Tierra, en el Cosmos, con nuestra finitud, nuestro dolor, nuestra fuerza, nuestra libertad, en la apertura de mundo que el ser realiza a través del lenguaje”[6]. En esta línea de reflexión, no importa el vehículo tecnológico a través del cual el texto literario llegue al lector, la palabra poética siempre tendrá dificultades para encajar en la sociedad del homo videns, pues el recogimiento, la concentración y la soledad que requiere la lectura es incompatible con la banalidad espectacular, dispersa y estridente del mundo de los tele-veedores, según la tesis de Giovanni Sartori[7]. No podemos hacernos demasiadas ilusiones: en una sociedad que no lee por deformación ideológica, educada exclusivamente para ver el recorte de la realidad presentada, sin embargo, como la realidad total por la televisión y, por tanto, con un pobre desarrollo de la abstracción y el pensamiento crítico que exige el lenguaje escrito y, más aún, el lenguaje simbólico de la literatura, el texto siempre tendrá una relación clandestina con sus lectores destinada a suplantar la euforia de la banalidad por la angustia de la existencia en las que siempre nos sumerge la palabra literaria. Como sostiene Harold Bloom en The Western Canon: “All that the Western Canon can bring one is the proper use of one’s own solitude, that solitude whose final form is one’s confrontation with one’s own mortality”[8].
El lector ideal, esa persona imaginaria que el escritor espera que entienda la experiencia representada y sintonice con sus deseos, es una especie que lucha por sobrevivir en la hostilidad social hacia el libro, al que, desaprensivamente, se ha catalogado de ‘elitista’ frente al supuesto carácter democrático y de masas de la televisión. El lector ideal requiere de ese momento de lectura, exigido por la palabra literaria y que una sociedad empeñada en desarrollar la hipnosis de la imagen visual casi ha eliminado del horario cotidiano de los individuos. En Estados Unidos, por ejemplo, las familias que en 1954 le dedicaban un promedio de tres horas al día a la televisión, en 1994 le dedicaban más de siete horas diarias y, si bien carecemos de datos más recientes, todo nos hace suponer que la dedicación a la televisión le está quitando tiempo a las ocho horas destinadas a dormir, asearse y comer, ya que todavía no las puede quitar a las nueve de trabajar que incluyen el tiempo de la movilización[9]. Por tanto, nuestro lector ideal, cualquiera sea el medio por el que la palabra literaria llegue a sus manos, es cada día más escaso, más apremiado por otras urgencias, más acosado por los ruidos de una sociedad globalizada, regida por la industria del entretenimiento y en la que no sólo las oportunidades educativas sino la calidad de la educación son cada día más críticas.
Sin mencionar la realidad social generada por un mundo organizado desde el poder económico y destinado a perpetuar ese mismo poder económico en el que la respuesta a la pregunta ¿para quién escribimos? nos llenaría de furia y vergüenza, el problema de la relación entre el texto literario y sus lectores, entonces, también necesita ser planteado fuera de la esfera de la literatura, en el campo de la políticas culturales y educativas destinadas a promover la difusión del libro y la lectura como una destreza indispensable para el ser humano. El informe a la Unesco de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, presidida por Jacques Delors, titulado La educación encierra un tesoro, señalaba que “incumbe a la educación la tarea de inculcar, tanto a los niños como a los adultos, las bases culturales que les permitan descifrar en la medida de lo posible el sentido de las mutaciones que están produciéndose”[10] y que, para ello, era fundamental profundizar el concepto de “la educación a lo largo de la vida [que] se basa en cuatro pilares: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser”[11] (109). La idea de educación a lo largo de la vida está concebida para superar la tradicional visión que diferencia educación básica de educación permanente para plantear una concepción nueva: “la de una sociedad educativa, en la que todo puede ser ocasión para aprender y desarrollar las capacidades del individuo”[12]. En esa sociedad, desde el postulado teórico, todo tiene cabida sin exclusiones; por tanto, no se trata de demonizar los avances tecnológicos de la humanidad sino de adoptar una actitud crítica frente al uso que las corporaciones transnacionales le dan a la tecnología para imponer no sólo una manera de ver al mundo sino también, lo que es peor, una uniforme actitud de ser en el mundo vestida de manera perversa con la máscara de la libertad de elegir. Por ello, en una sociedad educativa la lectura resulta indispensable más allá de la superficialidad con la que la sociedad teledirigida plantea y resuelve los problemas del ser humano.
En la introducción del informe, titulada “La educación o la utopía necesaria” y firmada por Jacques Delors, sin dejar de tomar en cuenta los apremiantes condicionamientos de los programas económicos neoliberales y su discurso triunfalista sobre la globalización, Delors contrapone una visión que, desde el sector educativo, enfrenta los nuevos desafíos humanos: “el ‘crecimiento económico a ultranza’ —señala— no se puede considerar ya el camino más fácil hacia la conciliación del progreso material y la equidad, el respeto de la condición humana y del capital natural que debemos transmitir en buenas condiciones a las generaciones futuras”[13]. Enseguida plantea las ‘tensiones’ que habrán de superarse y en las que debemos enmarcar nuestra práctica educativa. Entre otras: a) tensión entre lo mundial y lo local: cómo ser ciudadano del mundo sin perder la identidad propia; b) tensión entre tradición y modernidad: como enfrentar lo nuevo sin negarse a sí mismo; c) tensión entre el largo y el corto plazo: cómo pensar proyectos de largo aliento en medio del predominio de lo efímero y lo instantáneo; d) tensión entre la indispensable competencia y la preocupación por la igualdad de oportunidades: en este punto, Delors afirma que la presión de la competencia opaca la necesidad de otorgar iguales oportunidades a todos y que hay que actualizar el concepto de educación durante toda la vida para superarla.
No se trata, siguiendo esta línea de pensamiento, de glorificar o demonizar la globalización sino de entenderla como un proceso de conversión del mundo en un único mercado ante el que debemos ser conscientes de nuestra identidad para evitar disolvernos y críticos de aquella uniformidad a la que las corporaciones nos quieren llevar. Jerry Mander en “Facing the Rising Tide” señala:

The principles also include the idea that all countries —even those whose cultures have been as diverse as, say, Indonesia, Japan, Kenya, Sweden, and Brazil— must sign on to the same global economic model and row their (rising) boats in unison. The net result is monoculture — the global homogenization of culture, lifestyle, and level of technological immersion, with the corresponding dismantlement of local traditions and economies. Soon, everyplace will look and feel like everyplace else, with the same restaurants and hotels, the same clothes, the same malls and superstores, and the same streets crowded with cars[14].

Nuestro aparato educativo tiene que prepararse para enfrentar estas tensiones pero no estaremos en condiciones de hacer frente a tales desafíos con una dirigencia política y empresarial preocupadas únicamente por concentrar poder y acumular capital a través de privatizaciones sin consenso. En este sentido, se ha reducido la modernización a la privatización y no se entiende que para hablar de lo moderno es necesario invertir en una ciudadanía educada en el saber moderno.
Nuestra educación, en este mundo de economía global y homogenización de la cultura planetaria, tendría que asentar sus cambios en la construcción de una identidad nacional sólida, incorporar la tecnología necesaria para su funcionamiento en la comunicación global pero, sobre todo, resolver de manera urgente los problemas básicos del aparato educativo que no tienen que ver principalmente con el uso de computadoras o con el estar conectado o no a Internet —aunque esto, obviamente, sea una ayuda importante en determinados niveles del sistema— sino con la comprensión del proceso educativo como una tarea de la sociedad en su conjunto a través de un compromiso de continuidad y profundización para el mediano y largo plazo. En esta tarea, la promoción del libro y la lectura es uno de los principales vehículos que contribuirá a que el ser humano no se disuelva en la promiscuidad banal del entretenimiento y rehuya el pensamiento de su condición de transeúnte en la vida, de habitante de la zona de la angustia existencial, de buscador de utopías inalcanzables cuyo sentido cierto reside no en la apropiación que de ellas podamos hacer sino en el sentido vital que la búsqueda nos permite explorar en nosotros mismos.
En un trabajo mío de hace diez años dije que “el nuestro parece ser un país donde los escritores escriben y los lectores ven televisión” y que, en el caso de los jóvenes, “la cultura del videoclip se [había] impuesto como una forma de conocimiento sensible, de mucho interés y dinamismo”[15]. Con excesivo optimismo en la tarea escolar reduje la solución del problema a la buena voluntad pedagógica del magisterio en su tarea del aula. Y sin bien sigo creyendo que la modificación de la actitud ante el libro y la lectura tiene que comenzar en el aula, me parece también que es imprescindible pensar, dentro de la relación del texto y sus lectores, en la instrumentalización de las políticas sobre el libro formuladas de manera expresa o desde su ausencia.
En El libro ecuatoriano en el umbral del un nuevo siglo, editado por ese infatigable promotor cultural que es Carlos Calderón Chico, hay varias entrevistas en las que algunos editores plantean el estado de la cuestión en lo que tiene que ver con las políticas sobre el libro. Yo citaré algunas opiniones que demuestran que lo que resta por hacer ya no depende de los escritores sino de la voluntad política de una sociedad que impulse el desarrollo del libro y de la lectura.
Jaime Peña, de Libresa, sitúa la problemática: “La actual crisis económica ha creado enormes dificultades al sector del libro: ha contraído la demanda, ha encarecido la materia prima (papel, cartulina) de manera inverosímil, ha encarecido los procesos de preparación de originales, preimpresión e impresión”[16]. Marcelo Báez, de Báez & Oquendo, señala las dificultades de la difusión: “el libro ecuatoriano es maltratado, no tiene sex appeal editorial. No lo ponen en las vitrinas de las librerías”[17]. Frente a la problemática, Osvaldo Obregón, de Planeta, sintetiza lo que podría ser un ‘programa de acción’ al respecto basado en el incremento del hábito de la lectura concebido como un compromiso social de: “padres de familia y colegios para que motiven la lectura; del Estado con regulaciones adecuadas; de las editoriales y distribuidoras mediante la producción de libros más económicos y acordes a la época actual; de los medios de comunicación con la difusión y crítica de las novedades”[18].
Finalmente, para contribuir en términos sociales a que los lectores tengan una relación cercana con el texto y desarrollen los afectos de los que he hablado en este trabajo, creo que el Estado tiene que diseñar políticas permanentes destinadas al fomento del libro y la lectura, que contemplen, al menos, los siguientes aspectos: una reforma a la Ley de Fomento del Libro, que libere de impuestos a todos los insumos de la industria editorial, que estimule la promoción y exportación del libro nacional, que subsidie por, al menos, veinte años, la industria editorial para procurar su desarrollo y crear condiciones de competitividad en el ámbito regional; el fortalecimiento de la Comisión Nacional del Libro; la expansión del Sistema Nacional de Bibliotecas; campañas permanentes destinadas a fortalecer el hábito de la lectura en la casa y la escuela; y el diseño un programa económico que considere la recompra de deuda externa, impuestos al lujo, y participación de la renta del Fondo de Solidaridad, en otros aspectos, para el soporte de las políticas esbozadas.
En su texto “La muralla y los libros”, Jorge Luis Borges medita sobre Shih Huang Ti, el emperador que ordenó la edificación de la gran muralla china y, así mismo, dispuso que todos los libros anteriores a él fuesen quemados, es decir, que fuesen borrados de la faz de su mundo tres mil años de memoria. Borges ensaya una interpretación: cree que Shih Huang Ti amuralló el imperio porque conocía la debilidad del mismo y destruyó los libros por entender que cada libro enseña lo inconmensurable del universo o el sentido profundo que cada ser humano[19]. Nosotros, que no tenemos la fuerza ni los medios para construir siquiera la muralla que preservará del espanto del vecindario urbano nuestra propia morada, menos nos atreveríamos a destruir la memoria de aquello que nos antecedió. Si la eternidad para Shih Huang Ti radicó en la perpetuación de un gesto, para nosotros no existe eternidad personal más que por la posibilidad de disolvernos en el torrente imperecedero de la memoria y esa memoria pervive porque yace escrita en los libros, sea que se encuentren en los estantes laberínticos y asépticos de The Library of Congress en Washington D.C. o en los hipertexts in progress de la Biblioteca Virtual Universal, en http://www.biblioteca.org.ar/, página electrónica de las Biblioteca Rurales Argentinas que hasta hoy tiene digitalizados 1067 libros que pueden ser consultados gratis en el jardín de senderos virtuales de Internet[20].

Nayón, abril 21, 2000.
[1] Miguel de Cervantes, Obra completa, 6. La gitanilla. El amante liberal. (Madrid: Alianza editorial, 1996), p 21-2.
[2] Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana. (México: Joaquín Mortiz, 1976), p 35.
[3] Citado por Wilhelm Nestle, Historia del espíritu griego. (Barcelona: Ariel, 1975), p 29.
[4] Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda. (México: Siglo XXI, 1976), p 237.
[5] Aurelio Espinosa Pólit, Dieciocho clases de literatura. (Quito: editorial Fray Jodoco Rike, 1947), p 67.
[6] Iván Carvajal, “Acerca del destino de la poesía”, en Memorias del VI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla”. (Cuenca: Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad de Cuenca, 1997), p 23.
[7] Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida. (Madrid: Taurus, 1998).
[8] Harold Bloom, The Western Canon. The Books and School of the Ages. (New York: Riverhead Books, 1995), p 28. “Todo lo que el canon occidental le entrega a uno es el uso correcto de la propia soledad, aquella soledad cuya forma final es la confrontación de la persona con su propia mortalidad” (traducción mía).
[9] El dato pertenece al libro de Sartori; la interpretación es mía.
[10] Jacques Delors, ed., La educación encierra un tesoro. (Madrid: Santillana / Ediciones Unesco, 1996), p 73.
[11] Ibid., 109.
[12] Ibid., 126.
[13] Ibid., 15.
[14] Jerry Mander, “Facing the Rise Tide”, en Jerry Mander y Edward Goldsmith, eds, The Case Against the Global Economy. (San Francisco: Sierra Club Books, 1996), p 5. “Los principios también incluyen la idea de que todos los países —inclusive aquellas culturas que han sido tan diversas como, por ejemplo, Indonesia, Japón, Kenia, Suecia o Brasil— deben suscribir el mismo modelo económico global y remar sus botes al unísono. El resultado neto es la monoculturalidad, es decir la homogenización global de la cultura, los estilos de vida, y el nivel de inmersión tecnológica, con el correspondiente desmantelamiento de las tradiciones y economías locales. Pronto, cada lugar se verá y se sentirá como cualquier otro lugar, con los mismos restaurantes y hoteles, la misma ropa, los mismos centros comerciales y tiendas gigantes, y las mismas calles atestadas de carros.” (La traducción es mía).
[15] Raúl Vallejo, “Prefacio”, en Una gota de inspiración, toneladas de transpiración. Antología del nuevo cuento ecuatoriano. (Quito: Libresa, 1990), p 9.
[16] Carlos Calderón Chico, El libro ecuatoriano en el umbral de un nuevo siglo. (Guayaquil: edición del autor, 2000), p 43.
[17] Ibid., p 26.
[18] Ibid., p 27.
[19] Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en su Nueva antología personal. (Barcelona: Bruguera, 1980): 239-242.
[20] “Una biblioteca sin papel ni tinta”, Hoy (Quito) 22 abril 2000: 4B.